/ lunes 12 de junio de 2023

La Universidad y las grandes coordenadas políticas

Mis alumnos se acercan y me preguntan qué es –en mi opinión– ser liberal, conservador o progresista. Es un lugar común decir que las categorías políticas, como la izquierda o la derecha, son obsoletas o insuficientes. Incluso algunos dirían, como Sartre, que son cajas vacías. Sin embargo, me parece que su utilidad se revitaliza simplemente cada vez que una persona las menciona. Por ejemplo, cuando López Obrador descalifica a alguien ligándolo a la ‘derecha conservadora’, mis cejas se levantan: lo dice un presidente que se asume de ‘izquierda’, pero que en realidad es conservador.

Durante la Revolución Francesa, como es bien sabido, dos bandos se agruparon al interior de la Asamblea Nacional acuñando las nociones de izquierda y derecha. Los partidarios del pueblo y la igualdad se colocaron a la izquierda. Los partidarios del rey, la tradición y el orden se ubicaron a la derecha. También en el siglo XVIII, se sembraron las semillas de otros dos movimientos: el liberalismo y la democracia. Los grandes pensadores del siglo XVIII, los Ilustrados, se lanzaron críticamente contra el poder de la monarquía absoluta, dando forma así a un movimiento conocido como el liberalismo político clásico que tiene como propósito establecer límites al poder mediante: 1) pesos y contrapesos (como la división de poderes) y 2) la protección de la esfera privada del individuo frente al Estado (a través del reconocimiento de los derechos de los ciudadanos en catálogos y declaraciones de derechos humanos).

No obstante, el siglo XVIII fue también la base para el resurgimiento de la democracia especialmente en Inglaterra y Estados Unidos. Mientras la izquierda y la derecha son antagónicos, el liberalismo y la democracia han constituido una mancuerna que se complementa. A grado tal que nuestras democracias modernas, en la medida que son respetuosas de los derechos humanos y de la esfera privada del individuo, pueden considerarse, por lo tanto, como democracias liberales. Así, las categorías se empalman. Liberal es que aquel busca limitar el poder. Pero también lo es el que busca salvaguardar los derechos y la independencia privada de los ciudadanos (liberal es entonces el que asume que la interrupción o no del embarazo es una decisión privada que le corresponde a cada mujer; y lo mismo puede decirse de la libertad sexual, religiosa o de opinión). Conservador es aquel que no concibe esos aspectos como una decisión individual, sino que busca imponer su forma de vivir a los demás. Demócrata no es aquel que somete las cosas a votación, tampoco lo es el que las reduce a las mayorías (las mayorías pueden votar cosas horrorosas). Demócrata es el que defiende, diría Dahl, la participación política de los ciudadanos y promueve el debate público. La democracia, como señala Sartori, supone libertad e igualdad. Libertad para participar, opinar y debatir políticamente. E igualdad para participar en igualdad de condiciones y derechos. Sartori también sostiene que la democracia es, en consecuencia, contraria a toda forma de autoritarismo, el cual implica: 1) relaciones verticales de poder (por lo tanto, opuestas a la igualdad), así como mentalidades, diría Stoppino, de exaltación del poderoso y menosprecio por los inferiores, y 2) la obstaculización de la participación política de la ciudadanía.

El siglo XVIII es imprescindible por una razón más: trajo los primeros pasos de la industrialización y con ella el nacimiento de una nueva clase social (la clase obrera), la rápida urbanización y el trabajo en las fábricas, conllevando aspectos positivos como la modernización, pero también negativos como la explotación de la clase obrera. Esto tuvo como consecuencia el surgimiento, en el siglo XIX, de movimientos anticapitalistas como el comunismo de Marx. El capitalismo, entendido como un sistema económico, se originó en la Edad Media con la aparición, en aquel entonces, de otra clase social: la burguesía. Dicho sistema económico se basa en la acumulación de capital y la propiedad privada. Movimientos como el comunismo marxista-leninista abogaban por la instauración de la dictadura del proletariado y la abolición tanto de la propiedad privada como de la burguesía.

Los gobiernos comunistas conducen a la violación de derechos humanos y dieron lugar, en el siglo XX, a sistemas políticos terroríficos como la Unión Soviética, Cuba o Corea del Norte. Hay, no obstante, que precisar un par de cosas. En primer lugar, reconocerle a Marx no solo sus yerros, sino también sus aciertos: negar el valor de su concepción de la lucha de clases sería un error nuestro. Además, acierta en su crítica al capitalismo al concebirlo como un sistema intrínsecamente desigualitario. En segundo lugar, también hay que reconocer por otro lado, como señala Sartori, que el comunismo marxista es incompatible con la democracia. Solo es posible la democracia moderna en el contexto del libre mercado y no hemos ideado una alternativa exitosa al capitalismo, descontando el fallido marxismo, que simultáneamente salvaguarde la libertad como derecho humano. De hecho, Sartori explica que fueron precisamente los comunistas escandinavos, que renunciaron al marxismo y abrazaron la propiedad privada, quienes ofrecieron una alternativa (igualitaria, liberal y de izquierda) que caracteriza a los países del norte de Europa y que podemos llamar con diferentes nombres: socialdemocracia, liberalismo social, izquierda liberal o socialismo liberal. Desde mi punto de vista, la socialdemocracia nórdica no solo ha sido, sino que sigue siendo la única alternativa (frente al fracasado marxismo que representó la Unión Soviética y el actual capitalismo salvaje que encarna Estados Unidos) gracias a un Estado vigoroso que modera los abusos del capital. La solución está, pues, no fuera de capitalismo, sino dentro, y es liberal: hay que limitarlo.

A pesar de que la democracia sea una ‘verdad evidente en sí misma’, en los últimos 100 años los valores democráticos han sufrido dos grandes crisis. La primera crisis de la democracia tuvo lugar a principios del siglo XX con la aparición del fascismo y del totalitarismo. Ambos son formas extremas de autoritarismo, el primero se dio en países como la Italia de Mussolini y la España de Franco, el segundo en la Alemania nazi y la Rusia soviética. Autoritarismo y totalitarismo no deben equipararse. El autoritarismo es el género, el totalitarismo es una especie, la forma de gobierno más inhumana jamás creada, caracterizada por la intervención ‘total’ del Estado en la vida privada del individuo, el Estado policíaco, el control de los medios de comunicación, el adoctrinamiento, el culto a la personalidad, el nacionalismo y el Estado de terror. Por fortuna, el nazismo y la unión soviética cayeron.

Pero, en México, a mediados del siglo XX, muchos jóvenes afligidos por la desigualdad fueron cautivados por el comunismo y se sumaron a guerrillas marxistas-leninistas. Mi padre, por ejemplo, fue comunista en su juventud, aunque, en su madurez, se convirtió al liberalismo. Los jóvenes de aquella época, como dijo brillantemente Octavio Paz, no querían la democracia, lo que los movía era la revolución. ‘Ese resplandor, que a nosotros nos parecía el de la aurora, era el de una pira sangrienta’.

Ante la caída de la Unión Soviética, muchos pensaron ingenuamente que la democracia liberal, que encarna Occidente, no enfrentaría más desafíos. Sigue habiendo algunos anticapitalistas marxistas trasnochados. Sin embargo, la segunda gran crisis que ha enfrentado la democracia, 100 años después, es la que vivimos actualmente. Quizás sea menos grave, pero los ciudadanos no se sienten representados por los partidos políticos y están decepcionados por la democracia. Las dos amenazas que ponen en riesgo los valores de la democracia, en esta crisis, son el wokismo y el populismo –en especial este último–.

Me parece que el movimiento woke es, en principio, encomiable y equiparable al progresismo. Contrario al conservadurismo (que se basa en la tradición y en mantener el ‘status quo’), el progresismo busca, a través de la igualdad, el constante mejoramiento social, económico y político de los más desfavorecidos. En cuanto al movimiento woke, sus raíces están en la mejor tradición de Martin Luther King y la defensa de los derechos de la comunidad afroamericana. Proviene de la idea de estar ‘despierto’ ante el racismo y, en general, cualquier forma de desigualdad social. Por ello, no puedo sino sentir simpatía ante este igualitarismo económico, político y social, por su antirracismo, su antinacionalismo, su feminismo y, en general, por su libertad sexual. De hecho, de joven, yo mismo me asumía como progresista.

Sin embargo, ese mismo progresismo promueve una corrección política que –me parece– es insostenible. Un día vi cómo Nicolás Alvarado, un comentarista progresista y políticamente correcto, se apropió de la palabra ‘joto’ para explicar que Juan Gabriel se había, a su vez, apropiado con orgullo de aquello que a la sociedad le resulta kitsch de la cultura gay. Nicolás Alvarado fue cancelado y renunció a su trabajo. Al ‘apropiarse’ de la palabra, él fue inapropiado. Una piloto de Interjet deseó, en Facebook, que cayera una bomba en el zócalo el día del grito de independencia. Ante la oleada canceladora, fue separada de su trabajo. Así son las turbas indignadas en la era de las redes sociales: en un maratón de Los Ángeles, un adulto mayor de 70 años cortó camino para terminar la carrera, lo que le valió un bullying desconocido para él, provocándole depresión ante el acoso y la triste decisión de suicidarse. Una abuelita española festeja, en una entrevista, la diversidad sexual con un lenguaje chabacano y, no obstante, hay quienes se indignan por sus palabras.

El movimiento woke se apoya en esa misma rabia canceladora ante cosas que, más bien, nos deberían de dar igual. Vivimos una época de corrección política que, en realidad, es la renovación del puritanismo. Bastaría con revisar el historial de Twitter de casi cualquiera para encontrar una afirmación inapropiada de hace 15 años. Pero la indignación woke es hipócrita porque todos, en el fuero de nuestra vida íntima, decimos incorrecciones y vulgaridades. Mis padres hicieron de mí un ‘progre’ políticamente correcto, pero me niego a renunciar a mi derecho a equivocarme, decir pendejadas, corregir y aprender –siempre y cuando no cometa un delito–. Porque todos decimos pendejadas. Me niego a pensar que hay temas prohibidos en la comedia o en el arte. En ese sentido, los extremos se tocan: el conservadurismo y el wokismo te dicen cómo vivir tu vida. El wokismo de los empleados de Netflix censura a comediantes como Dave Chappelle. Censura temas como la pornografía y la misoginia en el arte. Para abrirse a los ‘inclusive minds’, los cuentos de Roald Dahl fueron censurados para evitar alusiones gordofóbicas o racistas. Algunos conferencistas ya son prohibidos en las universidades. Si algún colega dice una estupidez prejuiciosa, ello debería costarle algún curso de sensibilización, pero me niego a que sea despedido de su trabajo.

Cada año seré más viejo, pero mis alumnos tendrán siempre la misma edad. Seré más sensible y respetuoso, pero cada semestre habrá una distancia mayor y seré más torpe. En clase, no sé cómo dirigirme a una persona por temor a equivocarme. Para mi fortuna, esa persona es comprensiva y me guía amable y respetuosamente. Todo ello me ocurre a pesar de que soy, o al menos me considero, un liberal, un demócrata, alguien de izquierda. A veces alzo la voz ante la estupidez, pero casi siempre guardo silencio porque pienso que, en la actualidad, la moderación y la prudencia son virtudes. Celebro la democracia, la diversidad y la tolerancia, la libertad y la igualdad. Veo con escepticismo tanto el conservadurismo social y económico del PAN como la izquierda revolucionaria de Morena que celebra al Che, a Cuba y a Fidel Castro; veo con escepticismo a los anticapitalistas y a los neoliberales por igual, a los wokes y, sobre todo, a los gobernantes populistas a quienes aludo regularmente en esta columna. Mis alumnos me piden mi opinión sobre qué es ser liberal, conservador o progresista. La simplificación es inevitable, pero espero haber contestado con esto.

La Universidad está aletargada. Me parece que la única voz genuina y espontánea es la de las estudiantes feministas. Al margen de un grupo reducido de científicos y un destacado número de profesores dedicados rigurosamente a la docencia –así como una cierta cantidad de estudiantes de espíritu crítico–, a la Universidad le gusta el relajo y la pachanga. Se hacen concursos de belleza, fiestas con música banda y semanas de peinados y sombreros locos. No es que la misoginia y la cosificación deban dejarse en el ámbito privado, ni que eso no sea cultura, sino que la Universidad es la ocasión de explorar otras expresiones culturales. No es que los peinados locos estén mal, sino que revelan un fenómeno que se conoce como la infantilización de las universidades. La Universidad, ajena a las discusiones liberales o democráticas, se perfila autoritaria, jacarandosa e infantilizante.

Mis alumnos se acercan y me preguntan qué es –en mi opinión– ser liberal, conservador o progresista. Es un lugar común decir que las categorías políticas, como la izquierda o la derecha, son obsoletas o insuficientes. Incluso algunos dirían, como Sartre, que son cajas vacías. Sin embargo, me parece que su utilidad se revitaliza simplemente cada vez que una persona las menciona. Por ejemplo, cuando López Obrador descalifica a alguien ligándolo a la ‘derecha conservadora’, mis cejas se levantan: lo dice un presidente que se asume de ‘izquierda’, pero que en realidad es conservador.

Durante la Revolución Francesa, como es bien sabido, dos bandos se agruparon al interior de la Asamblea Nacional acuñando las nociones de izquierda y derecha. Los partidarios del pueblo y la igualdad se colocaron a la izquierda. Los partidarios del rey, la tradición y el orden se ubicaron a la derecha. También en el siglo XVIII, se sembraron las semillas de otros dos movimientos: el liberalismo y la democracia. Los grandes pensadores del siglo XVIII, los Ilustrados, se lanzaron críticamente contra el poder de la monarquía absoluta, dando forma así a un movimiento conocido como el liberalismo político clásico que tiene como propósito establecer límites al poder mediante: 1) pesos y contrapesos (como la división de poderes) y 2) la protección de la esfera privada del individuo frente al Estado (a través del reconocimiento de los derechos de los ciudadanos en catálogos y declaraciones de derechos humanos).

No obstante, el siglo XVIII fue también la base para el resurgimiento de la democracia especialmente en Inglaterra y Estados Unidos. Mientras la izquierda y la derecha son antagónicos, el liberalismo y la democracia han constituido una mancuerna que se complementa. A grado tal que nuestras democracias modernas, en la medida que son respetuosas de los derechos humanos y de la esfera privada del individuo, pueden considerarse, por lo tanto, como democracias liberales. Así, las categorías se empalman. Liberal es que aquel busca limitar el poder. Pero también lo es el que busca salvaguardar los derechos y la independencia privada de los ciudadanos (liberal es entonces el que asume que la interrupción o no del embarazo es una decisión privada que le corresponde a cada mujer; y lo mismo puede decirse de la libertad sexual, religiosa o de opinión). Conservador es aquel que no concibe esos aspectos como una decisión individual, sino que busca imponer su forma de vivir a los demás. Demócrata no es aquel que somete las cosas a votación, tampoco lo es el que las reduce a las mayorías (las mayorías pueden votar cosas horrorosas). Demócrata es el que defiende, diría Dahl, la participación política de los ciudadanos y promueve el debate público. La democracia, como señala Sartori, supone libertad e igualdad. Libertad para participar, opinar y debatir políticamente. E igualdad para participar en igualdad de condiciones y derechos. Sartori también sostiene que la democracia es, en consecuencia, contraria a toda forma de autoritarismo, el cual implica: 1) relaciones verticales de poder (por lo tanto, opuestas a la igualdad), así como mentalidades, diría Stoppino, de exaltación del poderoso y menosprecio por los inferiores, y 2) la obstaculización de la participación política de la ciudadanía.

El siglo XVIII es imprescindible por una razón más: trajo los primeros pasos de la industrialización y con ella el nacimiento de una nueva clase social (la clase obrera), la rápida urbanización y el trabajo en las fábricas, conllevando aspectos positivos como la modernización, pero también negativos como la explotación de la clase obrera. Esto tuvo como consecuencia el surgimiento, en el siglo XIX, de movimientos anticapitalistas como el comunismo de Marx. El capitalismo, entendido como un sistema económico, se originó en la Edad Media con la aparición, en aquel entonces, de otra clase social: la burguesía. Dicho sistema económico se basa en la acumulación de capital y la propiedad privada. Movimientos como el comunismo marxista-leninista abogaban por la instauración de la dictadura del proletariado y la abolición tanto de la propiedad privada como de la burguesía.

Los gobiernos comunistas conducen a la violación de derechos humanos y dieron lugar, en el siglo XX, a sistemas políticos terroríficos como la Unión Soviética, Cuba o Corea del Norte. Hay, no obstante, que precisar un par de cosas. En primer lugar, reconocerle a Marx no solo sus yerros, sino también sus aciertos: negar el valor de su concepción de la lucha de clases sería un error nuestro. Además, acierta en su crítica al capitalismo al concebirlo como un sistema intrínsecamente desigualitario. En segundo lugar, también hay que reconocer por otro lado, como señala Sartori, que el comunismo marxista es incompatible con la democracia. Solo es posible la democracia moderna en el contexto del libre mercado y no hemos ideado una alternativa exitosa al capitalismo, descontando el fallido marxismo, que simultáneamente salvaguarde la libertad como derecho humano. De hecho, Sartori explica que fueron precisamente los comunistas escandinavos, que renunciaron al marxismo y abrazaron la propiedad privada, quienes ofrecieron una alternativa (igualitaria, liberal y de izquierda) que caracteriza a los países del norte de Europa y que podemos llamar con diferentes nombres: socialdemocracia, liberalismo social, izquierda liberal o socialismo liberal. Desde mi punto de vista, la socialdemocracia nórdica no solo ha sido, sino que sigue siendo la única alternativa (frente al fracasado marxismo que representó la Unión Soviética y el actual capitalismo salvaje que encarna Estados Unidos) gracias a un Estado vigoroso que modera los abusos del capital. La solución está, pues, no fuera de capitalismo, sino dentro, y es liberal: hay que limitarlo.

A pesar de que la democracia sea una ‘verdad evidente en sí misma’, en los últimos 100 años los valores democráticos han sufrido dos grandes crisis. La primera crisis de la democracia tuvo lugar a principios del siglo XX con la aparición del fascismo y del totalitarismo. Ambos son formas extremas de autoritarismo, el primero se dio en países como la Italia de Mussolini y la España de Franco, el segundo en la Alemania nazi y la Rusia soviética. Autoritarismo y totalitarismo no deben equipararse. El autoritarismo es el género, el totalitarismo es una especie, la forma de gobierno más inhumana jamás creada, caracterizada por la intervención ‘total’ del Estado en la vida privada del individuo, el Estado policíaco, el control de los medios de comunicación, el adoctrinamiento, el culto a la personalidad, el nacionalismo y el Estado de terror. Por fortuna, el nazismo y la unión soviética cayeron.

Pero, en México, a mediados del siglo XX, muchos jóvenes afligidos por la desigualdad fueron cautivados por el comunismo y se sumaron a guerrillas marxistas-leninistas. Mi padre, por ejemplo, fue comunista en su juventud, aunque, en su madurez, se convirtió al liberalismo. Los jóvenes de aquella época, como dijo brillantemente Octavio Paz, no querían la democracia, lo que los movía era la revolución. ‘Ese resplandor, que a nosotros nos parecía el de la aurora, era el de una pira sangrienta’.

Ante la caída de la Unión Soviética, muchos pensaron ingenuamente que la democracia liberal, que encarna Occidente, no enfrentaría más desafíos. Sigue habiendo algunos anticapitalistas marxistas trasnochados. Sin embargo, la segunda gran crisis que ha enfrentado la democracia, 100 años después, es la que vivimos actualmente. Quizás sea menos grave, pero los ciudadanos no se sienten representados por los partidos políticos y están decepcionados por la democracia. Las dos amenazas que ponen en riesgo los valores de la democracia, en esta crisis, son el wokismo y el populismo –en especial este último–.

Me parece que el movimiento woke es, en principio, encomiable y equiparable al progresismo. Contrario al conservadurismo (que se basa en la tradición y en mantener el ‘status quo’), el progresismo busca, a través de la igualdad, el constante mejoramiento social, económico y político de los más desfavorecidos. En cuanto al movimiento woke, sus raíces están en la mejor tradición de Martin Luther King y la defensa de los derechos de la comunidad afroamericana. Proviene de la idea de estar ‘despierto’ ante el racismo y, en general, cualquier forma de desigualdad social. Por ello, no puedo sino sentir simpatía ante este igualitarismo económico, político y social, por su antirracismo, su antinacionalismo, su feminismo y, en general, por su libertad sexual. De hecho, de joven, yo mismo me asumía como progresista.

Sin embargo, ese mismo progresismo promueve una corrección política que –me parece– es insostenible. Un día vi cómo Nicolás Alvarado, un comentarista progresista y políticamente correcto, se apropió de la palabra ‘joto’ para explicar que Juan Gabriel se había, a su vez, apropiado con orgullo de aquello que a la sociedad le resulta kitsch de la cultura gay. Nicolás Alvarado fue cancelado y renunció a su trabajo. Al ‘apropiarse’ de la palabra, él fue inapropiado. Una piloto de Interjet deseó, en Facebook, que cayera una bomba en el zócalo el día del grito de independencia. Ante la oleada canceladora, fue separada de su trabajo. Así son las turbas indignadas en la era de las redes sociales: en un maratón de Los Ángeles, un adulto mayor de 70 años cortó camino para terminar la carrera, lo que le valió un bullying desconocido para él, provocándole depresión ante el acoso y la triste decisión de suicidarse. Una abuelita española festeja, en una entrevista, la diversidad sexual con un lenguaje chabacano y, no obstante, hay quienes se indignan por sus palabras.

El movimiento woke se apoya en esa misma rabia canceladora ante cosas que, más bien, nos deberían de dar igual. Vivimos una época de corrección política que, en realidad, es la renovación del puritanismo. Bastaría con revisar el historial de Twitter de casi cualquiera para encontrar una afirmación inapropiada de hace 15 años. Pero la indignación woke es hipócrita porque todos, en el fuero de nuestra vida íntima, decimos incorrecciones y vulgaridades. Mis padres hicieron de mí un ‘progre’ políticamente correcto, pero me niego a renunciar a mi derecho a equivocarme, decir pendejadas, corregir y aprender –siempre y cuando no cometa un delito–. Porque todos decimos pendejadas. Me niego a pensar que hay temas prohibidos en la comedia o en el arte. En ese sentido, los extremos se tocan: el conservadurismo y el wokismo te dicen cómo vivir tu vida. El wokismo de los empleados de Netflix censura a comediantes como Dave Chappelle. Censura temas como la pornografía y la misoginia en el arte. Para abrirse a los ‘inclusive minds’, los cuentos de Roald Dahl fueron censurados para evitar alusiones gordofóbicas o racistas. Algunos conferencistas ya son prohibidos en las universidades. Si algún colega dice una estupidez prejuiciosa, ello debería costarle algún curso de sensibilización, pero me niego a que sea despedido de su trabajo.

Cada año seré más viejo, pero mis alumnos tendrán siempre la misma edad. Seré más sensible y respetuoso, pero cada semestre habrá una distancia mayor y seré más torpe. En clase, no sé cómo dirigirme a una persona por temor a equivocarme. Para mi fortuna, esa persona es comprensiva y me guía amable y respetuosamente. Todo ello me ocurre a pesar de que soy, o al menos me considero, un liberal, un demócrata, alguien de izquierda. A veces alzo la voz ante la estupidez, pero casi siempre guardo silencio porque pienso que, en la actualidad, la moderación y la prudencia son virtudes. Celebro la democracia, la diversidad y la tolerancia, la libertad y la igualdad. Veo con escepticismo tanto el conservadurismo social y económico del PAN como la izquierda revolucionaria de Morena que celebra al Che, a Cuba y a Fidel Castro; veo con escepticismo a los anticapitalistas y a los neoliberales por igual, a los wokes y, sobre todo, a los gobernantes populistas a quienes aludo regularmente en esta columna. Mis alumnos me piden mi opinión sobre qué es ser liberal, conservador o progresista. La simplificación es inevitable, pero espero haber contestado con esto.

La Universidad está aletargada. Me parece que la única voz genuina y espontánea es la de las estudiantes feministas. Al margen de un grupo reducido de científicos y un destacado número de profesores dedicados rigurosamente a la docencia –así como una cierta cantidad de estudiantes de espíritu crítico–, a la Universidad le gusta el relajo y la pachanga. Se hacen concursos de belleza, fiestas con música banda y semanas de peinados y sombreros locos. No es que la misoginia y la cosificación deban dejarse en el ámbito privado, ni que eso no sea cultura, sino que la Universidad es la ocasión de explorar otras expresiones culturales. No es que los peinados locos estén mal, sino que revelan un fenómeno que se conoce como la infantilización de las universidades. La Universidad, ajena a las discusiones liberales o democráticas, se perfila autoritaria, jacarandosa e infantilizante.