/ viernes 23 de febrero de 2024

Reformas de AMLO: el riesgo de un retroceso democrático

Recientemente, en este mes de febrero, el presidente López Obrador presentó un conjunto muy variado de propuestas de reformas. Habrá algunas rescatables y deberán analizarse con detenimiento, pero lo que ya debe advertirse es que, en términos generales, son un riesgo para la democracia, son un engaño populista, tienen un fin electorero y, sobre todo, son un distractor.

Estas propuestas de reformas nos distraen de lo que realmente importa: este es el sexenio más violento de México con más de 170 mil muertos por homicidio. Nos distraen del desabasto de medicamentos y de un sistema de salud que es una vergüenza, que siempre estuvo mal, pero –le cuesta admitirlo al presidente– ahora está peor que nunca, sumido en la crisis más profunda. El presidente está más preocupado por el artículo de Tim Golden –dos veces ganador del Premio Pulitzer– publicado en el prestigiado medio ProPublica (una organización no lucrativa dedicada al periodismo de investigación basada en Nueva York). El artículo reveló que la DEA (la agencia antidrogas de Estados Unidos) descubrió pruebas de que el narcotráfico habría financiado la campaña presidencial de AMLO en 2006. Le preocupa tanto este reportaje que, durante las últimas dos semanas, ha sido el propio presidente quien no ha soltado el tema. Asimismo, el medio Latinus ha revelado que los hijos del presidente están involucrados en una red de tráfico de influencias y corrupción en las obras emblemáticas de este gobierno, como por ejemplo el Tren Maya.

Pero en lugar de interesarnos, como ciudadanía, por estos y otros temas, por la inseguridad que se ha recrudecido en los estados del sur del país, la extorsión y asesinato de pequeños comerciantes (un día y otro también), la pérdida del control de territorial del Estado mexicano en Chiapas, de las regiones de Guerrero que están literalmente sitiadas por el narco, de las protestas de transportistas por la inseguridad en las carreteras y por los asaltos y muertes que sufren sus compañeros, o del involucramiento del narco en estas elecciones de 2024 y el asesinato de candidatos, lo cual supone uno de los mayores riesgos a la gobernabilidad y estabilidad del Estado mexicano; pues bien, en lugar de interesarnos por esos temas, el presidente distrae nuestra atención para, ahora, hacernos discutir sus propuestas de reformas.

Sin embargo, lo más lamentable es que algunas de las reformas son muy preocupantes por sus implicaciones antidemocráticas, de tal forma que su discusión se vuelve, a su vez, inevitable. Son tantas que me centraré solo en algunas de ellas: la desaparición del Instituto Nacional Electoral (INE) y su sustitución por un supuesto Instituto Nacional de Elecciones y Consultas (INEC); la desaparición de los legisladores plurinominales; la destitución de todos los jueces, magistrados y ministros y una nueva designación de todos ellos, por voto popular, en una elección extraordinaria en 2025; y la desaparición de otros organismos autónomos como el Instituto Nacional de Transparencia, Acceso a la Información y Protección de Datos Personales (INAI), la Comisión Federal de Competencia Económica (COFECE), el Instituto Federal de Telecomunicaciones (IFT), el Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (CONEVAL), entre otros.

Creo que el lector puede, finalmente, estar de acuerdo conmigo y vislumbrar el riesgo autoritario que suponen estas reformas. Queda claro tan solo con la amenaza de desaparecer al INE y al INAI. Son dos instituciones indispensables de nuestro país y su desaparición constituye un ataque a nuestra democracia de por sí endeble. Es cierto: cualquier institución es perfectible, pero dadas las circunstancias, me parece que, en este caso, la ciudadanía debe oponerse a la desaparición del INE y del INAI, y por lo tanto, a esas reformas. Lo mismo pienso de la desaparición –preocupante– de los otros organismos autónomos señalados más arriba, a pesar de que para la ciudadanía no resulten tan ‘importantes’ como el INE o el INAI.

En cuanto a la destitución de todos jueces, magistrados y ministros del Poder Judicial de la Federación, es –además de un disparate– un asalto a la democracia y una amenaza al único poder, la única institución, que realmente ha fungido como contrapeso al ejecutivo federal durante este sexenio. Los jueces no deben ser elegidos por su popularidad, ni por los ánimos o ardores del electorado. Sí, la ciudadanía elegirá en un arrebato emocional –incluso de hartazgo– al diputado, al presidente municipal, sin duda al presidente o al primer ministro de una nación, pero hay otra clase de cargos que requieren un dominio técnico. Imagine usted –estimado y anónimo lector– que México tuviese que enfrentar la renegociación del tratado de libre comercio con Estados Unidos y Canadá y no enviáramos a una persona altamente preparada en el tema (alguien que no conozca los mercados, las industrias, las tendencias comerciales entre los tres países, los flujos de mercancías, aranceles, balanzas comerciales, las leyes y regulaciones de comercio internacional, leyes internas, acuerdos preexistentes, protocolos de negociación, protocolos diplomáticos, conocimientos técnicos de productos y normas, regulaciones fitosanitarias, y un gigantesco etcétera).

Para ser legislador y para ser político no se requiere ninguna carrera universitaria. Pero, como evidencia de un requerimiento de una formación técnica, debemos reconocer que, por alguna razón, tan solo para ser fiscal, juez, magistrado o ministro se requiere ser abogado. Lo mismo que para erigir esa torre de 40 pisos se requiere de un técnico en la construcción de obras de ingeniería civil.

La designación de jueces, magistrados y ministros no debe ser producto del voto popular, sino del debate, la deliberación de especialistas y la revisión pormenorizada de sus trayectorias. Los jueces y magistrados son, en ese sentido, elegidos por el órgano de administración y vigilancia de la carrera judicial, es decir, el Consejo de la Judicatura (el cual también desaparecería con la reforma propuesta); en cambio, los ministros son elegidos por los senadores a partir de la terna propuesta por el presidente de la república. No obstante, el mecanismo de designación de ministros de la Suprema Corte –debo reconocerlo– sí debe ser reformado. México debe arrancar tal potestad a los políticos: la propuesta de ministros debe ciudadanizarse y debe elegirse al mejor; las candidaturas deben surgir de destacadas organizaciones de la sociedad civil y la elección debería quedar a manos, por ejemplo, de las mejores universidades del país.

Ahora bien, la propuesta de desaparecer a los diputados y senadores plurinominales (es decir, de representación proporcional) es antidemocrática, pues menoscaba la pluralidad del electorado, y beneficia solamente al partido en el poder. Imaginemos, para simplificar, que en Sinaloa hubiese únicamente 3 diputaciones federales. Supongamos, como plantea la propuesta, que se eliminan los diputados de representación proporcional, y solo se mantienen los diputados uninominales (es decir, de mayoría relativa), e imaginemos que se da el siguiente escenario: Morena gana cada diputación con un margen de votos muy bajo (como suele ocurrir cada vez más ante el descontento de la ciudadanía frente a los partidos políticos). Digamos que Morena gana cada diputación con un 20% de los votos. Es decir que, aunque con pocos votos, Morena habría obtenido el mayor porcentaje de sufragios y, por lo tanto, habría ganado (de ahí, por cierto, el nombre de ‘mayoría relativa’). Los cargos de elección popular no requieren ganarse por mayoría absoluta (50% + 1 voto), pues difícilmente los políticos –a excepción de alguno– suelen obtener tales cifras; se gana pues por mayoría relativa (el que obtenga el mayor porcentaje de los votos).

Supongamos, en esta misma elección hipotética, que los partidos perdedores hubieran obtenido los siguientes votos: el PAN 18%, el PRI 15%, MC 7% y PRD 5%. Es decir que, en este ejemplo, todos los escaños se irían a manos de Morena (pues ganó cada diputación por mayoría relativa) y la oposición no tendría ninguna representación en la cámara a pesar de haber obtenido el 45% de los votos. Un sistema electoral como el que se propone convertiría a México en el país de un solo partido (o como diría Giovanni Sartori: en un país con un partido hegemónico) y no reflejaría la diversidad del electorado mexicano. De hecho, durante las últimas décadas del siglo XX, se emprendió una serie de reformas electorales que permitió nuestra transición a la democracia, de un régimen político autoritario de partido hegemónico a un régimen político democrático, muy débil, sí, acosado por la corrupción, pero caracterizado –como la democracia misma– por la representación de las diferentes fuerzas políticas, el debate y la negociación entre ellas. Por estas razones, esta propuesta, que mutila la representación y la pluralidad democrática, supone un retroceso antidemocrático.

Pero AMLO sabe que si se plantea la desaparición de los legisladores plurinominales o de los organismos autónomos, la gente aplaudirá su propuesta y obtendrá la adhesión de los votantes justo durante esta contienda electoral de 2024 por la presidencia de la república. En suma, es una trampa populista. Pero es también un distractor: por ejemplo, en este momento los transportistas se manifiestan porque los están matando en las carreteras de México, y en lugar de garantizar su seguridad, AMLO los llamó ‘oportunistas, corruptos y conservadores’; por ejemplo, los ciudadanos se habrán manifestado, el 18 de febrero, en una marcha nacional en defensa de la democracia, y AMLO, otra vez, llamó ‘corruptos’ a los participantes. Es un presidente que vocifera e insulta a quienes no están de acuerdo con él, aunque sus reclamos sean legítimos. Sí, ya nos sabemos la cantaleta: ‘conservador, fifí, neoliberal, neoporfirista’, etc. De verdad: qué flojera. Y de verdad: qué pequeñito resultó este presidente colmado de resentimiento y frustración.

Recientemente, en este mes de febrero, el presidente López Obrador presentó un conjunto muy variado de propuestas de reformas. Habrá algunas rescatables y deberán analizarse con detenimiento, pero lo que ya debe advertirse es que, en términos generales, son un riesgo para la democracia, son un engaño populista, tienen un fin electorero y, sobre todo, son un distractor.

Estas propuestas de reformas nos distraen de lo que realmente importa: este es el sexenio más violento de México con más de 170 mil muertos por homicidio. Nos distraen del desabasto de medicamentos y de un sistema de salud que es una vergüenza, que siempre estuvo mal, pero –le cuesta admitirlo al presidente– ahora está peor que nunca, sumido en la crisis más profunda. El presidente está más preocupado por el artículo de Tim Golden –dos veces ganador del Premio Pulitzer– publicado en el prestigiado medio ProPublica (una organización no lucrativa dedicada al periodismo de investigación basada en Nueva York). El artículo reveló que la DEA (la agencia antidrogas de Estados Unidos) descubrió pruebas de que el narcotráfico habría financiado la campaña presidencial de AMLO en 2006. Le preocupa tanto este reportaje que, durante las últimas dos semanas, ha sido el propio presidente quien no ha soltado el tema. Asimismo, el medio Latinus ha revelado que los hijos del presidente están involucrados en una red de tráfico de influencias y corrupción en las obras emblemáticas de este gobierno, como por ejemplo el Tren Maya.

Pero en lugar de interesarnos, como ciudadanía, por estos y otros temas, por la inseguridad que se ha recrudecido en los estados del sur del país, la extorsión y asesinato de pequeños comerciantes (un día y otro también), la pérdida del control de territorial del Estado mexicano en Chiapas, de las regiones de Guerrero que están literalmente sitiadas por el narco, de las protestas de transportistas por la inseguridad en las carreteras y por los asaltos y muertes que sufren sus compañeros, o del involucramiento del narco en estas elecciones de 2024 y el asesinato de candidatos, lo cual supone uno de los mayores riesgos a la gobernabilidad y estabilidad del Estado mexicano; pues bien, en lugar de interesarnos por esos temas, el presidente distrae nuestra atención para, ahora, hacernos discutir sus propuestas de reformas.

Sin embargo, lo más lamentable es que algunas de las reformas son muy preocupantes por sus implicaciones antidemocráticas, de tal forma que su discusión se vuelve, a su vez, inevitable. Son tantas que me centraré solo en algunas de ellas: la desaparición del Instituto Nacional Electoral (INE) y su sustitución por un supuesto Instituto Nacional de Elecciones y Consultas (INEC); la desaparición de los legisladores plurinominales; la destitución de todos los jueces, magistrados y ministros y una nueva designación de todos ellos, por voto popular, en una elección extraordinaria en 2025; y la desaparición de otros organismos autónomos como el Instituto Nacional de Transparencia, Acceso a la Información y Protección de Datos Personales (INAI), la Comisión Federal de Competencia Económica (COFECE), el Instituto Federal de Telecomunicaciones (IFT), el Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (CONEVAL), entre otros.

Creo que el lector puede, finalmente, estar de acuerdo conmigo y vislumbrar el riesgo autoritario que suponen estas reformas. Queda claro tan solo con la amenaza de desaparecer al INE y al INAI. Son dos instituciones indispensables de nuestro país y su desaparición constituye un ataque a nuestra democracia de por sí endeble. Es cierto: cualquier institución es perfectible, pero dadas las circunstancias, me parece que, en este caso, la ciudadanía debe oponerse a la desaparición del INE y del INAI, y por lo tanto, a esas reformas. Lo mismo pienso de la desaparición –preocupante– de los otros organismos autónomos señalados más arriba, a pesar de que para la ciudadanía no resulten tan ‘importantes’ como el INE o el INAI.

En cuanto a la destitución de todos jueces, magistrados y ministros del Poder Judicial de la Federación, es –además de un disparate– un asalto a la democracia y una amenaza al único poder, la única institución, que realmente ha fungido como contrapeso al ejecutivo federal durante este sexenio. Los jueces no deben ser elegidos por su popularidad, ni por los ánimos o ardores del electorado. Sí, la ciudadanía elegirá en un arrebato emocional –incluso de hartazgo– al diputado, al presidente municipal, sin duda al presidente o al primer ministro de una nación, pero hay otra clase de cargos que requieren un dominio técnico. Imagine usted –estimado y anónimo lector– que México tuviese que enfrentar la renegociación del tratado de libre comercio con Estados Unidos y Canadá y no enviáramos a una persona altamente preparada en el tema (alguien que no conozca los mercados, las industrias, las tendencias comerciales entre los tres países, los flujos de mercancías, aranceles, balanzas comerciales, las leyes y regulaciones de comercio internacional, leyes internas, acuerdos preexistentes, protocolos de negociación, protocolos diplomáticos, conocimientos técnicos de productos y normas, regulaciones fitosanitarias, y un gigantesco etcétera).

Para ser legislador y para ser político no se requiere ninguna carrera universitaria. Pero, como evidencia de un requerimiento de una formación técnica, debemos reconocer que, por alguna razón, tan solo para ser fiscal, juez, magistrado o ministro se requiere ser abogado. Lo mismo que para erigir esa torre de 40 pisos se requiere de un técnico en la construcción de obras de ingeniería civil.

La designación de jueces, magistrados y ministros no debe ser producto del voto popular, sino del debate, la deliberación de especialistas y la revisión pormenorizada de sus trayectorias. Los jueces y magistrados son, en ese sentido, elegidos por el órgano de administración y vigilancia de la carrera judicial, es decir, el Consejo de la Judicatura (el cual también desaparecería con la reforma propuesta); en cambio, los ministros son elegidos por los senadores a partir de la terna propuesta por el presidente de la república. No obstante, el mecanismo de designación de ministros de la Suprema Corte –debo reconocerlo– sí debe ser reformado. México debe arrancar tal potestad a los políticos: la propuesta de ministros debe ciudadanizarse y debe elegirse al mejor; las candidaturas deben surgir de destacadas organizaciones de la sociedad civil y la elección debería quedar a manos, por ejemplo, de las mejores universidades del país.

Ahora bien, la propuesta de desaparecer a los diputados y senadores plurinominales (es decir, de representación proporcional) es antidemocrática, pues menoscaba la pluralidad del electorado, y beneficia solamente al partido en el poder. Imaginemos, para simplificar, que en Sinaloa hubiese únicamente 3 diputaciones federales. Supongamos, como plantea la propuesta, que se eliminan los diputados de representación proporcional, y solo se mantienen los diputados uninominales (es decir, de mayoría relativa), e imaginemos que se da el siguiente escenario: Morena gana cada diputación con un margen de votos muy bajo (como suele ocurrir cada vez más ante el descontento de la ciudadanía frente a los partidos políticos). Digamos que Morena gana cada diputación con un 20% de los votos. Es decir que, aunque con pocos votos, Morena habría obtenido el mayor porcentaje de sufragios y, por lo tanto, habría ganado (de ahí, por cierto, el nombre de ‘mayoría relativa’). Los cargos de elección popular no requieren ganarse por mayoría absoluta (50% + 1 voto), pues difícilmente los políticos –a excepción de alguno– suelen obtener tales cifras; se gana pues por mayoría relativa (el que obtenga el mayor porcentaje de los votos).

Supongamos, en esta misma elección hipotética, que los partidos perdedores hubieran obtenido los siguientes votos: el PAN 18%, el PRI 15%, MC 7% y PRD 5%. Es decir que, en este ejemplo, todos los escaños se irían a manos de Morena (pues ganó cada diputación por mayoría relativa) y la oposición no tendría ninguna representación en la cámara a pesar de haber obtenido el 45% de los votos. Un sistema electoral como el que se propone convertiría a México en el país de un solo partido (o como diría Giovanni Sartori: en un país con un partido hegemónico) y no reflejaría la diversidad del electorado mexicano. De hecho, durante las últimas décadas del siglo XX, se emprendió una serie de reformas electorales que permitió nuestra transición a la democracia, de un régimen político autoritario de partido hegemónico a un régimen político democrático, muy débil, sí, acosado por la corrupción, pero caracterizado –como la democracia misma– por la representación de las diferentes fuerzas políticas, el debate y la negociación entre ellas. Por estas razones, esta propuesta, que mutila la representación y la pluralidad democrática, supone un retroceso antidemocrático.

Pero AMLO sabe que si se plantea la desaparición de los legisladores plurinominales o de los organismos autónomos, la gente aplaudirá su propuesta y obtendrá la adhesión de los votantes justo durante esta contienda electoral de 2024 por la presidencia de la república. En suma, es una trampa populista. Pero es también un distractor: por ejemplo, en este momento los transportistas se manifiestan porque los están matando en las carreteras de México, y en lugar de garantizar su seguridad, AMLO los llamó ‘oportunistas, corruptos y conservadores’; por ejemplo, los ciudadanos se habrán manifestado, el 18 de febrero, en una marcha nacional en defensa de la democracia, y AMLO, otra vez, llamó ‘corruptos’ a los participantes. Es un presidente que vocifera e insulta a quienes no están de acuerdo con él, aunque sus reclamos sean legítimos. Sí, ya nos sabemos la cantaleta: ‘conservador, fifí, neoliberal, neoporfirista’, etc. De verdad: qué flojera. Y de verdad: qué pequeñito resultó este presidente colmado de resentimiento y frustración.