/ miércoles 2 de agosto de 2023

La Universidad, el corporativismo y la endogamia

En estos momentos de incertidumbre que vive la Universidad, hay una oportunidad inigualable para reflexionar sobre aquello que le hace falta con el fin de mejorar su calidad educativa y lograr así posicionarse entre las mejores universidades del país.

Una mentira repetida mil veces no se convierte en verdad: pues no, no es, ni de lejos –como suelen pregonar algunos– una de las tres mejores instituciones de educación superior a nivel nacional. Tan solo en el ámbito público, el IPN, la UAM, la UNAM, la BUAP, la UV, el CIDE o El Colegio de México, ¿qué acaso no son, quizá dolorosamente, mejores?

Ofenderse por esto no es lo que hace falta. Lo que hace falta es un sistema de contratación docente moderno basado en verdaderos concursos de oposición. Objetivo, imparcial y transparente, abierto a todo el profesorado nacional. Esto ya ocurre en algunas universidades públicas del país. Y permite tres cosas: en primer lugar, a los profesores de la Universidad les permite acceder a plazas y ascensos en condiciones de igualdad. En segundo lugar, a la propia Universidad le permite seleccionar a los mejores profesores a nivel nacional con base en sus méritos, conocimientos y producción científica; eso redundará, sin duda, en la formación y la calidad educativa que reciben los estudiantes, lo cual es –a final de cuentas– lo más importante. Y, en tercer lugar, permite desaparecer el corporativismo y la endogamia. Me explico.

Hace días, un amigo mío, completamente desligado de la Universidad (pues no estudió en el estado y, además, trabaja en el sector privado), me compartió unas fotos de recientes manifestaciones universitarias. Llamaron mi atención la sorpresa de mi amigo y su desapego, como ciudadano, por la Universidad. Cuando vi, en las fotos, la ausencia de clamor social de décadas pasadas, el puñado de manifestantes y quiénes eran, con mucha claridad mi cerebro me lanzó una palabra: ‘corporativismo’. La Universidad se corporativizó. Y escribo esto con el modesto afán de contribuir en la comprensión de la propia Universidad.

El politólogo Philippe C. Schmitter diría que el ‘corporativismo’ es un sistema de representación o intermediación de intereses cuyas partes están organizadas, reconocidas o incluso creadas por el Estado o un actor del poder público, a las que se les da el monopolio de la intermediación a cambio de su control. En nuestro país, el corporativismo tuvo una época dorada luego de la Revolución Mexicana. El PRI cooptó los sectores campesinos, obreros, magisteriales, empresariales, etc. Fue, pues, una forma de control político de los grupos sociales muy oportuno para el auge autoritario de dicho partido político.

En el caso que aquí nos ocupa, podemos observar esos elementos: reconocimiento o cooptación por el Estado o por uno o varios actores políticos; representación de intereses políticos de un clan; revestido de la defensa gremial; empleando como moneda de cambio el control de la organización. Se ha convertido, pues, en la representación, no de intereses académicos, sino políticos de un grupo que la ha cooptado.

Todos saben que esa es la verdad, que esa es la realidad. Como en el cuento de Andersen, el emperador va desnudo, pero algunos fingen que no es así. Basta ver los tontos y ridículos paralelismos de las estructuras político-académicas. Alguien tuvo un sueño sin jamás tomar consciencia de que su sueño era una pesadilla. Conducida al límite, sostenida por una estructura corporativista (y peor aún: al final, una defensa de intereses minúsculos incluso en el peldaño más bajo de la estructura del clan), se llega al absurdo de tapar el sol con un dedo, de afirmar que lo que es, no es. Entre la borrachera, la locura y los excesos incurridos, sus propios hombres de confianza se justifican y lo llaman ‘un mal necesario’.

Eché un vistazo a la palabra ‘corporativismo’ en el célebre ‘Diccionario de Política’ de Norberto Bobbio y recorrí su historia: desde sus antecedentes medievales, su defensa intelectual en el siglo XIX, su carácter antidemocrático y su esplendor conocido como ‘corporativismo fascista’ en el XX. El Diccionario recoge una famosa reunión de Mussolini sobre las corporaciones que las definió como: ‘el instrumento que, al amparo del Estado, ejerce la disciplina integral, orgánica y unitaria de las fuerzas productivas, en vista del desarrollo de la riqueza, del poder político y del bienestar del pueblo italiano’ (p. 375).

Lo que más sorprende no son las raíces autoritarias del corporativismo, sino la afinidad de los universitarios corporativistas con la cultura política autoritaria. Es probable que la democracia universitaria que se propone ayude a replegar en algo el retroceso, provocado por el uso político que distorsionó la esencia académica. Quizá se debilite así su corporativismo, pero solo un régimen meritocrático de contratación, empezando por los docentes, abonaría a la modernización y profesionalización de la Universidad.

Conozco las críticas que se han erigido en contra de la meritocracia. Sin embargo, cuando la alternativa es el corporativismo (que solo beneficia al clan), la mejor opción (la más democrática en tanto beneficia a la sociedad) reside en elegir a las autoridades, empleados y docentes por sus méritos.

Además, esta modernización del sistema de contratación ayudaría a resolver otro problema: la endogamia. Así como el patrimonialismo supone una forma de dominación política en la que el actor político se apropia y maneja los bienes públicos como si fuesen suyos, la endogamia en las instituciones implica un anquilosamiento al colocar los bienes públicos en círculos cerrados, en especial, familiares. Este deterioro institucional por nepotismo además resulta muy injusto para la población general, pues las instituciones, bienes y servicios públicos, que son de todos, los aprovechan más unos que otros.

El problema es que, del mismo modo que ocurre con la politización de las universidades (cuyos cargos se otorgan por razones políticas), en condiciones de endogamia las plazas se otorgan también por cercanía. Como en las monarquías, cuando se restringen las relaciones a los mismos miembros del grupo cerrado, el deterioro es inevitable, se anteponen los lazos de sangre, se escoge al cercano y no al mejor. Los efectos del nepotismo son claros: al privilegiar las redes familiares, se dificulta el acceso de miembros ajenos a esos círculos sacrificando la calidad del servicio público e impulsando la ineptitud.

Estas prácticas están normalizadas en la cultura política mexicana. Pemex ha sido manejada así entregando plazas a familiares. Cuando yo era niño, los maestros de educación primaria heredaban sus plazas a sus hijos o las vendían (es lo que se conoce como la venalidad de los cargos públicos). Es muy bien sabido que en el Poder Judicial de la Federación (PJF) hay un extraordinario entramado de redes familiares. El profesor del CIDE Julio Ríos condujo –con autorización del propio PJF– una excelente investigación que demostró lo que era un secreto a voces. El tema ya lo he abordado en esta columna (véase mi artículo ‘El poder judicial estatal de Sinaloa’). La tarea de Ríos no fue fácil, pero tampoco imposible: tomar la nómina, trazar los lazos de parentesco y determinar la tasa de prevalencia.

El problema de la endogamia institucional es que es premoderna. Pero la solución no es la que ha empleado el PJF al prohibir muy severamente la contratación de familiares. Debe concebirse más bien como un conflicto de interés. En la burocracia federal, por ejemplo, se deben manifestar los conflictos de interés. Y en el PJF hay un padrón de relaciones familiares que se actualiza cada seis meses. Cada caso de este tipo debería conducirse con especial meticulosidad.

Sin embargo, lo más importante es, repito, erigir un sistema moderno de contratación. En países desarrollados, los jóvenes tan pronto egresan de la universidad hacen, unos, sus exámenes de ingreso al poder judicial; otros que estudiaron enfermería realizan sus exámenes para el sistema público de salud; otros a la administración municipal; otros a la federal; los que realizaron estudios de doctorado hacen exámenes para trabajar como profesores universitarios. Eso sí, en todos los casos, esos jóvenes deben mudarse a la ciudad en donde esté su plaza. Así, jóvenes sin privilegios, sin palancas, sin políticos o familiares influyentes tienen mayores oportunidades. De tal forma que un profesionista debe obtener un puesto por sus méritos. No por sus padres. Pero tampoco a pesar de ellos. Héctor Fix-Fierro fue director de un instituto de la UNAM y tenía méritos más que suficientes. Habría sido un absurdo impedirlo simplemente porque su padre era Fix-Zamudio. Más que erradicarlos, los conflictos de interés deben regularse.

Sé que la modernización y profesionalización de los sistemas de contratación no son la única urgencia de las universidades. De hecho, en entregas pasadas he señalado que las universidades de calidad se caracterizan por la enseñanza basada en la lectura de textos, la redacción de documentos y entrenar a los alumnos en el debate público (véase mi texto ‘La educación universitaria de calidad en México’). También he planteado, con base en datos, el lugar que ocupa nuestra Universidad en materia de investigación a nivel nacional: ni de cerca una de las diez mejores (véase ‘Las universidades mexicanas de calidad en cifras’).

Por el bien de los trabajadores, que no vean a colegas privilegiados ascender meteóricamente –por sus influencias–, pero sobre todo por el bien de los estudiantes, a todos nos conviene un sistema de concursos de oposición objetivo, abierto, imparcial y transparente. A pesar de que la situación es muy ríspida entre las partes en conflicto, el actual rector ha demostrado tener un espíritu reformista en varias ocasiones y podría pasar a la historia universitaria como tal. Que así sea.

En estos momentos de incertidumbre que vive la Universidad, hay una oportunidad inigualable para reflexionar sobre aquello que le hace falta con el fin de mejorar su calidad educativa y lograr así posicionarse entre las mejores universidades del país.

Una mentira repetida mil veces no se convierte en verdad: pues no, no es, ni de lejos –como suelen pregonar algunos– una de las tres mejores instituciones de educación superior a nivel nacional. Tan solo en el ámbito público, el IPN, la UAM, la UNAM, la BUAP, la UV, el CIDE o El Colegio de México, ¿qué acaso no son, quizá dolorosamente, mejores?

Ofenderse por esto no es lo que hace falta. Lo que hace falta es un sistema de contratación docente moderno basado en verdaderos concursos de oposición. Objetivo, imparcial y transparente, abierto a todo el profesorado nacional. Esto ya ocurre en algunas universidades públicas del país. Y permite tres cosas: en primer lugar, a los profesores de la Universidad les permite acceder a plazas y ascensos en condiciones de igualdad. En segundo lugar, a la propia Universidad le permite seleccionar a los mejores profesores a nivel nacional con base en sus méritos, conocimientos y producción científica; eso redundará, sin duda, en la formación y la calidad educativa que reciben los estudiantes, lo cual es –a final de cuentas– lo más importante. Y, en tercer lugar, permite desaparecer el corporativismo y la endogamia. Me explico.

Hace días, un amigo mío, completamente desligado de la Universidad (pues no estudió en el estado y, además, trabaja en el sector privado), me compartió unas fotos de recientes manifestaciones universitarias. Llamaron mi atención la sorpresa de mi amigo y su desapego, como ciudadano, por la Universidad. Cuando vi, en las fotos, la ausencia de clamor social de décadas pasadas, el puñado de manifestantes y quiénes eran, con mucha claridad mi cerebro me lanzó una palabra: ‘corporativismo’. La Universidad se corporativizó. Y escribo esto con el modesto afán de contribuir en la comprensión de la propia Universidad.

El politólogo Philippe C. Schmitter diría que el ‘corporativismo’ es un sistema de representación o intermediación de intereses cuyas partes están organizadas, reconocidas o incluso creadas por el Estado o un actor del poder público, a las que se les da el monopolio de la intermediación a cambio de su control. En nuestro país, el corporativismo tuvo una época dorada luego de la Revolución Mexicana. El PRI cooptó los sectores campesinos, obreros, magisteriales, empresariales, etc. Fue, pues, una forma de control político de los grupos sociales muy oportuno para el auge autoritario de dicho partido político.

En el caso que aquí nos ocupa, podemos observar esos elementos: reconocimiento o cooptación por el Estado o por uno o varios actores políticos; representación de intereses políticos de un clan; revestido de la defensa gremial; empleando como moneda de cambio el control de la organización. Se ha convertido, pues, en la representación, no de intereses académicos, sino políticos de un grupo que la ha cooptado.

Todos saben que esa es la verdad, que esa es la realidad. Como en el cuento de Andersen, el emperador va desnudo, pero algunos fingen que no es así. Basta ver los tontos y ridículos paralelismos de las estructuras político-académicas. Alguien tuvo un sueño sin jamás tomar consciencia de que su sueño era una pesadilla. Conducida al límite, sostenida por una estructura corporativista (y peor aún: al final, una defensa de intereses minúsculos incluso en el peldaño más bajo de la estructura del clan), se llega al absurdo de tapar el sol con un dedo, de afirmar que lo que es, no es. Entre la borrachera, la locura y los excesos incurridos, sus propios hombres de confianza se justifican y lo llaman ‘un mal necesario’.

Eché un vistazo a la palabra ‘corporativismo’ en el célebre ‘Diccionario de Política’ de Norberto Bobbio y recorrí su historia: desde sus antecedentes medievales, su defensa intelectual en el siglo XIX, su carácter antidemocrático y su esplendor conocido como ‘corporativismo fascista’ en el XX. El Diccionario recoge una famosa reunión de Mussolini sobre las corporaciones que las definió como: ‘el instrumento que, al amparo del Estado, ejerce la disciplina integral, orgánica y unitaria de las fuerzas productivas, en vista del desarrollo de la riqueza, del poder político y del bienestar del pueblo italiano’ (p. 375).

Lo que más sorprende no son las raíces autoritarias del corporativismo, sino la afinidad de los universitarios corporativistas con la cultura política autoritaria. Es probable que la democracia universitaria que se propone ayude a replegar en algo el retroceso, provocado por el uso político que distorsionó la esencia académica. Quizá se debilite así su corporativismo, pero solo un régimen meritocrático de contratación, empezando por los docentes, abonaría a la modernización y profesionalización de la Universidad.

Conozco las críticas que se han erigido en contra de la meritocracia. Sin embargo, cuando la alternativa es el corporativismo (que solo beneficia al clan), la mejor opción (la más democrática en tanto beneficia a la sociedad) reside en elegir a las autoridades, empleados y docentes por sus méritos.

Además, esta modernización del sistema de contratación ayudaría a resolver otro problema: la endogamia. Así como el patrimonialismo supone una forma de dominación política en la que el actor político se apropia y maneja los bienes públicos como si fuesen suyos, la endogamia en las instituciones implica un anquilosamiento al colocar los bienes públicos en círculos cerrados, en especial, familiares. Este deterioro institucional por nepotismo además resulta muy injusto para la población general, pues las instituciones, bienes y servicios públicos, que son de todos, los aprovechan más unos que otros.

El problema es que, del mismo modo que ocurre con la politización de las universidades (cuyos cargos se otorgan por razones políticas), en condiciones de endogamia las plazas se otorgan también por cercanía. Como en las monarquías, cuando se restringen las relaciones a los mismos miembros del grupo cerrado, el deterioro es inevitable, se anteponen los lazos de sangre, se escoge al cercano y no al mejor. Los efectos del nepotismo son claros: al privilegiar las redes familiares, se dificulta el acceso de miembros ajenos a esos círculos sacrificando la calidad del servicio público e impulsando la ineptitud.

Estas prácticas están normalizadas en la cultura política mexicana. Pemex ha sido manejada así entregando plazas a familiares. Cuando yo era niño, los maestros de educación primaria heredaban sus plazas a sus hijos o las vendían (es lo que se conoce como la venalidad de los cargos públicos). Es muy bien sabido que en el Poder Judicial de la Federación (PJF) hay un extraordinario entramado de redes familiares. El profesor del CIDE Julio Ríos condujo –con autorización del propio PJF– una excelente investigación que demostró lo que era un secreto a voces. El tema ya lo he abordado en esta columna (véase mi artículo ‘El poder judicial estatal de Sinaloa’). La tarea de Ríos no fue fácil, pero tampoco imposible: tomar la nómina, trazar los lazos de parentesco y determinar la tasa de prevalencia.

El problema de la endogamia institucional es que es premoderna. Pero la solución no es la que ha empleado el PJF al prohibir muy severamente la contratación de familiares. Debe concebirse más bien como un conflicto de interés. En la burocracia federal, por ejemplo, se deben manifestar los conflictos de interés. Y en el PJF hay un padrón de relaciones familiares que se actualiza cada seis meses. Cada caso de este tipo debería conducirse con especial meticulosidad.

Sin embargo, lo más importante es, repito, erigir un sistema moderno de contratación. En países desarrollados, los jóvenes tan pronto egresan de la universidad hacen, unos, sus exámenes de ingreso al poder judicial; otros que estudiaron enfermería realizan sus exámenes para el sistema público de salud; otros a la administración municipal; otros a la federal; los que realizaron estudios de doctorado hacen exámenes para trabajar como profesores universitarios. Eso sí, en todos los casos, esos jóvenes deben mudarse a la ciudad en donde esté su plaza. Así, jóvenes sin privilegios, sin palancas, sin políticos o familiares influyentes tienen mayores oportunidades. De tal forma que un profesionista debe obtener un puesto por sus méritos. No por sus padres. Pero tampoco a pesar de ellos. Héctor Fix-Fierro fue director de un instituto de la UNAM y tenía méritos más que suficientes. Habría sido un absurdo impedirlo simplemente porque su padre era Fix-Zamudio. Más que erradicarlos, los conflictos de interés deben regularse.

Sé que la modernización y profesionalización de los sistemas de contratación no son la única urgencia de las universidades. De hecho, en entregas pasadas he señalado que las universidades de calidad se caracterizan por la enseñanza basada en la lectura de textos, la redacción de documentos y entrenar a los alumnos en el debate público (véase mi texto ‘La educación universitaria de calidad en México’). También he planteado, con base en datos, el lugar que ocupa nuestra Universidad en materia de investigación a nivel nacional: ni de cerca una de las diez mejores (véase ‘Las universidades mexicanas de calidad en cifras’).

Por el bien de los trabajadores, que no vean a colegas privilegiados ascender meteóricamente –por sus influencias–, pero sobre todo por el bien de los estudiantes, a todos nos conviene un sistema de concursos de oposición objetivo, abierto, imparcial y transparente. A pesar de que la situación es muy ríspida entre las partes en conflicto, el actual rector ha demostrado tener un espíritu reformista en varias ocasiones y podría pasar a la historia universitaria como tal. Que así sea.