/ sábado 19 de agosto de 2023

La ambición estúpida

Jheronimus Bosch o ‘El Bosco’ pintó, alrededor del año 1500, un cuadro con un título muy sugerente: ‘La nave de los locos’. Retrata un barco, en medio del mar, colmado de loquitos. La pintura es una alegoría perfecta. Impresionante y grotesca. Un hombre ignorante dirige el barco. En la embarcación hay excesos, locura, y nadie que llame a la cordura. Todos son unos personajazos.

La historia cuenta que, al parecer, el hombre ignorante un día se enteró que su apellido provenía de una estirpe de gente ilustre. Siendo una persona simple, lo invadieron las ínfulas de grandeza y se creyó llamado a gobernar. El hombre reclamó como suya la embarcación que aparece en la pintura.

Otorgó títulos y cargos. A su esposa la colocó como concejal y a sus hijos como superintendentes. Cuando escuchó que Octavio se nombró a sí mismo Augusto, Princeps, César, Padre de la patria, Cónsul vitalicio, nuestro hombre ridículo utilizó varios títulos hasta que uno cristalizó. Hizo que los otros lo llamaran, con aires –hoy diríamos– desagradablemente norcoreanos, ‘nuestro líder’. Cuando supo que Calígula quiso nombrar cónsul a su caballo Incitatus, nuestro emperador navegante hizo agasajar a sus burros con cargos. Más que una aventura y un sueño, fue la borrachera infinita. Él y los suyos se sintieron dueños, se repartieron todo cuanto no les pertenecía y pensaron que la expoliación no tendría fin.

Cuando supo que Maquiavelo sugería que, entre ser amado o temido, más valía ser ambos, y que, de no ser posible, era mejor ser temido que amado, ello avivó su vena más fibrosa: el sometimiento férreo y tiránico de su pequeña comunidad. Pero también provocó que, a pesar de su torpeza con el lenguaje, desarrollara una creencia absurda: se creyó carismático. Y, más aún, se creyó un gran estratega.

¿Cómo adjetivar entonces esta ambición, que más que un sueño fue una borrachera, y más que una borrachera fueron ínfulas de grandeza, al grado del ridículo, junto a los nombramientos, los títulos, los cargos, los excesos, el cinismo, la mezcla perfecta de autoengaño y ceguera, sin ponderar el desprecio de quienes observaban desde tierra con antipatía, pasmo y asombro? ¿Y cómo calificar a aquellos que se precipitaron a la nave –pues el barquito era su mundo– y lo siguieron en el abuso del poder y la tiranía? Entre sus asesores –servilistas, pusilánimes y oportunistas– el fenómeno se replicó: ¿cómo los tontos pueden crecerse, inflarse con aires de grandeza y creerse genios siendo –eso– tontos?

La politóloga alemana Hannah Arendt subrayó nuestra inclinación humana por conceder al mal rasgos de inteligencia que no posee. En su obra ‘Eichmann en Jerusalén’, Arendt retrató el proceso judicial que se siguió en contra de Adolf Eichmann, uno de los principales oficiales responsables del genocidio judío durante la Alemania nazi. Arendt descubrió que, en realidad, Eichmann no era muy inteligente, al contrario. Era una persona insignificante y un trepador en su trabajo como burócrata. Su principal característica era que tenía una escasa capacidad de reflexión y hablaba con clichés y frases hechas. La malignidad extrema no es necesariamente brillante; puede ser estúpida, irreflexiva, banal. De acuerdo con Arendt, los regímenes totalitarios son posibles no solo por personas como Hitler (un tirano), sino por la complicidad de los individuos que los siguen irreflexivamente y sin autonomía. Frente a una maldad racionalmente suprema, supuestamente maquiavélica y calculadora, tenemos pues la banalidad del mal.

Erasmo de Rotterdam llamó a este rasgo estulticia. Su libro ‘Elogio de la locura’ se titula originalmente en latín ‘Stultitiae Laus’, es decir, elogio de la estulticia, necedad, tontería, estupidez. El tono satírico de Erasmo se suma a la tradición de los elogios de los asuntos aparentemente sin importancia y repasa las supersticiones y otras necedades de las que no se escapan ni los sabios ni los poderosos. La estupidez es horrorosa y gozosa a la vez. En el texto, la Estulticia se presenta a sí misma acompañada, entre otros, por el narcisismo y la adulación. Toma la palabra y dice: ‘apenas he comparecido ante esta copiosa reunión para dirigiros la palabra, todos los semblantes han reflejado de súbito nueva e insólita alegría, los entrecejos se han desarrugado y habéis aplaudido con carcajadas alegres y cordiales’.

De acuerdo con Ainhoa Suárez Gómez, el estúpido es aquel incapaz de discernir y pensar por sí mismo. De ahí que un elemento central de la estupidez sea la irreflexión. No obstante, esto acarrea otra característica: si el estúpido no piensa por sí mismo, entonces se apropia de la opinión de los otros –la opinión de la mayoría– y se deja llevar por ella, explica Suárez Gómez.

Uno de los cuentos más bellos, tristes y conmovedores, que jamás he leído, es ‘Un ángel’ de Antón Chéjov, en el que su protagonista es una persona sin carácter ni personalidad propia que hace suya la vida de los otros, adopta los intereses e imita las pláticas de con quienes convive. Quizás esta persona sea un poco tonta, pero la mayoría de nosotros también somos tontos y, además, somos malos y amamos muy mal. La vida gris de esta persona es, no obstante, canalizada finalmente en un nuevo propósito que resignifica su existencia: una vida consagrada a amar. Esta historia es, al menos, luminosa en el sentido de que su protagonista, si bien no tiene ideas propias, le da sentido a su vida ofreciendo un amor sincero y leal.

Sin embargo, hay otro lado más oscuro de quienes viven adoptando irreflexivamente las opiniones ajenas. Si el estúpido no razona, sino que juzga a partir de lugares comunes, propios de las multitudes llenas de prejuicios y simplonerías, por lo tanto, como señala Suárez Gómez, las turbas son –por definición– estúpidas. Y, en ello, hay un verdadero peligro. Aquel que sigue a los demás sin reflexión da señales de una ausencia de espíritu crítico. A Gustave Flaubert, es bien sabido, le irritaban las simplezas, los lugares comunes y los clichés de la gente. ¿Qué diría hoy Flaubert del irreflexivo odio de las redes sociales, del mundo de TikTok, de los repetitivos bailes, de los challenges, de los charlatanes que venden actos supersticiosos o ‘mágicos’, de los médicos falsos que malinforman o de los superficiales ‘coaches de vida’?

Hablar de la estupidez y denunciarla supone –según Suárez Gómez– una paradoja. ¿Cómo saber que uno mismo no es también un estúpido? Quizás sí –o sin duda sí–. Pero al menos reconozco la posibilidad de abrigar en mí la estupidez intermitentemente, lo cual es un avance. Pues el verdadero estúpido –agrega Suárez Gómez– no reconoce la estupidez en sí mismo y, más aún, ‘el estúpido es el último en saberlo’.

El Bosco pintó, años antes, otro cuadro titulado ‘Extracción de la piedra de la locura’ en la que se observa una imagen grotesca: un hombre sentado en medio del campo, tiene la boca abierta, desencajada, asomando ligeramente la lengua, con los ojos perdidos, mientras un cirujano le abre la cabeza. Un sacerdote y una monja los observan. Todos encarnan el símbolo de la estupidez: el cirujano, que es falso, un charlatán, lleva un embudo en la cabeza; el hombre al que le trepanan el cráneo es Lubbert Das (un personaje cómico de la literatura popular holandesa que encarna la estupidez), su bolso con dinero está cortado por un cuchillo, en señal de la estafa, y de su cabeza sacan una flor (es un juego de palabras, pues en neerlandés ‘kei’ significa piedra o bulbo, como el bulbo de una flor); el sacerdote está borracho y lleva una vasija de vino; la monja carga un libro en su cabeza como signo de su ignorancia. La pintura tiene una inscripción: ‘Maestro, corte la piedra/flor, rápido. Mi nombre es Lubbert Das’, como burla del autor respecto de la ignorancia medieval.

En ‘La nave de los locos’, los personajes comen cerezas, cantan, beben, uno toca el laúd, otro vomita y otros esperan sus migajas. ¿Cómo llamar pues la ambición de alguien que tiene ínfulas de grandeza y es, además, un tonto, como nuestro personaje? ¿Cómo llamar a sus consejeros, también con ínfulas de grandeza, jactanciosos, que presenta su trabajo fracasado como exitoso, más bien vergonzoso, y cuya función es seguir y defender al loco que lidera el barco? ¿Cómo llamar a esas creencias, a esas percepciones elevadas que tienen esos sujetos sobre sí mismos y que rayan en el límite de lo ridículo? ¿Quiénes se creyeron? Su propia locura y sus excesos fueron pagados con el escarnio de la sociedad y recibieron insultos en público; no hubo otra opción que poner sus barbas a remojar.

En lugar de los aires de grandeza, debe asumirse la pequeñez de los cargos con modestia. Arendt mostró que Eichmann se caracterizaba por su necesidad de encajar, por cumplir acríticamente con su trabajo y, más aún, por su jactancia. ‘Pero en realidad se hizo difícil no sospechar que fuera un payaso’, dice Arendt.

Creo que se pueden extraer algunas reglas de oro frente a la estupidez: 1) presupongamos la estupidez propia, pues ante la vida no somos nada ni nadie; 2) reconozcamos siempre la inteligencia ajena; 3) debemos leer, leer y leer; 4) ser ‘criticón’ no equivale a ser inteligente, pero ser crítico sí nos aleja de la estupidez: el pensamiento rigurosamente crítico conlleva las ideas dialécticas y las categorías, la duda y la reflexión; 5) empleemos la verdad y la comedia frente al poderoso que abusa de su posición: la burla que hace patente la realidad es la crítica más certera; 6) abordar la estupidez puede parecer una insignificancia o una arrogancia, pero es digna de los temas tratados por Platón, y más allá de la hipocresía, todos pensamos en ella, sobre todo en este mundo moderno que nos ha tocado vivir; 7) Y, por último, frente a los tiranos que se creen llamados a los grandes cargos, pero son unos tontos –como Raskólnikov, Hitler o Eichmann–, nunca olvidemos que ‘la estupidez es algo evidente para todos excepto para quien la sufre’, como dice Suárez Gómez, y por ello ‘lo peligroso no es ser estúpido, sino creer estar exento de la estupidez’.

Jheronimus Bosch o ‘El Bosco’ pintó, alrededor del año 1500, un cuadro con un título muy sugerente: ‘La nave de los locos’. Retrata un barco, en medio del mar, colmado de loquitos. La pintura es una alegoría perfecta. Impresionante y grotesca. Un hombre ignorante dirige el barco. En la embarcación hay excesos, locura, y nadie que llame a la cordura. Todos son unos personajazos.

La historia cuenta que, al parecer, el hombre ignorante un día se enteró que su apellido provenía de una estirpe de gente ilustre. Siendo una persona simple, lo invadieron las ínfulas de grandeza y se creyó llamado a gobernar. El hombre reclamó como suya la embarcación que aparece en la pintura.

Otorgó títulos y cargos. A su esposa la colocó como concejal y a sus hijos como superintendentes. Cuando escuchó que Octavio se nombró a sí mismo Augusto, Princeps, César, Padre de la patria, Cónsul vitalicio, nuestro hombre ridículo utilizó varios títulos hasta que uno cristalizó. Hizo que los otros lo llamaran, con aires –hoy diríamos– desagradablemente norcoreanos, ‘nuestro líder’. Cuando supo que Calígula quiso nombrar cónsul a su caballo Incitatus, nuestro emperador navegante hizo agasajar a sus burros con cargos. Más que una aventura y un sueño, fue la borrachera infinita. Él y los suyos se sintieron dueños, se repartieron todo cuanto no les pertenecía y pensaron que la expoliación no tendría fin.

Cuando supo que Maquiavelo sugería que, entre ser amado o temido, más valía ser ambos, y que, de no ser posible, era mejor ser temido que amado, ello avivó su vena más fibrosa: el sometimiento férreo y tiránico de su pequeña comunidad. Pero también provocó que, a pesar de su torpeza con el lenguaje, desarrollara una creencia absurda: se creyó carismático. Y, más aún, se creyó un gran estratega.

¿Cómo adjetivar entonces esta ambición, que más que un sueño fue una borrachera, y más que una borrachera fueron ínfulas de grandeza, al grado del ridículo, junto a los nombramientos, los títulos, los cargos, los excesos, el cinismo, la mezcla perfecta de autoengaño y ceguera, sin ponderar el desprecio de quienes observaban desde tierra con antipatía, pasmo y asombro? ¿Y cómo calificar a aquellos que se precipitaron a la nave –pues el barquito era su mundo– y lo siguieron en el abuso del poder y la tiranía? Entre sus asesores –servilistas, pusilánimes y oportunistas– el fenómeno se replicó: ¿cómo los tontos pueden crecerse, inflarse con aires de grandeza y creerse genios siendo –eso– tontos?

La politóloga alemana Hannah Arendt subrayó nuestra inclinación humana por conceder al mal rasgos de inteligencia que no posee. En su obra ‘Eichmann en Jerusalén’, Arendt retrató el proceso judicial que se siguió en contra de Adolf Eichmann, uno de los principales oficiales responsables del genocidio judío durante la Alemania nazi. Arendt descubrió que, en realidad, Eichmann no era muy inteligente, al contrario. Era una persona insignificante y un trepador en su trabajo como burócrata. Su principal característica era que tenía una escasa capacidad de reflexión y hablaba con clichés y frases hechas. La malignidad extrema no es necesariamente brillante; puede ser estúpida, irreflexiva, banal. De acuerdo con Arendt, los regímenes totalitarios son posibles no solo por personas como Hitler (un tirano), sino por la complicidad de los individuos que los siguen irreflexivamente y sin autonomía. Frente a una maldad racionalmente suprema, supuestamente maquiavélica y calculadora, tenemos pues la banalidad del mal.

Erasmo de Rotterdam llamó a este rasgo estulticia. Su libro ‘Elogio de la locura’ se titula originalmente en latín ‘Stultitiae Laus’, es decir, elogio de la estulticia, necedad, tontería, estupidez. El tono satírico de Erasmo se suma a la tradición de los elogios de los asuntos aparentemente sin importancia y repasa las supersticiones y otras necedades de las que no se escapan ni los sabios ni los poderosos. La estupidez es horrorosa y gozosa a la vez. En el texto, la Estulticia se presenta a sí misma acompañada, entre otros, por el narcisismo y la adulación. Toma la palabra y dice: ‘apenas he comparecido ante esta copiosa reunión para dirigiros la palabra, todos los semblantes han reflejado de súbito nueva e insólita alegría, los entrecejos se han desarrugado y habéis aplaudido con carcajadas alegres y cordiales’.

De acuerdo con Ainhoa Suárez Gómez, el estúpido es aquel incapaz de discernir y pensar por sí mismo. De ahí que un elemento central de la estupidez sea la irreflexión. No obstante, esto acarrea otra característica: si el estúpido no piensa por sí mismo, entonces se apropia de la opinión de los otros –la opinión de la mayoría– y se deja llevar por ella, explica Suárez Gómez.

Uno de los cuentos más bellos, tristes y conmovedores, que jamás he leído, es ‘Un ángel’ de Antón Chéjov, en el que su protagonista es una persona sin carácter ni personalidad propia que hace suya la vida de los otros, adopta los intereses e imita las pláticas de con quienes convive. Quizás esta persona sea un poco tonta, pero la mayoría de nosotros también somos tontos y, además, somos malos y amamos muy mal. La vida gris de esta persona es, no obstante, canalizada finalmente en un nuevo propósito que resignifica su existencia: una vida consagrada a amar. Esta historia es, al menos, luminosa en el sentido de que su protagonista, si bien no tiene ideas propias, le da sentido a su vida ofreciendo un amor sincero y leal.

Sin embargo, hay otro lado más oscuro de quienes viven adoptando irreflexivamente las opiniones ajenas. Si el estúpido no razona, sino que juzga a partir de lugares comunes, propios de las multitudes llenas de prejuicios y simplonerías, por lo tanto, como señala Suárez Gómez, las turbas son –por definición– estúpidas. Y, en ello, hay un verdadero peligro. Aquel que sigue a los demás sin reflexión da señales de una ausencia de espíritu crítico. A Gustave Flaubert, es bien sabido, le irritaban las simplezas, los lugares comunes y los clichés de la gente. ¿Qué diría hoy Flaubert del irreflexivo odio de las redes sociales, del mundo de TikTok, de los repetitivos bailes, de los challenges, de los charlatanes que venden actos supersticiosos o ‘mágicos’, de los médicos falsos que malinforman o de los superficiales ‘coaches de vida’?

Hablar de la estupidez y denunciarla supone –según Suárez Gómez– una paradoja. ¿Cómo saber que uno mismo no es también un estúpido? Quizás sí –o sin duda sí–. Pero al menos reconozco la posibilidad de abrigar en mí la estupidez intermitentemente, lo cual es un avance. Pues el verdadero estúpido –agrega Suárez Gómez– no reconoce la estupidez en sí mismo y, más aún, ‘el estúpido es el último en saberlo’.

El Bosco pintó, años antes, otro cuadro titulado ‘Extracción de la piedra de la locura’ en la que se observa una imagen grotesca: un hombre sentado en medio del campo, tiene la boca abierta, desencajada, asomando ligeramente la lengua, con los ojos perdidos, mientras un cirujano le abre la cabeza. Un sacerdote y una monja los observan. Todos encarnan el símbolo de la estupidez: el cirujano, que es falso, un charlatán, lleva un embudo en la cabeza; el hombre al que le trepanan el cráneo es Lubbert Das (un personaje cómico de la literatura popular holandesa que encarna la estupidez), su bolso con dinero está cortado por un cuchillo, en señal de la estafa, y de su cabeza sacan una flor (es un juego de palabras, pues en neerlandés ‘kei’ significa piedra o bulbo, como el bulbo de una flor); el sacerdote está borracho y lleva una vasija de vino; la monja carga un libro en su cabeza como signo de su ignorancia. La pintura tiene una inscripción: ‘Maestro, corte la piedra/flor, rápido. Mi nombre es Lubbert Das’, como burla del autor respecto de la ignorancia medieval.

En ‘La nave de los locos’, los personajes comen cerezas, cantan, beben, uno toca el laúd, otro vomita y otros esperan sus migajas. ¿Cómo llamar pues la ambición de alguien que tiene ínfulas de grandeza y es, además, un tonto, como nuestro personaje? ¿Cómo llamar a sus consejeros, también con ínfulas de grandeza, jactanciosos, que presenta su trabajo fracasado como exitoso, más bien vergonzoso, y cuya función es seguir y defender al loco que lidera el barco? ¿Cómo llamar a esas creencias, a esas percepciones elevadas que tienen esos sujetos sobre sí mismos y que rayan en el límite de lo ridículo? ¿Quiénes se creyeron? Su propia locura y sus excesos fueron pagados con el escarnio de la sociedad y recibieron insultos en público; no hubo otra opción que poner sus barbas a remojar.

En lugar de los aires de grandeza, debe asumirse la pequeñez de los cargos con modestia. Arendt mostró que Eichmann se caracterizaba por su necesidad de encajar, por cumplir acríticamente con su trabajo y, más aún, por su jactancia. ‘Pero en realidad se hizo difícil no sospechar que fuera un payaso’, dice Arendt.

Creo que se pueden extraer algunas reglas de oro frente a la estupidez: 1) presupongamos la estupidez propia, pues ante la vida no somos nada ni nadie; 2) reconozcamos siempre la inteligencia ajena; 3) debemos leer, leer y leer; 4) ser ‘criticón’ no equivale a ser inteligente, pero ser crítico sí nos aleja de la estupidez: el pensamiento rigurosamente crítico conlleva las ideas dialécticas y las categorías, la duda y la reflexión; 5) empleemos la verdad y la comedia frente al poderoso que abusa de su posición: la burla que hace patente la realidad es la crítica más certera; 6) abordar la estupidez puede parecer una insignificancia o una arrogancia, pero es digna de los temas tratados por Platón, y más allá de la hipocresía, todos pensamos en ella, sobre todo en este mundo moderno que nos ha tocado vivir; 7) Y, por último, frente a los tiranos que se creen llamados a los grandes cargos, pero son unos tontos –como Raskólnikov, Hitler o Eichmann–, nunca olvidemos que ‘la estupidez es algo evidente para todos excepto para quien la sufre’, como dice Suárez Gómez, y por ello ‘lo peligroso no es ser estúpido, sino creer estar exento de la estupidez’.