/ viernes 29 de octubre de 2021

Las “Muertas de Juárez” y el Videohome: una Leyenda Urbana

Es domingo por la noche, no hay un alma en la calle. El aullido tristón del viento me recuerda que “Juaritos” (Ciudad Juárez, Chihuahua) se halla en un desierto. Es como recorrer una ciudad fantasma. Con lo de las “muertas” y los “levantones” la gente ya está ciscada, mejor se encierra a piedra y lodo en su casa. A pesar de todo alguien le vendió a la ciudad y a algunos empresarios, la idea de hacer un festival de cine con películas cuyo tema fuera la frontera. Y como mi película ocurre precisamente en la frontera, fui invitado al festival.

Es la clausura del festival. Luego del discurso del presidente municipal, se anuncia que habrá una película de Columba Domínguez y después una cena. Suena bien. Lo del discurso del presidente municipal no tanto. Pero ni modo, algún sacrificio hay que hacer para que se mochen con la cena y los “drinks”. Me levanto, salgo al baño, y cuando regreso un guardia me niega la entrada a la sala. Y no sólo a mí, sino también a una morra salida de quién sabe dónde, que dice que es reportera de un periódico y que ha ido a cubrir el evento. La morra está de buen ver. Es de cuerpo robusto, poderoso. Una melena de pelo negro le cae hasta los hombros enmarcando su rostro de ojos grises y mirada profunda.

El guardia nos cierra de repente la puerta en las narices y se mete al auditorio. La morra y yo nos quedamos mirándonos. De pronto, me dice como si me conociera: “Traigo harta sed. Invítame una chela, ¿sí o no?”. Mientras rodamos en el viejo Toyota de Abril (así se llama mi nueva amiga) por las calles desoladas y polvosas de “Juaritos”, me va hablando de las “muertas de Juárez”.

-Pobres morras -dice Abril endureciendo el rostro- ¿Sabes qué les hacen?

-No. -contesto sospechando que me va a contar algo terrible.

-Las meten a “casas de seguridad” y las filman. ¿Has visto las películas de “SAW, El Juego del Miedo?”

-Sí, sí las he visto. ¿Lo que me estás diciendo es que las meten en un cuarto y las obligan a matarse entre ellas? -exclamo perturbado.

-Algo parecido. Está muy gacho. Muy enfermo -me dice Abril

El juego del miedo

El “Kentucky”, uno de los bares más antiguos de “Juaritos”, está vacío. Sólo el viejo cantinero, que se encuentra detrás de la barra, se dedica a mirar una pelea de box en la televisión deteniéndose las quijadas. En vez de cerveza, le pedimos unos mezcales. Pongo una rola de Juan Gabriel en la sinfonola. Es “El Noa Noa”. Abril gira la cabeza para mirar a través de una vidriera con los ojos apuntando hacia el norte.

-¿Y quiénes secuestran a las morras? -le pregunto de repente.

-Los soldados gringos--replica Abril bajando la voz y mirándome con fijeza.

-¡Los soldados gringos! -digo yo.

-Simón. Vienen de “Fort Bliss” -contesta Abril-. Es la base militar que está en El Paso. Es una de las bases más grandes de Estados Unidos. Los soldados se cruzan a “Juaritos” y “levantan” a las morras afuera de las maquiladoras. Luego se las llevan al otro lado, y ahí es cuando empieza el juego del miedo. A veces les dan rifles para que se tiroteen entre ellas; o las ponen a jugar “ruleta rusa”, a ver quién se vuela la cabeza primero. Todo lo filman y editan videohomes. Los venden sobre pedido. Hay batos bien locotes, que pagan hasta diez mil dólares por un estreno. En todo eso hay gente muy poderosa, de este lado y del otro, que está embarrada: políticos, empresarios, narcos…

-¿Y qué hacen con los cuerpos de las morras? -pregunto nuevamente.

-Se regresan a este lado y los tiran en el desierto como si fueran basura. La mayoría de esas morras vienen de Veracruz o de más al sur, no tienen familia en “Juaritos”. Así que el día que ya no se paran a chambear en las maquiladoras, a nadie le importa. Son carne de cañón. Para cuando sus familias se enteran de que desaparecieron, han pasado meses. Ahí ves que viene la mamá con los hermanos a buscarlas. ¿Ya qué pueden hacer?

-¿Y tú cómo sabes todo eso? -exclamo incrédulo.

-Chambeo en un periódico. Uta madre… de lo que no se entra uno.

-¿Y por qué no lo publicas en un tu periódico?

-¿Pa que me maten? ¡No, compa! ¡Así estoy bien!

-¿Y por qué me lo cuentas a mí?

-Pa que se lo cuentes a alguien. Igual y sirve de algo.

-¿Y quién me va a creer? -le respondo.

-Nadie. -dice Abril con resignación- ¡salud, compa!

Tan pronto como Abril le apura un trago a su mezcal, en la lejanía se escucha abruptamente una serie de tronidos. Podrían ser cohetones o disparos.

A sangre fría

Ya pasa de la media noche, salimos del “Kentucky”. En el horizonte se levanta un cerro muy alto. En una de las laderas del cerro, iluminadas por unas lucecitas, se puede leer en letras pintadas con cal: “CD JUAREZ LA BIBLIA ES LA VERDAD. LEELA”. En eso una ambulancia cruza velozmente frente a nosotros, seguida por una camioneta con gente armada y una torreta de policía parpadeando en el techo. En la esquina de la calle hay una mujer tendida sobre el pavimento. Es muy joven. Tiene los brazos en cruz y el cuerpo vuelto hacia el negro cielo. Su cara -sanguinolenta y pálida como la de un fantasma- está sellada con un gesto de horror, como si antes de “irse” hubiese visto algo espantoso. A un costado del cuerpo inerte y rígido alguien ha encendido una veladora, cuya flama parpadea caprichosa con el soplido del viento frío. Abril me lleva de vuelta a mi hotel. Después de tantos sustos decidimos pasar la noche juntos. Nos convertimos en amantes fugaces, “amantes de festival de cine”. Al otro día, cuando abro los ojos, Abril ya se ha ido. Descorro las cortinas y miro a través de la ventana. “Juaritos” aparece ante mi vista cubierta del sol radiante del desierto. Ahora sé algo terrible. Sé que en algunas de sus calles, de sus maquiladoras, de sus antros, hay varias morras que ya están sentenciadas. Sólo falta que se hallen en el lugar equivocado en el momento equivocado. En memoria de “ellas” y de sus familias.

Es domingo por la noche, no hay un alma en la calle. El aullido tristón del viento me recuerda que “Juaritos” (Ciudad Juárez, Chihuahua) se halla en un desierto. Es como recorrer una ciudad fantasma. Con lo de las “muertas” y los “levantones” la gente ya está ciscada, mejor se encierra a piedra y lodo en su casa. A pesar de todo alguien le vendió a la ciudad y a algunos empresarios, la idea de hacer un festival de cine con películas cuyo tema fuera la frontera. Y como mi película ocurre precisamente en la frontera, fui invitado al festival.

Es la clausura del festival. Luego del discurso del presidente municipal, se anuncia que habrá una película de Columba Domínguez y después una cena. Suena bien. Lo del discurso del presidente municipal no tanto. Pero ni modo, algún sacrificio hay que hacer para que se mochen con la cena y los “drinks”. Me levanto, salgo al baño, y cuando regreso un guardia me niega la entrada a la sala. Y no sólo a mí, sino también a una morra salida de quién sabe dónde, que dice que es reportera de un periódico y que ha ido a cubrir el evento. La morra está de buen ver. Es de cuerpo robusto, poderoso. Una melena de pelo negro le cae hasta los hombros enmarcando su rostro de ojos grises y mirada profunda.

El guardia nos cierra de repente la puerta en las narices y se mete al auditorio. La morra y yo nos quedamos mirándonos. De pronto, me dice como si me conociera: “Traigo harta sed. Invítame una chela, ¿sí o no?”. Mientras rodamos en el viejo Toyota de Abril (así se llama mi nueva amiga) por las calles desoladas y polvosas de “Juaritos”, me va hablando de las “muertas de Juárez”.

-Pobres morras -dice Abril endureciendo el rostro- ¿Sabes qué les hacen?

-No. -contesto sospechando que me va a contar algo terrible.

-Las meten a “casas de seguridad” y las filman. ¿Has visto las películas de “SAW, El Juego del Miedo?”

-Sí, sí las he visto. ¿Lo que me estás diciendo es que las meten en un cuarto y las obligan a matarse entre ellas? -exclamo perturbado.

-Algo parecido. Está muy gacho. Muy enfermo -me dice Abril

El juego del miedo

El “Kentucky”, uno de los bares más antiguos de “Juaritos”, está vacío. Sólo el viejo cantinero, que se encuentra detrás de la barra, se dedica a mirar una pelea de box en la televisión deteniéndose las quijadas. En vez de cerveza, le pedimos unos mezcales. Pongo una rola de Juan Gabriel en la sinfonola. Es “El Noa Noa”. Abril gira la cabeza para mirar a través de una vidriera con los ojos apuntando hacia el norte.

-¿Y quiénes secuestran a las morras? -le pregunto de repente.

-Los soldados gringos--replica Abril bajando la voz y mirándome con fijeza.

-¡Los soldados gringos! -digo yo.

-Simón. Vienen de “Fort Bliss” -contesta Abril-. Es la base militar que está en El Paso. Es una de las bases más grandes de Estados Unidos. Los soldados se cruzan a “Juaritos” y “levantan” a las morras afuera de las maquiladoras. Luego se las llevan al otro lado, y ahí es cuando empieza el juego del miedo. A veces les dan rifles para que se tiroteen entre ellas; o las ponen a jugar “ruleta rusa”, a ver quién se vuela la cabeza primero. Todo lo filman y editan videohomes. Los venden sobre pedido. Hay batos bien locotes, que pagan hasta diez mil dólares por un estreno. En todo eso hay gente muy poderosa, de este lado y del otro, que está embarrada: políticos, empresarios, narcos…

-¿Y qué hacen con los cuerpos de las morras? -pregunto nuevamente.

-Se regresan a este lado y los tiran en el desierto como si fueran basura. La mayoría de esas morras vienen de Veracruz o de más al sur, no tienen familia en “Juaritos”. Así que el día que ya no se paran a chambear en las maquiladoras, a nadie le importa. Son carne de cañón. Para cuando sus familias se enteran de que desaparecieron, han pasado meses. Ahí ves que viene la mamá con los hermanos a buscarlas. ¿Ya qué pueden hacer?

-¿Y tú cómo sabes todo eso? -exclamo incrédulo.

-Chambeo en un periódico. Uta madre… de lo que no se entra uno.

-¿Y por qué no lo publicas en un tu periódico?

-¿Pa que me maten? ¡No, compa! ¡Así estoy bien!

-¿Y por qué me lo cuentas a mí?

-Pa que se lo cuentes a alguien. Igual y sirve de algo.

-¿Y quién me va a creer? -le respondo.

-Nadie. -dice Abril con resignación- ¡salud, compa!

Tan pronto como Abril le apura un trago a su mezcal, en la lejanía se escucha abruptamente una serie de tronidos. Podrían ser cohetones o disparos.

A sangre fría

Ya pasa de la media noche, salimos del “Kentucky”. En el horizonte se levanta un cerro muy alto. En una de las laderas del cerro, iluminadas por unas lucecitas, se puede leer en letras pintadas con cal: “CD JUAREZ LA BIBLIA ES LA VERDAD. LEELA”. En eso una ambulancia cruza velozmente frente a nosotros, seguida por una camioneta con gente armada y una torreta de policía parpadeando en el techo. En la esquina de la calle hay una mujer tendida sobre el pavimento. Es muy joven. Tiene los brazos en cruz y el cuerpo vuelto hacia el negro cielo. Su cara -sanguinolenta y pálida como la de un fantasma- está sellada con un gesto de horror, como si antes de “irse” hubiese visto algo espantoso. A un costado del cuerpo inerte y rígido alguien ha encendido una veladora, cuya flama parpadea caprichosa con el soplido del viento frío. Abril me lleva de vuelta a mi hotel. Después de tantos sustos decidimos pasar la noche juntos. Nos convertimos en amantes fugaces, “amantes de festival de cine”. Al otro día, cuando abro los ojos, Abril ya se ha ido. Descorro las cortinas y miro a través de la ventana. “Juaritos” aparece ante mi vista cubierta del sol radiante del desierto. Ahora sé algo terrible. Sé que en algunas de sus calles, de sus maquiladoras, de sus antros, hay varias morras que ya están sentenciadas. Sólo falta que se hallen en el lugar equivocado en el momento equivocado. En memoria de “ellas” y de sus familias.