/ viernes 26 de enero de 2024

La voz del cácaro | El Balón que Cayó del Cielo

A los ocho años, presenciar un partido en fútbol en el estadio Azteca puede ser una experiencia religiosa. Y más cuando antes del partido, al igual que durante el medio tiempo, unos tipos salen a regalar balones pateándolos hacia las tribunas. Cuántas veces vi a esos balones volar sobre mi cabeza o aterrizar cerca de mí, siempre con la peregrina esperanza de que algún día, uno cayera en mis manos. Pero eso nunca pasó. Bueno, no pasó como se podría imaginar, sino del modo rudo. A lo hooligan.

“¡Chivas!” “¡Chivas!” “¡Chivas…!”, el grito resonaba rabioso por toda la parte baja del Azteca. Un chaparrillo que traía una tambora le pegaba de baquetazos, mientras se empinaba un vaso de cheve. A su lado, un panzón echaba de trompetazos con una vieja corneta. Y alrededor de ambos, toda la porra del Guadalajara. Pura banda maciza. A una señal del chaparrillo de la tambora, todos se levantaban de sus asientos y coreaban al unísono: “¡América…!” “¡Culeros!” “¡Culeros”! “¡Culeros!”. Del otro lado de la cancha, la porra del América, los millonarios, les regresaba el cumplido entonando la clásica canción: “¡Chinguen a su madre!” “¡Chinguen a su madre…!”. Era 1976. No había celulares ni Internet. Sólo había fútbol. Ah, y “El Chavo del Ocho”.

Nomás entramos al estadio, los balones Garcis comenzaron a llover en las tribunas. Las reservas del América los pateaban desde un costado de la cancha. Los sacaban de una enorme red y les daban el zapatazo haciéndolos volar por el aire, sin mirar a dónde iban a caer, como si les urgiera deshacerse de ellos. Desde la porra de las Chivas, les hacíamos señas para que nos los lanzaran. Yo era americanista de coraza. Pero mi papá y mi hermano le iban a las Chivas. Así que no tenía más remedio que convivir con el enemigo.

“¡Veme, wey!” “¡Ya me viste, ya me viste…!” “¡Mejor, aviéntame a tu hermana, culero!”, gritaban por ahí. De pronto alguien pateó un balón y salió volando directamente hacia mí. Primero me pareció como un punto negro en el cielo, recortado contra el sol; pero conforme se acercaba, el punto se hacía más grande. Más hermoso. Más real. Por un instante me vi en la escuela, a la hora del recreo, con mi flamante balón.

El que lleva balón nuevo escoge equipo, es ley no escrita de la cáscara del recreo. Cuántos goles me deparaba aquel balón. Cuántos sueños. Cuántos triunfos. Cada vez estaba más cerca, yo sólo tenía que extender los brazos y recibirlo. ¡Ya era mío! Bueno, casi. Porque de pronto, un tipo con melena pegó el brinco y se quedó con mi balón. Sí. Sin preguntar, sin pedir permiso. Con total impunidad. Todavía sonrió, el muy gandalla, con el balón en las manos. Los de alrededor lo miraban codiciosos, excitados, con ganas de arrebatárselo y echar a correr. A mí tampoco me faltaron ganas; pero yo era un mocoso. ¿Yo qué podía hacer? ¿A dónde podía ir con un balón?

Segundo tiempo

Aunque se mantenía el cero a cero, el partido era una ráfaga. En el minuto cuarenta del primer tiempo un fogonazo de Pepe Martínez se estrelló en el travesaño de la portería de Paco Castrejón. Nos salvamos de milagro. Ataque y contraataque. El balón iba y venía. Víctor Rangel, el delantero de las Chivas, se la pasaba coyoteando el área grande, en espera de que a Castrejón se le fuera una. Y yo, no podía pensar en otra cosa que no fuera mi balón. Sí. Porque era mío. Bueno, lo fue por un instante, mientras flotaba en el aire, antes de que el greñas se lo agandallara .

Las Chivas llegaban con furia; toda la artillería pesada estaba a arriba. La combinación entre el Willy Gómez, Pepe Martínez y Rangel estaba resultando letal para la defensa del América, que comenzaba a hacer agua. Ya había habido varios sustos, sólo faltaba que cayera el gol. Porque es ley del fútbol que de tanto patear la puerta, llega el momento en que se abre. La ley aplica, lo mismo para la cáscara del recreo, que para el “clásico de clásicos” en el Azteca. Y yo, nomás pensando en mi balón. Se me había ido la gloria de las manos. De tantas veces que me habían llevado al Azteca, nuca la había tenido tan cerca.

Y entonces el destino dio un giro. No pude ver bien el número, porque a unos metros de mí comenzaron a llover vasos de cerveza, pero en la cancha un defensa del América, tal vez fue René Trujillo, echó la lámina por delante y de una barrida furiosa le arrancó al Willy Gómez el balón de los pies. El balón salió catapultado como un proyectil hacia las tribunas. Primero cruzó por arriba del enrejado y luego lo tuve ante a mis ojos. Sí, venía directo a mí. Y entonces supe que esta vez, nada ni nadie, iba a impedir que ese balón se quedara con su padre. Entre la multitud unos tipos comenzaron a tirarse de golpes. Alguien gritó: “Ahí va el agua de riñón”. Abrí los brazos y cerré los ojos. Sólo sentí cómo el balón aterrizó en mi pecho y se quedó aprisionado entre mis brazos. Abrí los ojos maquinalmente. Mi papá, mi hermano y toda la porra del Guadalajara me miraban estupefactos. Todos con aire de impaciencia, como diciendo regresa ese balón, que por tu culpa el partido está parado. Y no era cualquier partido. Era partido de liguilla.

Así que hice lo que habría hecho cualquier muchacho sensato de ocho años. De una zancada llegué hasta las escalinatas y comencé a correr hacia el túnel de salida con el balón debajo del brazo. A mi paso la gente me miraba asombrada; me gritaban: “¡Pélate!” “¡Pélate…!”

Nada más crucé aquel túnel, seguí corriendo, cual ratero, por una de las rampas del estadio, hasta que llegué a los baños. Me metí en un privado y atranqué la puerta de lámina. Y me quedé ahí, temblando y dando jadeos con el balón entre las manos, rodeado de inmundicia y orines, sintiendo como si el corazón se me fuera a escapar del pecho. De pronto se escuchó un rugido estruendoso y el estadio comenzó a temblar. ¡Gol! ¡Gol! ¡Gol! No hice caso. Qué puede importar un gol, cuando los dioses del Azteca te acaban de mandar un balón.

A los ocho años, presenciar un partido en fútbol en el estadio Azteca puede ser una experiencia religiosa. Y más cuando antes del partido, al igual que durante el medio tiempo, unos tipos salen a regalar balones pateándolos hacia las tribunas. Cuántas veces vi a esos balones volar sobre mi cabeza o aterrizar cerca de mí, siempre con la peregrina esperanza de que algún día, uno cayera en mis manos. Pero eso nunca pasó. Bueno, no pasó como se podría imaginar, sino del modo rudo. A lo hooligan.

“¡Chivas!” “¡Chivas!” “¡Chivas…!”, el grito resonaba rabioso por toda la parte baja del Azteca. Un chaparrillo que traía una tambora le pegaba de baquetazos, mientras se empinaba un vaso de cheve. A su lado, un panzón echaba de trompetazos con una vieja corneta. Y alrededor de ambos, toda la porra del Guadalajara. Pura banda maciza. A una señal del chaparrillo de la tambora, todos se levantaban de sus asientos y coreaban al unísono: “¡América…!” “¡Culeros!” “¡Culeros”! “¡Culeros!”. Del otro lado de la cancha, la porra del América, los millonarios, les regresaba el cumplido entonando la clásica canción: “¡Chinguen a su madre!” “¡Chinguen a su madre…!”. Era 1976. No había celulares ni Internet. Sólo había fútbol. Ah, y “El Chavo del Ocho”.

Nomás entramos al estadio, los balones Garcis comenzaron a llover en las tribunas. Las reservas del América los pateaban desde un costado de la cancha. Los sacaban de una enorme red y les daban el zapatazo haciéndolos volar por el aire, sin mirar a dónde iban a caer, como si les urgiera deshacerse de ellos. Desde la porra de las Chivas, les hacíamos señas para que nos los lanzaran. Yo era americanista de coraza. Pero mi papá y mi hermano le iban a las Chivas. Así que no tenía más remedio que convivir con el enemigo.

“¡Veme, wey!” “¡Ya me viste, ya me viste…!” “¡Mejor, aviéntame a tu hermana, culero!”, gritaban por ahí. De pronto alguien pateó un balón y salió volando directamente hacia mí. Primero me pareció como un punto negro en el cielo, recortado contra el sol; pero conforme se acercaba, el punto se hacía más grande. Más hermoso. Más real. Por un instante me vi en la escuela, a la hora del recreo, con mi flamante balón.

El que lleva balón nuevo escoge equipo, es ley no escrita de la cáscara del recreo. Cuántos goles me deparaba aquel balón. Cuántos sueños. Cuántos triunfos. Cada vez estaba más cerca, yo sólo tenía que extender los brazos y recibirlo. ¡Ya era mío! Bueno, casi. Porque de pronto, un tipo con melena pegó el brinco y se quedó con mi balón. Sí. Sin preguntar, sin pedir permiso. Con total impunidad. Todavía sonrió, el muy gandalla, con el balón en las manos. Los de alrededor lo miraban codiciosos, excitados, con ganas de arrebatárselo y echar a correr. A mí tampoco me faltaron ganas; pero yo era un mocoso. ¿Yo qué podía hacer? ¿A dónde podía ir con un balón?

Segundo tiempo

Aunque se mantenía el cero a cero, el partido era una ráfaga. En el minuto cuarenta del primer tiempo un fogonazo de Pepe Martínez se estrelló en el travesaño de la portería de Paco Castrejón. Nos salvamos de milagro. Ataque y contraataque. El balón iba y venía. Víctor Rangel, el delantero de las Chivas, se la pasaba coyoteando el área grande, en espera de que a Castrejón se le fuera una. Y yo, no podía pensar en otra cosa que no fuera mi balón. Sí. Porque era mío. Bueno, lo fue por un instante, mientras flotaba en el aire, antes de que el greñas se lo agandallara .

Las Chivas llegaban con furia; toda la artillería pesada estaba a arriba. La combinación entre el Willy Gómez, Pepe Martínez y Rangel estaba resultando letal para la defensa del América, que comenzaba a hacer agua. Ya había habido varios sustos, sólo faltaba que cayera el gol. Porque es ley del fútbol que de tanto patear la puerta, llega el momento en que se abre. La ley aplica, lo mismo para la cáscara del recreo, que para el “clásico de clásicos” en el Azteca. Y yo, nomás pensando en mi balón. Se me había ido la gloria de las manos. De tantas veces que me habían llevado al Azteca, nuca la había tenido tan cerca.

Y entonces el destino dio un giro. No pude ver bien el número, porque a unos metros de mí comenzaron a llover vasos de cerveza, pero en la cancha un defensa del América, tal vez fue René Trujillo, echó la lámina por delante y de una barrida furiosa le arrancó al Willy Gómez el balón de los pies. El balón salió catapultado como un proyectil hacia las tribunas. Primero cruzó por arriba del enrejado y luego lo tuve ante a mis ojos. Sí, venía directo a mí. Y entonces supe que esta vez, nada ni nadie, iba a impedir que ese balón se quedara con su padre. Entre la multitud unos tipos comenzaron a tirarse de golpes. Alguien gritó: “Ahí va el agua de riñón”. Abrí los brazos y cerré los ojos. Sólo sentí cómo el balón aterrizó en mi pecho y se quedó aprisionado entre mis brazos. Abrí los ojos maquinalmente. Mi papá, mi hermano y toda la porra del Guadalajara me miraban estupefactos. Todos con aire de impaciencia, como diciendo regresa ese balón, que por tu culpa el partido está parado. Y no era cualquier partido. Era partido de liguilla.

Así que hice lo que habría hecho cualquier muchacho sensato de ocho años. De una zancada llegué hasta las escalinatas y comencé a correr hacia el túnel de salida con el balón debajo del brazo. A mi paso la gente me miraba asombrada; me gritaban: “¡Pélate!” “¡Pélate…!”

Nada más crucé aquel túnel, seguí corriendo, cual ratero, por una de las rampas del estadio, hasta que llegué a los baños. Me metí en un privado y atranqué la puerta de lámina. Y me quedé ahí, temblando y dando jadeos con el balón entre las manos, rodeado de inmundicia y orines, sintiendo como si el corazón se me fuera a escapar del pecho. De pronto se escuchó un rugido estruendoso y el estadio comenzó a temblar. ¡Gol! ¡Gol! ¡Gol! No hice caso. Qué puede importar un gol, cuando los dioses del Azteca te acaban de mandar un balón.