/ viernes 16 de febrero de 2024

La Voz del Cácaro / El Espontáneo

Más vale pedir perdón que pedir permiso. Esa es la frase de batalla de los espontáneos.

Esos que a mitad de un partido de fútbol o de una corrida de toros, saltan a la cancha o al ruedo con una sola idea: demostrarle al mundo y demostrarse a sí mismos que poseen talento. Han sido ninguneados, perseguidos, maltratados. No les importa. Aun así, viven buscando su oportunidad. Esta es la crónica de un espontáneo que un domingo se la jugó.

Siempre quise ser torero. La mayoría de los chamacos quieren ser futbolistas, o narcos o cantantes. Pero yo no, yo sólo quería ser torero. El primer disfraz que me regaló uno de mis tíos fue un trajecito de torero, de esos que venden afuera de la Plaza México. Incluía la montera y el estoque de madera. “¡Cómo que torero! -rezongó mi padre cuando le dije a lo que me quería dedicar-. ¡No chingues, Manuel! Eso es de vagos. Es como ser pintor o actor. O escritor. De eso no se vive. Además un toro te puede dar un mal golpe. Con lo ñango que éstas”. Con palabras tan alentadoras, no tuve más remedio que aprender a torear a escondidas. Aprendí como todos, con becerros y vaquillas.

O sea que nunca me fajado con un toro de quinientos kilos, ni siquiera con un novillo. Pero es lo mismo. Lo único que cambia es el tamaño de la cornada. La plaza está repleta. El gentío mira sin parpadear hacia la puerta de toriles. Por arriba de la puerta se lee en una pizarra “Mi Rey”. El torilero abre la puerta de pronto, dejando ver el oscuro túnel que une a los chiqueros con el ruedo. Se adueña el silencio. ¿Qué irá a salir de ahí? Sólo el diablo lo sabe. A la mitad del ruedo, el torero, un hombrecillo de aspecto fiero, con manos pequeñas y pelo engomado, yace inmóvil y muy erguido, aguardando y respirando hondo. Rifársela o morir en el intento. Desde la profundidad del túnel resuena el sonido metálico de una puerta que se abre. Y luego emerge la bestia de la oscuridad. Aparece lanzando bufidos como un demonio. Es enorme, de pelaje colorado, con un morro que sobrepasa la altura del torero, y un par de cuernos largos y afilados, como cuchillos. Retumba la exclamación por todo el tendido al ver el pedazo de animal, que se lanza como hipnotizado buscando el capote.

Mi mano se interna lentamente en mi mochila debajo de mi asiento. Mi capote sigue ahí. Lo acaricio con las yemas de los dedos. Me gusta su textura rugosa, su peso. Rocío me lo regaló cuando nos íbamos a casar. Me alineo la boina, me miro las botas sucias y viejas. Vuelvo a estudiar el camino al ruedo. Bajar las escalinatas del tendido, saltar al callejón y luego volver a saltar sobre la barrera. Quince segundos. Es lo que toma. Ya después van a conocerme todos éstos. De un manotazo, el torero recibe a “Mi Rey” colgándole el capote en la cara. Luego gira el cuerpo entero sobre las puntas de sus zapatillas, como si bailara, para terminar envolviéndose en la capote, mientras el toro sigue de largo pegando bufidos. “¡Ole!”, se escucha el griterío a una sola voz. “El Espontáneo”. Así es como quiero que me llame la gente. Manuel Bravo, “El Espontáneo”. Un relámpago ilumina la plaza y luego retumba un trueno en el cielo color de plomo; está lloviendo. El toro acomete embravecido; las manos diminutas del matador levantan el capote, mientras dejan que el enorme animal pase por debajo, deslizando la tela por su lomo. “¡Ole…!” Aprieto el capote contra mi pecho. No es cualquier cosa arrimarse frente a un toro. No sólo basta con que te le arrimes, además tienes que hacerle la faena. Y como si eso fuera poco, debes matarlo con el estoque al primer intento. Si no, te chiflan y te insultan. Estalla la tormenta de pronto.

Frente al balcón del juez de plaza, el torero con la taleguilla empapada, se planta para pedir el cambio al segundo tercio. Me levanto con el capote. La decisión está tomada. Ya no hay vuelta atrás. Alargo el paso, voy bajando por las escalinatas. El corazón me retumba en el pecho. La adrenalina me corta el aliento. Ni siquiera siento las gotas de agua cayendo sobre mi cuerpo. Me amachino el capote entre el pantalón y la camisa y pego el brinco sobre el callejón. Y así como caigo, salto al ruedo. Me pongo de rodillas extendiendo el capote sobre la arena encharcada. El gentío lanza una exclamación. Mis ojos miran al diablo frente a mí. Pega un bufido sacando la lengua entre los belfos. Rasca el lodo con sus patas y se deja venir cegado de furia. Lo espero tragando saliva. No poseo más escudo que este pedazo de trapo. He ensayado “el farol” mil veces. Todo está en levantar el capote y girarlo en el momento exacto. El torero y los subalternos me gritan algo, pero no quiero escucharlo. He ensayado “el farol” mil veces, me digo una y otra vez, mientras “Mi Rey” se acerca, pareciendo cada vez más grande, más temible.

Debajo de mis rodillas la arena tiembla. Un bufido me ensordece. Lanzo el quiebre alargando los brazos y haciendo girar el capote por arriba del toro. Algo me golpea de bulto en el cuello. Es como un latigazo que me levanta en vilo y me hace volar igual que un monigote en medio de la tormenta. Aterrizo con el cuerpo descompuesto. Vuelvo a ver la cara de “Mi Rey” y su terrible cornamenta. Me coge de una pierna y, lanzando el cabezazo, me levanta y me avienta por los aires otra vez. La plaza da vueltas frente a mí. Estoy tendido cerca de uno de los burladeros, hay sangre por todos lados. Trato de jalar aire por la boca, la cabeza me pesa una tonelada. Unos tipos me levantan de los hombros, me llevan cargando por el callejón. Quién sabe qué tanto gritan, pero parecen desesperados. A mi paso, miles de ojos me observan, y detrás de aquellos ojos absortos, se asoman las caras llenas de espanto. Sólo puedo pensar en mi capote, se quedó en el ruedo. ¡Me lo regaló Rocío! ¡Sí, Rocío! ¿Y Rocío? Daría lo que me queda de vida por volverla a ver.

Más vale pedir perdón que pedir permiso. Esa es la frase de batalla de los espontáneos.

Esos que a mitad de un partido de fútbol o de una corrida de toros, saltan a la cancha o al ruedo con una sola idea: demostrarle al mundo y demostrarse a sí mismos que poseen talento. Han sido ninguneados, perseguidos, maltratados. No les importa. Aun así, viven buscando su oportunidad. Esta es la crónica de un espontáneo que un domingo se la jugó.

Siempre quise ser torero. La mayoría de los chamacos quieren ser futbolistas, o narcos o cantantes. Pero yo no, yo sólo quería ser torero. El primer disfraz que me regaló uno de mis tíos fue un trajecito de torero, de esos que venden afuera de la Plaza México. Incluía la montera y el estoque de madera. “¡Cómo que torero! -rezongó mi padre cuando le dije a lo que me quería dedicar-. ¡No chingues, Manuel! Eso es de vagos. Es como ser pintor o actor. O escritor. De eso no se vive. Además un toro te puede dar un mal golpe. Con lo ñango que éstas”. Con palabras tan alentadoras, no tuve más remedio que aprender a torear a escondidas. Aprendí como todos, con becerros y vaquillas.

O sea que nunca me fajado con un toro de quinientos kilos, ni siquiera con un novillo. Pero es lo mismo. Lo único que cambia es el tamaño de la cornada. La plaza está repleta. El gentío mira sin parpadear hacia la puerta de toriles. Por arriba de la puerta se lee en una pizarra “Mi Rey”. El torilero abre la puerta de pronto, dejando ver el oscuro túnel que une a los chiqueros con el ruedo. Se adueña el silencio. ¿Qué irá a salir de ahí? Sólo el diablo lo sabe. A la mitad del ruedo, el torero, un hombrecillo de aspecto fiero, con manos pequeñas y pelo engomado, yace inmóvil y muy erguido, aguardando y respirando hondo. Rifársela o morir en el intento. Desde la profundidad del túnel resuena el sonido metálico de una puerta que se abre. Y luego emerge la bestia de la oscuridad. Aparece lanzando bufidos como un demonio. Es enorme, de pelaje colorado, con un morro que sobrepasa la altura del torero, y un par de cuernos largos y afilados, como cuchillos. Retumba la exclamación por todo el tendido al ver el pedazo de animal, que se lanza como hipnotizado buscando el capote.

Mi mano se interna lentamente en mi mochila debajo de mi asiento. Mi capote sigue ahí. Lo acaricio con las yemas de los dedos. Me gusta su textura rugosa, su peso. Rocío me lo regaló cuando nos íbamos a casar. Me alineo la boina, me miro las botas sucias y viejas. Vuelvo a estudiar el camino al ruedo. Bajar las escalinatas del tendido, saltar al callejón y luego volver a saltar sobre la barrera. Quince segundos. Es lo que toma. Ya después van a conocerme todos éstos. De un manotazo, el torero recibe a “Mi Rey” colgándole el capote en la cara. Luego gira el cuerpo entero sobre las puntas de sus zapatillas, como si bailara, para terminar envolviéndose en la capote, mientras el toro sigue de largo pegando bufidos. “¡Ole!”, se escucha el griterío a una sola voz. “El Espontáneo”. Así es como quiero que me llame la gente. Manuel Bravo, “El Espontáneo”. Un relámpago ilumina la plaza y luego retumba un trueno en el cielo color de plomo; está lloviendo. El toro acomete embravecido; las manos diminutas del matador levantan el capote, mientras dejan que el enorme animal pase por debajo, deslizando la tela por su lomo. “¡Ole…!” Aprieto el capote contra mi pecho. No es cualquier cosa arrimarse frente a un toro. No sólo basta con que te le arrimes, además tienes que hacerle la faena. Y como si eso fuera poco, debes matarlo con el estoque al primer intento. Si no, te chiflan y te insultan. Estalla la tormenta de pronto.

Frente al balcón del juez de plaza, el torero con la taleguilla empapada, se planta para pedir el cambio al segundo tercio. Me levanto con el capote. La decisión está tomada. Ya no hay vuelta atrás. Alargo el paso, voy bajando por las escalinatas. El corazón me retumba en el pecho. La adrenalina me corta el aliento. Ni siquiera siento las gotas de agua cayendo sobre mi cuerpo. Me amachino el capote entre el pantalón y la camisa y pego el brinco sobre el callejón. Y así como caigo, salto al ruedo. Me pongo de rodillas extendiendo el capote sobre la arena encharcada. El gentío lanza una exclamación. Mis ojos miran al diablo frente a mí. Pega un bufido sacando la lengua entre los belfos. Rasca el lodo con sus patas y se deja venir cegado de furia. Lo espero tragando saliva. No poseo más escudo que este pedazo de trapo. He ensayado “el farol” mil veces. Todo está en levantar el capote y girarlo en el momento exacto. El torero y los subalternos me gritan algo, pero no quiero escucharlo. He ensayado “el farol” mil veces, me digo una y otra vez, mientras “Mi Rey” se acerca, pareciendo cada vez más grande, más temible.

Debajo de mis rodillas la arena tiembla. Un bufido me ensordece. Lanzo el quiebre alargando los brazos y haciendo girar el capote por arriba del toro. Algo me golpea de bulto en el cuello. Es como un latigazo que me levanta en vilo y me hace volar igual que un monigote en medio de la tormenta. Aterrizo con el cuerpo descompuesto. Vuelvo a ver la cara de “Mi Rey” y su terrible cornamenta. Me coge de una pierna y, lanzando el cabezazo, me levanta y me avienta por los aires otra vez. La plaza da vueltas frente a mí. Estoy tendido cerca de uno de los burladeros, hay sangre por todos lados. Trato de jalar aire por la boca, la cabeza me pesa una tonelada. Unos tipos me levantan de los hombros, me llevan cargando por el callejón. Quién sabe qué tanto gritan, pero parecen desesperados. A mi paso, miles de ojos me observan, y detrás de aquellos ojos absortos, se asoman las caras llenas de espanto. Sólo puedo pensar en mi capote, se quedó en el ruedo. ¡Me lo regaló Rocío! ¡Sí, Rocío! ¿Y Rocío? Daría lo que me queda de vida por volverla a ver.