/ sábado 21 de noviembre de 2020

Escrituras errantes

“No hay verdaderos o falsos ensayos, en todo caso los hay buenos o malos”, escribió con gran acierto el filósofo argentino Gregorio Kaminsky (1950-2018). No es que el ensayo se desentienda de la verdad o de los contenidos que trata, sino que su escritura está gobernada (si es que algo puede gobernar su carácter indómito) por el placer; nunca impulsada por la demostración científica. No se desdeña la teoría, se echa mano de ella, pero se abrazan sobre todo las formas del arte.

“La forma es la realidad del ensayo” (Edward W. Said), es lo que confiere una voz al ensayista. El principio que lo controla todo en el ensayo, dice Virginia Woolf en otro extremo, es que debe resultar placentero. Escritura lúdica e irreverente, el ensayo no busca la verdad: se solaza en extravíos alrededor de ella. Explora veredas, pero no las termina porque un nuevo atajo lo desvía. Es un temperamento, una actitud hacia la escritura. El ensayista, por el hecho de serlo, no se equivoca. Su mundo “no es el del error sino el del errar”, nos dice de nuevo Kaminsky.

El ensayista es errático o no lo es. Vagabundo, caminante, merodeador. Un escritor al aire libre. Y esta característica está ya desde el principio. Si bien el ensayo tiene su origen en la reclusión voluntaria de Michel de Montaigne—cuando en 1571, con treinta ocho años, se retira de la vida publica y se encierra en su biblioteca para leer y comenzar a escribir lo que más tarde llamará “Ensayos”—, lo cierto es que no dejará de repetir, mientras anota “sus fantasías”, que solo puede pensar cuando mueve el cuerpo (“Mi espíritu no avanza tanto solo como si las piernas lo mueven”) o monta a caballo (“mejor pasaría yo la existencia con el trasero en la montura”). El ensayista se forja en el movimiento como en su biblioteca. Viaja con el cuerpo y se deja viajar por los libros. El ensayo es una forma de vida. Una vida que se escribe y se interroga.

Desde Montaigne, pasando por Hazlitt, Stevenson, Thomas de Quincey, Thoreau, Virginia Woolf, David Le Breton, Enrique Vila-Matas, Frédéric Gros, Juan Villoro, hasta Luigi Amara, se ha ido creando una tradición literaria de ensayistas que pasean, pero que también adoptan, cada uno a su manera, los modos de la excursión en su escritura y sus lecturas. Lo haya buscado su autor o no, los dieciséis ensayos reunidos en Nadie es tan desvergonzado como desea (Instituto Sinaloense de Cultura, 2019), del ensayista y narrador Diego Rodríguez Landeros (Mazatlán, 1988), cuya novela Desagüe (FCE, 2109) obtuvo este año el Premio Nacional de Novela Histórica “Ignacio Solares”, se alimentan de esa longeva escuela de los andantes. Hay libros que huelen a cerrado, como si nunca hubieran entrado en ellos la luz ni la ventilación. Pero hay otros que desde la primera página nos invitan a salir y a respirar.

Este libro abre con un ensayo sobre las caminatas, no las solitarias que defienden Hazlitt y Stevenson, sino las acompañadas. “Creo que la más placentera manera de caminar”, escribe Diego, “es en compañía de alguien, pero no solo eso, sino en estado de enamoramiento o cachondeo. ¿Existe cosa igual de bella que pasear con la persona que a uno le gusta y, de pronto, en el cruce de una avenida inundada por el sol, besarla?” No es que proclame la caminata enamorada como la más conveniente, nos advierte. Quiere, más bien, denunciar su espejismo; por tanto, su peligrosa belleza y fragilidad, dado que depende de “un juego de egos en vilo” que la vuelven imprevisible. Si exponerse a la intemperie de vez en cuando nos hace mirar con otros ojos lo ya visto, caminar junto al blanco de nuestro amor y nuestro deseo nos hace dudar de la realidad que nos envuelve, el paisaje nos embauca, “las calles cotidianas, los muros consuetudinarios y las grietas del pavimento mil veces holladas son percibidos de manera distinta, como si ascendieran a una dimensión superior que mucho tiene que ver con las nubes, las cortinas, los cambios de luz y la meteorología de primavera.” La caminata enamorada que nos propone Diego es impulsada por oxcitocina, dopamina y feronomas, por el “devaneo del paisaje poetizado” y por la luz que arrojan, como anuncios luminosos, las metáforas de la ciudad sobre sus paseantes.

En otro de los ensayos, “Escoliastas”, Diego Rodríguez se decanta por un sugestivo método de lectura: “Leer es igual a caminar. Me refiero a leer con detenimiento de topógrafo, no a la incuria del abúlico que pasea su mirada por encima de las letras como quien arrastra, desde un balcón, sus ojos aburridos sobre el paisaje. Leer con la mente, pero también con el cuerpo.” Siguiendo una analogía de Walter Benjamin (“La fuerza de la carretera es distinta si uno la recorre a pie o la sobrevuela en aeroplano. Así, también la fuerza de un texto es distinta si uno lo lee o lo transcribe”), para el autor la lectura no es una actividad pasiva, en la cual la mirada se limita a planear sobre la llanura de un texto sin la posibilidad de tropezar con los accidentes del terreno, sino que, por el contrario, el lector es como un “viajero pedestre que, paso a paso, hollando la tierra, entra en comunión con los matices, pausas y recodos de la ruta.

” Todos sus libros, lo confiesa, están maniáticamente subrayados, anotados y manchados por el continuo andar entre las páginas. Siempre he creído que la escritura marginal (que aparece en los márgenes), los escolios y subrayados (Nabokov llegó a dibujar hasta insectos en su ejemplar de La metamorfosis de Kafka), son la representación visual, gráfica, del itinerario lector. Son páginas mancilladas por la pasión de un homo legens. Son huellas que nos informan del estado de ánimo de un lector, de su rabia o de su felicidad. A veces son las manchas del café las que nos indican que ahí ocurrió un sobresalto. “El que no tiene libros destrozados es que nunca los ha leído” (Erasmo). Otra idea que encontré fascinante en el ensayo de Diego, a su vez tomada de otra ensayista, es la de pensar si los surcos que cavan las polillas al interior de los libros son una manera de subrayado, de anotación. También podría ser un medio para apropiarse de los libros.

Pero hay otro escoliasta que lo es por oficio y en muchas ocasiones por gusto: el reseñista de libros. Quizás haciendo eco del agrio ensayo de George Orwell (“Confesiones de un reseñista”) —en el que el escritor británico habla del reseñista como de una figura abatida y envejecida, sepultada por papeles y libros sobre los que tiene que escribir—, Diego Rodríguez pinta al reseñista como “un hombre del subsuelo, burócrata libresco que hace a un lado el placer para prestar atención.” Lee por trabajo, subraya por hábito, quizás se traga libros que ni siquiera le interesan pero que debe comprender para comentarlos “ante el tribunal de los suplementos culturales.”

Aunque varios de los ensayos reunidos en este libro tienen su origen en una recensión, Diego no lee ni escribe como un burócrata libresco que prescinde del placer al encontrarse con un libro. Concibe y practica la reseña literaria como una forma del ensayo, libre e imaginativa. Tan libre como para incluir reseñas apócrifas. No nos entrega fichas bibliográficas o el aséptico resumen de un libro. Entre los ensayos que podría llamar más personales y los ensayos que germinaron como reseña hay un hilo conductor que los hilvana a todos: la imaginación literaria, el carácter errante y diáfano de la escritura, así como la persistencia de un escritor que coloca su mirada en el ángulo de la vida o del texto que como lectores no esperábamos. Hay también en este libro el constante cruce y convivio vilamatasiano de la ficción narrativa con el ensayo (“Las huellas imposibles del shandysmo en México” y “Vila-Matas sur la table à repasser” son solo dos ejemplos de ello), “el extravío como fuente de conocimiento”, la pasión por lo fragmentario y la digresión como formas literarias. El ensayista avanza a tientas, provoca, seduce y escapa. Por definición, deja su tarea inacabada. El ensayista es la materia prima de sus ensayos, el barro de su maleable figura. Pero nadie, ni Montaigne, fue tan desvergonzado como deseaba.


“No hay verdaderos o falsos ensayos, en todo caso los hay buenos o malos”, escribió con gran acierto el filósofo argentino Gregorio Kaminsky (1950-2018). No es que el ensayo se desentienda de la verdad o de los contenidos que trata, sino que su escritura está gobernada (si es que algo puede gobernar su carácter indómito) por el placer; nunca impulsada por la demostración científica. No se desdeña la teoría, se echa mano de ella, pero se abrazan sobre todo las formas del arte.

“La forma es la realidad del ensayo” (Edward W. Said), es lo que confiere una voz al ensayista. El principio que lo controla todo en el ensayo, dice Virginia Woolf en otro extremo, es que debe resultar placentero. Escritura lúdica e irreverente, el ensayo no busca la verdad: se solaza en extravíos alrededor de ella. Explora veredas, pero no las termina porque un nuevo atajo lo desvía. Es un temperamento, una actitud hacia la escritura. El ensayista, por el hecho de serlo, no se equivoca. Su mundo “no es el del error sino el del errar”, nos dice de nuevo Kaminsky.

El ensayista es errático o no lo es. Vagabundo, caminante, merodeador. Un escritor al aire libre. Y esta característica está ya desde el principio. Si bien el ensayo tiene su origen en la reclusión voluntaria de Michel de Montaigne—cuando en 1571, con treinta ocho años, se retira de la vida publica y se encierra en su biblioteca para leer y comenzar a escribir lo que más tarde llamará “Ensayos”—, lo cierto es que no dejará de repetir, mientras anota “sus fantasías”, que solo puede pensar cuando mueve el cuerpo (“Mi espíritu no avanza tanto solo como si las piernas lo mueven”) o monta a caballo (“mejor pasaría yo la existencia con el trasero en la montura”). El ensayista se forja en el movimiento como en su biblioteca. Viaja con el cuerpo y se deja viajar por los libros. El ensayo es una forma de vida. Una vida que se escribe y se interroga.

Desde Montaigne, pasando por Hazlitt, Stevenson, Thomas de Quincey, Thoreau, Virginia Woolf, David Le Breton, Enrique Vila-Matas, Frédéric Gros, Juan Villoro, hasta Luigi Amara, se ha ido creando una tradición literaria de ensayistas que pasean, pero que también adoptan, cada uno a su manera, los modos de la excursión en su escritura y sus lecturas. Lo haya buscado su autor o no, los dieciséis ensayos reunidos en Nadie es tan desvergonzado como desea (Instituto Sinaloense de Cultura, 2019), del ensayista y narrador Diego Rodríguez Landeros (Mazatlán, 1988), cuya novela Desagüe (FCE, 2109) obtuvo este año el Premio Nacional de Novela Histórica “Ignacio Solares”, se alimentan de esa longeva escuela de los andantes. Hay libros que huelen a cerrado, como si nunca hubieran entrado en ellos la luz ni la ventilación. Pero hay otros que desde la primera página nos invitan a salir y a respirar.

Este libro abre con un ensayo sobre las caminatas, no las solitarias que defienden Hazlitt y Stevenson, sino las acompañadas. “Creo que la más placentera manera de caminar”, escribe Diego, “es en compañía de alguien, pero no solo eso, sino en estado de enamoramiento o cachondeo. ¿Existe cosa igual de bella que pasear con la persona que a uno le gusta y, de pronto, en el cruce de una avenida inundada por el sol, besarla?” No es que proclame la caminata enamorada como la más conveniente, nos advierte. Quiere, más bien, denunciar su espejismo; por tanto, su peligrosa belleza y fragilidad, dado que depende de “un juego de egos en vilo” que la vuelven imprevisible. Si exponerse a la intemperie de vez en cuando nos hace mirar con otros ojos lo ya visto, caminar junto al blanco de nuestro amor y nuestro deseo nos hace dudar de la realidad que nos envuelve, el paisaje nos embauca, “las calles cotidianas, los muros consuetudinarios y las grietas del pavimento mil veces holladas son percibidos de manera distinta, como si ascendieran a una dimensión superior que mucho tiene que ver con las nubes, las cortinas, los cambios de luz y la meteorología de primavera.” La caminata enamorada que nos propone Diego es impulsada por oxcitocina, dopamina y feronomas, por el “devaneo del paisaje poetizado” y por la luz que arrojan, como anuncios luminosos, las metáforas de la ciudad sobre sus paseantes.

En otro de los ensayos, “Escoliastas”, Diego Rodríguez se decanta por un sugestivo método de lectura: “Leer es igual a caminar. Me refiero a leer con detenimiento de topógrafo, no a la incuria del abúlico que pasea su mirada por encima de las letras como quien arrastra, desde un balcón, sus ojos aburridos sobre el paisaje. Leer con la mente, pero también con el cuerpo.” Siguiendo una analogía de Walter Benjamin (“La fuerza de la carretera es distinta si uno la recorre a pie o la sobrevuela en aeroplano. Así, también la fuerza de un texto es distinta si uno lo lee o lo transcribe”), para el autor la lectura no es una actividad pasiva, en la cual la mirada se limita a planear sobre la llanura de un texto sin la posibilidad de tropezar con los accidentes del terreno, sino que, por el contrario, el lector es como un “viajero pedestre que, paso a paso, hollando la tierra, entra en comunión con los matices, pausas y recodos de la ruta.

” Todos sus libros, lo confiesa, están maniáticamente subrayados, anotados y manchados por el continuo andar entre las páginas. Siempre he creído que la escritura marginal (que aparece en los márgenes), los escolios y subrayados (Nabokov llegó a dibujar hasta insectos en su ejemplar de La metamorfosis de Kafka), son la representación visual, gráfica, del itinerario lector. Son páginas mancilladas por la pasión de un homo legens. Son huellas que nos informan del estado de ánimo de un lector, de su rabia o de su felicidad. A veces son las manchas del café las que nos indican que ahí ocurrió un sobresalto. “El que no tiene libros destrozados es que nunca los ha leído” (Erasmo). Otra idea que encontré fascinante en el ensayo de Diego, a su vez tomada de otra ensayista, es la de pensar si los surcos que cavan las polillas al interior de los libros son una manera de subrayado, de anotación. También podría ser un medio para apropiarse de los libros.

Pero hay otro escoliasta que lo es por oficio y en muchas ocasiones por gusto: el reseñista de libros. Quizás haciendo eco del agrio ensayo de George Orwell (“Confesiones de un reseñista”) —en el que el escritor británico habla del reseñista como de una figura abatida y envejecida, sepultada por papeles y libros sobre los que tiene que escribir—, Diego Rodríguez pinta al reseñista como “un hombre del subsuelo, burócrata libresco que hace a un lado el placer para prestar atención.” Lee por trabajo, subraya por hábito, quizás se traga libros que ni siquiera le interesan pero que debe comprender para comentarlos “ante el tribunal de los suplementos culturales.”

Aunque varios de los ensayos reunidos en este libro tienen su origen en una recensión, Diego no lee ni escribe como un burócrata libresco que prescinde del placer al encontrarse con un libro. Concibe y practica la reseña literaria como una forma del ensayo, libre e imaginativa. Tan libre como para incluir reseñas apócrifas. No nos entrega fichas bibliográficas o el aséptico resumen de un libro. Entre los ensayos que podría llamar más personales y los ensayos que germinaron como reseña hay un hilo conductor que los hilvana a todos: la imaginación literaria, el carácter errante y diáfano de la escritura, así como la persistencia de un escritor que coloca su mirada en el ángulo de la vida o del texto que como lectores no esperábamos. Hay también en este libro el constante cruce y convivio vilamatasiano de la ficción narrativa con el ensayo (“Las huellas imposibles del shandysmo en México” y “Vila-Matas sur la table à repasser” son solo dos ejemplos de ello), “el extravío como fuente de conocimiento”, la pasión por lo fragmentario y la digresión como formas literarias. El ensayista avanza a tientas, provoca, seduce y escapa. Por definición, deja su tarea inacabada. El ensayista es la materia prima de sus ensayos, el barro de su maleable figura. Pero nadie, ni Montaigne, fue tan desvergonzado como deseaba.


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