/ sábado 24 de octubre de 2020

La guadaña del tiempo


Cuando su madre cumplió ochenta años, el novelista y crítico japonés Yasushi Inoue (Hokkaidō, 1907 - Tokio, 1991) decidió comenzar a escribir una crónica. Lo que él pensó que sería la crónica de la senectud de su madre. Cinco años antes, tras la muerte de su padre, el asunto principal para los cuatro hijos consistía en qué hacer con la madre que de pronto se había quedado sola en Izu, la casa del pueblo. La hija mayor vivía en Mishima; el primogénito, Yasushi, igual que su hermana y hermano menores, vivía en Tokio. No sería fácil convencer a la madre de dejar el pueblo para mudarse a la ciudad con alguno de sus hijos. Pero tampoco podía quedarse sola con su avanzada edad. Parecía que gozaba de una salud de hierro y su espalda aún estaba erguida. “Era capaz de leer el periódico sin gafas y, aunque le faltaban un par de muelas, no tenía ni un diente postizo. Sin embargo, a pesar de su excelente estado físico, dos o tres años antes de la muerte de mi padre se había vuelto muy olvidadiza y había empezado a repetir las cosas varias veces.”

Ya en Tokio, donde vivió cuatro años con su hija menor Kuwako, la abuela (como la llamaban todos) empezó a repetirse con mayor constancia, como si fuera un disco rayado. Apenas decía algo y más tarde lo repetía, olvidando que ya lo había dicho. Cada vez que se encontraba con sus nietos, los hijos de Yasushi, les contaba, como si fuera la primera ocasión, del joven Shunma, que era un joven muy amable, que era un alumno excepcional que logró entrar a la Escuela Superior a los diecisiete años, que si no hubiera muerto de una enfermedad pulmonar habría sido un estudiante brillante. Los ojos de la abuela brillaban cuando hablaba de Shunma, lo que nunca hacía delante de sus hijos, sólo de sus nietos. Parecía, pensaban algunos, que ese chico le gustaba mucho en su infancia. Quizás había sido su primer amor. Estaba retrocediendo en los años; tenía aproximadamente diez años cuando jugaba con Shunma. Por eso, explicaba la hija de Yasushi, nunca habla del abuelo, aún no lo conocía. “Miré a mi madre”, relata el narrador con cierta objetividad y distancia, “y me di cuenta de que, aunque no estaba enferma, parecía una máquina estropeada. Algunas de sus partes no marchaban como es debido, mientras que otras funcionaban a la perfección […] Su falta de memoria era flagrante, pero también había cosas que no olvidaba nunca”. En otro momento se refiere a ella como “nuestra averiada madre”. La propia Kuwako, que la cuida al principio y se siente al borde de la impotencia conforme pasan los días, dice con extrañeza: “Las partes que funcionan se mezclan con las que están averiadas”. Para los hijos es una circunstancia nueva, no están preparados. Observan y conviven con una mujer activa, inquieta, dueña de un cuerpo sano, que sin embargo ha entrado en las desconcertantes idas y vueltas de la demencia senil. “La demencia es una enfermedad espantosa.” El cuchillo, la guadaña del tiempo no sólo horada rasgos juveniles, como lamenta Shakespeare en su soneto LX, sino también merma en muchos, no todos, la memoria.

A partir de los setenta y ocho años, la senilidad de la madre de Yasushi comenzaba a ser evidente. “Era como si mi madre hubiera empezado a borrar con una goma uno de los extremos de la larga línea de la vida que había dibujado hasta entonces. No lo hacía de forma consciente, claro; era la vejez la que iba borrando la larga línea de la vida de mi madre y acercándose inexorablemente al principio”. Desandando, de manera imparable, el camino. Primero borró de su memoria los setenta, luego los sesenta, los cincuenta y hasta los cuarenta años. “Dicen que la vejez es un regreso a la niñez, y eso era exactamente lo que le ocurría a mi madre”. (El envejecimiento de la suegra de Yasushi y su pérdida de memoria fue más rápido: de un día para otro regresó a la juventud, a la infancia y era un bebé que se chupaba el dedo cuando murió.) De repente la abuela era una mujer de treinta años, una joven de veinte o una niña de diez que vagaba con espontaneidad a través de sus recuerdos. Por lo menos parecía feliz. Como si durante ese regreso progresivo se fuera despojando de cosas innecesarias cuyo peso la pudieran encorvar, pensaba Yasushi. Sólo quedaba en la memoria lo esencial. La nitidez y fugacidad de un instante. Las escenas de una obra real o ficticia. El incordio de momentos amargos. El erotismo que nos informa que estamos vivos. Imágenes fijas del pasado que ella ponía en movimiento una y otra vez: el primer amor, la partida del hermano menor hacia los Estados Unidos, los muertos del pueblo, el amor incondicional del abuelo que la educó, el ser madre… ¿Quién dice qué es lo que debemos recordar? ¿Qué es lo importante? Soy una vieja chocha, qué le vamos a hacer, repito las cosas, decía la abuela entre resignada y divertida. A Yasushi le gustaba pensar que su madre, mientras envejecía y perdía la memoria, se iba desprendiendo de todo aquello que para ella no era importante. Era una forma de alivio: aligeraba el paso de los días. “Es mi deseo firme librar de cargas / mi vejez, cediéndolas a fuerzas más jóvenes, / mientras yo, aliviado, me arrastro hacia la muerte”, expresa el rey Lear a sus herederos, los cuales, por desgracia, no le darán paz. “Por mi vida que es cierto: / los viejos chochos son como niños; hay que tratarles / a veces con halagos, más si yerran, reñirles”, reniega la malvada Goneril de su padre Lear.

Avanzó tanto la demencia de la abuela, que parecía responder únicamente a "la titilante llama azul del instinto que ardía en algún lugar de su cuerpo y de su mente decadentes.” Olvidó a todos. Al marido, a los hijos, a los nietos. Luis Buñuel: “Hay que haber empezado a perder la memoria, aunque sea sólo a retazos, para darse cuenta de que esta memoria es lo que constituye toda nuestra vida. Una vida sin memoria no sería vida… Nuestra memoria es nuestra coherencia, nuestra razón, nuestra acción, nuestro sentimiento, sin ella no somos nada…” ¿Qué somos sin lenguaje y sin memoria?, me pregunté yo mismo cuando reseñé El cerebro de mi hermano (Seix Barral, 2013), de Rafael Pérez Gay. Quizás una casa vacía. Un inmueble deshabitado que se ha quedado a oscuras.

Mi madre (Sexto Piso, 2020), de Yasushi Inoue, es a la vez una bella crónica acerca de la senectud de una madre, es en parte novela autobiográfica y es también ensayo personal que reflexiona y formula preguntas sobre el amor, la paternidad, la maternidad, la vejez y ese destino final compartido por todos que es la muerte. Lo que nos relata el escritor japonés en las tres partes en que se divide el libro —Bajo los cerezos en flor, Claro de luna y El rostro de la nieve— es el proceso que lleva a su madre a perder parcelas de su memoria, a perder vigor en los ancianos movimientos de su cuerpo, a balbucear y a dormir para siempre. Pudo ser una lectura dolorosa. Pero la prosa de Yasushi, lírica en muchas ocasiones, sutil, íntima y sin desdeñar el humor, como ya lo había mostrado en la extraordinaria novela La escopeta de caza (Anagrama, 1988), convierte la narración en una carta de amor a la madre, en una cavilación entrañable sobre vivir, envejecer, volver a ser niños y regresar a los brazos de quienes alguna vez estuvieron en los nuestros (los hijos) y morir. Mi madre es una obra de enorme belleza. Difícil de olvidar. Aun cuando cerramos el libro, su historia, la manera de contarla, resplandece y revive en nuestros recuerdos.

elacantilado@yahoo.com.mx


Cuando su madre cumplió ochenta años, el novelista y crítico japonés Yasushi Inoue (Hokkaidō, 1907 - Tokio, 1991) decidió comenzar a escribir una crónica. Lo que él pensó que sería la crónica de la senectud de su madre. Cinco años antes, tras la muerte de su padre, el asunto principal para los cuatro hijos consistía en qué hacer con la madre que de pronto se había quedado sola en Izu, la casa del pueblo. La hija mayor vivía en Mishima; el primogénito, Yasushi, igual que su hermana y hermano menores, vivía en Tokio. No sería fácil convencer a la madre de dejar el pueblo para mudarse a la ciudad con alguno de sus hijos. Pero tampoco podía quedarse sola con su avanzada edad. Parecía que gozaba de una salud de hierro y su espalda aún estaba erguida. “Era capaz de leer el periódico sin gafas y, aunque le faltaban un par de muelas, no tenía ni un diente postizo. Sin embargo, a pesar de su excelente estado físico, dos o tres años antes de la muerte de mi padre se había vuelto muy olvidadiza y había empezado a repetir las cosas varias veces.”

Ya en Tokio, donde vivió cuatro años con su hija menor Kuwako, la abuela (como la llamaban todos) empezó a repetirse con mayor constancia, como si fuera un disco rayado. Apenas decía algo y más tarde lo repetía, olvidando que ya lo había dicho. Cada vez que se encontraba con sus nietos, los hijos de Yasushi, les contaba, como si fuera la primera ocasión, del joven Shunma, que era un joven muy amable, que era un alumno excepcional que logró entrar a la Escuela Superior a los diecisiete años, que si no hubiera muerto de una enfermedad pulmonar habría sido un estudiante brillante. Los ojos de la abuela brillaban cuando hablaba de Shunma, lo que nunca hacía delante de sus hijos, sólo de sus nietos. Parecía, pensaban algunos, que ese chico le gustaba mucho en su infancia. Quizás había sido su primer amor. Estaba retrocediendo en los años; tenía aproximadamente diez años cuando jugaba con Shunma. Por eso, explicaba la hija de Yasushi, nunca habla del abuelo, aún no lo conocía. “Miré a mi madre”, relata el narrador con cierta objetividad y distancia, “y me di cuenta de que, aunque no estaba enferma, parecía una máquina estropeada. Algunas de sus partes no marchaban como es debido, mientras que otras funcionaban a la perfección […] Su falta de memoria era flagrante, pero también había cosas que no olvidaba nunca”. En otro momento se refiere a ella como “nuestra averiada madre”. La propia Kuwako, que la cuida al principio y se siente al borde de la impotencia conforme pasan los días, dice con extrañeza: “Las partes que funcionan se mezclan con las que están averiadas”. Para los hijos es una circunstancia nueva, no están preparados. Observan y conviven con una mujer activa, inquieta, dueña de un cuerpo sano, que sin embargo ha entrado en las desconcertantes idas y vueltas de la demencia senil. “La demencia es una enfermedad espantosa.” El cuchillo, la guadaña del tiempo no sólo horada rasgos juveniles, como lamenta Shakespeare en su soneto LX, sino también merma en muchos, no todos, la memoria.

A partir de los setenta y ocho años, la senilidad de la madre de Yasushi comenzaba a ser evidente. “Era como si mi madre hubiera empezado a borrar con una goma uno de los extremos de la larga línea de la vida que había dibujado hasta entonces. No lo hacía de forma consciente, claro; era la vejez la que iba borrando la larga línea de la vida de mi madre y acercándose inexorablemente al principio”. Desandando, de manera imparable, el camino. Primero borró de su memoria los setenta, luego los sesenta, los cincuenta y hasta los cuarenta años. “Dicen que la vejez es un regreso a la niñez, y eso era exactamente lo que le ocurría a mi madre”. (El envejecimiento de la suegra de Yasushi y su pérdida de memoria fue más rápido: de un día para otro regresó a la juventud, a la infancia y era un bebé que se chupaba el dedo cuando murió.) De repente la abuela era una mujer de treinta años, una joven de veinte o una niña de diez que vagaba con espontaneidad a través de sus recuerdos. Por lo menos parecía feliz. Como si durante ese regreso progresivo se fuera despojando de cosas innecesarias cuyo peso la pudieran encorvar, pensaba Yasushi. Sólo quedaba en la memoria lo esencial. La nitidez y fugacidad de un instante. Las escenas de una obra real o ficticia. El incordio de momentos amargos. El erotismo que nos informa que estamos vivos. Imágenes fijas del pasado que ella ponía en movimiento una y otra vez: el primer amor, la partida del hermano menor hacia los Estados Unidos, los muertos del pueblo, el amor incondicional del abuelo que la educó, el ser madre… ¿Quién dice qué es lo que debemos recordar? ¿Qué es lo importante? Soy una vieja chocha, qué le vamos a hacer, repito las cosas, decía la abuela entre resignada y divertida. A Yasushi le gustaba pensar que su madre, mientras envejecía y perdía la memoria, se iba desprendiendo de todo aquello que para ella no era importante. Era una forma de alivio: aligeraba el paso de los días. “Es mi deseo firme librar de cargas / mi vejez, cediéndolas a fuerzas más jóvenes, / mientras yo, aliviado, me arrastro hacia la muerte”, expresa el rey Lear a sus herederos, los cuales, por desgracia, no le darán paz. “Por mi vida que es cierto: / los viejos chochos son como niños; hay que tratarles / a veces con halagos, más si yerran, reñirles”, reniega la malvada Goneril de su padre Lear.

Avanzó tanto la demencia de la abuela, que parecía responder únicamente a "la titilante llama azul del instinto que ardía en algún lugar de su cuerpo y de su mente decadentes.” Olvidó a todos. Al marido, a los hijos, a los nietos. Luis Buñuel: “Hay que haber empezado a perder la memoria, aunque sea sólo a retazos, para darse cuenta de que esta memoria es lo que constituye toda nuestra vida. Una vida sin memoria no sería vida… Nuestra memoria es nuestra coherencia, nuestra razón, nuestra acción, nuestro sentimiento, sin ella no somos nada…” ¿Qué somos sin lenguaje y sin memoria?, me pregunté yo mismo cuando reseñé El cerebro de mi hermano (Seix Barral, 2013), de Rafael Pérez Gay. Quizás una casa vacía. Un inmueble deshabitado que se ha quedado a oscuras.

Mi madre (Sexto Piso, 2020), de Yasushi Inoue, es a la vez una bella crónica acerca de la senectud de una madre, es en parte novela autobiográfica y es también ensayo personal que reflexiona y formula preguntas sobre el amor, la paternidad, la maternidad, la vejez y ese destino final compartido por todos que es la muerte. Lo que nos relata el escritor japonés en las tres partes en que se divide el libro —Bajo los cerezos en flor, Claro de luna y El rostro de la nieve— es el proceso que lleva a su madre a perder parcelas de su memoria, a perder vigor en los ancianos movimientos de su cuerpo, a balbucear y a dormir para siempre. Pudo ser una lectura dolorosa. Pero la prosa de Yasushi, lírica en muchas ocasiones, sutil, íntima y sin desdeñar el humor, como ya lo había mostrado en la extraordinaria novela La escopeta de caza (Anagrama, 1988), convierte la narración en una carta de amor a la madre, en una cavilación entrañable sobre vivir, envejecer, volver a ser niños y regresar a los brazos de quienes alguna vez estuvieron en los nuestros (los hijos) y morir. Mi madre es una obra de enorme belleza. Difícil de olvidar. Aun cuando cerramos el libro, su historia, la manera de contarla, resplandece y revive en nuestros recuerdos.

elacantilado@yahoo.com.mx

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