/ sábado 1 de agosto de 2020

Un día sin música es un día triste

Con el paso de los años he llegado a creer que el amor que profeso a la música desde la infancia, el hábito inexorable de escucharla, se lo debo a mi madre. Ignoro si esto es verdad, pero el relato que ha construido mi memoria arranca siempre del mismo recuerdo. La mañana de cada sábado y, probablemente, de cada domingo, mi madre me pedía que encendiera el tornamesa y pusiera a girar algún disco de vinilo o que sintonizara la F.M., mientras ella hacía labores de limpieza. En realidad, me lo decía de una manera sencilla y económica: “pon música”. Y yo corría a hacerlo. Apenas se escuchaba la melodía, todo era canto y júbilo. Un tararear alegre que llenaba el aire y lo hacía vibrar, con la excepción de algunas canciones tristes. Algo se transformaba en casa, en su atmósfera, y lo sentíamos como una brisa repentina. “El sonido es un temblor del aire y afecta tanto al cuerpo como a la mente” (Alex Ross). Era un rito de fin de semana que se convirtió también en una parte de mí. El simple acto de poner música que cada semana me encomendaba mi madre, hizo que, a fuerza de repetirlo, la costumbre se volviera una necesidad de sonido. “La música”, coincido en forma absoluta con George Steiner, “la necesito físicamente, todos los días. Un día sin música es un día muy triste.”

En cada reunión, en cada fiesta, bajo cualquier pretexto, en casa había música. Ayudaba mucho la colección de discos y casetes que guardaba mi padre. Desde boleros, rancheras, pasando por rock en español y en inglés, y música clásica. Si se estaba en compañía de otras personas, la música reforzaba la comunidad, la interacción, el desahogo y la complicidad. Como antídoto de la soledad, tenía la magia de animar y alargar esos momentos. De poner a mover los cuerpos y revivir recuerdos. “Llevamos el ritmo, de manera involuntaria, aunque no prestemos atención de manera consciente, y nuestra cara y postura reflejan la ‘narración’ de la melodía, y los pensamientos y sensaciones que provoca”, escribió el neurólogo y escritor Oliver Sacks en su imprescindible Musicofilia. Relatos de la música y el cerebro (Anagrama, 2009). Pero si uno estaba solo, escuchando música con atención, entregado a ella como en un ensueño, milagrosamente se abría un espacio de silencio que daba entrada a una nueva forma de conversación. La música, ese lenguaje insondable sin conceptos, sin imágenes, es primordialmente un ejercicio de comunicación. Cuando nos sumergimos en una pieza musical, su concierto de formas sonoras nos cubre el cuerpo entero y colma nuestra vida interior con emociones y significados intraducibles. Cada nota, o el conjunto armonioso o disonante de ellas, nos dice algo. Pero hay que aprender a escuchar o a guardar silencio para que nos hable. Habilidades que parece que se están perdiendo. El estupendo pianista y director de orquesta argentino, Daniel Barenboim, citado por la filósofa polaca Alicja Gescinska en su libro La música como hogar (Siruela, 2020), nos recomienda que intentemos “meternos en la música desde la primera hasta la última nota y, para conseguirlo, según él, no hace falta ser un experto. Basta con tener voluntad de entregarse a la música, de dejarse llevar por ella.”

Cuando de verdad la escuchamos, la música no sólo nos expresa algo de ella misma, de su esencia, sino también de la vida interior, emotiva, del compositor, de los músicos y de los oyentes. Reproducir música es reproducir emociones íntimas. La música afecta todo nuestro ser. Por eso Platón la veía con recelo: en su ciudad ideal debía reinar la razón antes que el caudal de emociones ingobernables. El sonido de la pieza musical nos pone en contacto con la vida de los otros, es un atajo hacia la interioridad, hacia la interrogación silenciosa; y pone en relación la vida de esos otros con la nuestra. Es ejercicio de empatía, de comprensión. Un auténtico diálogo de tres a partir de y con la música. O como lo dice Rafael Vargas Escalante en el espléndido prólogo al también espléndido libro Necesidad de música (Grano de sal, 2019), en el que se reúnen artículos y conferencias que George Steiner escribió sobre música:

“En el hecho mismo de escuchar una obra musical hay por lo menos tres actores involucrados, a través de los cuales ‘circula’ esa obra: el compositor, el ejecutante y el escucha. Pero el diálogo o comunicación que se establece, más que un diálogo entre ellos, es un diálogo entre esos tres actores con la obra musical, que se compone, descompone y recompone a través de ellos.”


La experiencia musical es a la vez congregación y soledad. Para muchos también es un hogar. “Sin música, Polonia no existiría”, afirma Alicja Gescinska. Muchos de los polacos que se vieron obligados a emigrar como consecuencia de la represión impuesta por parte de Rusia, Prusia y la doble monarquía austrohúngara, que se habían repartido el territorio polaco a finales del siglo XVIII, eran integrantes de la élite cultural que continuarían sus obras en el exilio. Entre ellos se encontraba el gran Frédéric Chopin, quien llegó a Francia en 1831 para ofrecer unos conciertos, pero nunca pudo regresar a su patria y se inundó de nostalgia, de un anhelo por el hogar perdido. La tragedia personal de este genio del piano pronto cristalizó en música. La añoranza del terruño lo llevó de nuevo a sumirse en la música popular polaca y, a partir de ahí, compuso sus bellísimas polonesas y mazurcas que sirvieron de hogar, de patria musical, a tantos polacos de la diáspora. Pero como la música es un idioma universal, las composiciones inigualables de Chopin (estudios, nocturnos, sonatas para piano, valses, preludios, fantasías para piano, polonesas, etc.), como la de tantos otros compositores (de música clásica o popular), constituyen un verdadero hogar para quienes las disfrutamos una y otra vez. “Tú eres la música, mientras la música dura” (T.S. Eliot). Es una lección que indirectamente aprendí de mi madre.

Con el paso de los años he llegado a creer que el amor que profeso a la música desde la infancia, el hábito inexorable de escucharla, se lo debo a mi madre. Ignoro si esto es verdad, pero el relato que ha construido mi memoria arranca siempre del mismo recuerdo. La mañana de cada sábado y, probablemente, de cada domingo, mi madre me pedía que encendiera el tornamesa y pusiera a girar algún disco de vinilo o que sintonizara la F.M., mientras ella hacía labores de limpieza. En realidad, me lo decía de una manera sencilla y económica: “pon música”. Y yo corría a hacerlo. Apenas se escuchaba la melodía, todo era canto y júbilo. Un tararear alegre que llenaba el aire y lo hacía vibrar, con la excepción de algunas canciones tristes. Algo se transformaba en casa, en su atmósfera, y lo sentíamos como una brisa repentina. “El sonido es un temblor del aire y afecta tanto al cuerpo como a la mente” (Alex Ross). Era un rito de fin de semana que se convirtió también en una parte de mí. El simple acto de poner música que cada semana me encomendaba mi madre, hizo que, a fuerza de repetirlo, la costumbre se volviera una necesidad de sonido. “La música”, coincido en forma absoluta con George Steiner, “la necesito físicamente, todos los días. Un día sin música es un día muy triste.”

En cada reunión, en cada fiesta, bajo cualquier pretexto, en casa había música. Ayudaba mucho la colección de discos y casetes que guardaba mi padre. Desde boleros, rancheras, pasando por rock en español y en inglés, y música clásica. Si se estaba en compañía de otras personas, la música reforzaba la comunidad, la interacción, el desahogo y la complicidad. Como antídoto de la soledad, tenía la magia de animar y alargar esos momentos. De poner a mover los cuerpos y revivir recuerdos. “Llevamos el ritmo, de manera involuntaria, aunque no prestemos atención de manera consciente, y nuestra cara y postura reflejan la ‘narración’ de la melodía, y los pensamientos y sensaciones que provoca”, escribió el neurólogo y escritor Oliver Sacks en su imprescindible Musicofilia. Relatos de la música y el cerebro (Anagrama, 2009). Pero si uno estaba solo, escuchando música con atención, entregado a ella como en un ensueño, milagrosamente se abría un espacio de silencio que daba entrada a una nueva forma de conversación. La música, ese lenguaje insondable sin conceptos, sin imágenes, es primordialmente un ejercicio de comunicación. Cuando nos sumergimos en una pieza musical, su concierto de formas sonoras nos cubre el cuerpo entero y colma nuestra vida interior con emociones y significados intraducibles. Cada nota, o el conjunto armonioso o disonante de ellas, nos dice algo. Pero hay que aprender a escuchar o a guardar silencio para que nos hable. Habilidades que parece que se están perdiendo. El estupendo pianista y director de orquesta argentino, Daniel Barenboim, citado por la filósofa polaca Alicja Gescinska en su libro La música como hogar (Siruela, 2020), nos recomienda que intentemos “meternos en la música desde la primera hasta la última nota y, para conseguirlo, según él, no hace falta ser un experto. Basta con tener voluntad de entregarse a la música, de dejarse llevar por ella.”

Cuando de verdad la escuchamos, la música no sólo nos expresa algo de ella misma, de su esencia, sino también de la vida interior, emotiva, del compositor, de los músicos y de los oyentes. Reproducir música es reproducir emociones íntimas. La música afecta todo nuestro ser. Por eso Platón la veía con recelo: en su ciudad ideal debía reinar la razón antes que el caudal de emociones ingobernables. El sonido de la pieza musical nos pone en contacto con la vida de los otros, es un atajo hacia la interioridad, hacia la interrogación silenciosa; y pone en relación la vida de esos otros con la nuestra. Es ejercicio de empatía, de comprensión. Un auténtico diálogo de tres a partir de y con la música. O como lo dice Rafael Vargas Escalante en el espléndido prólogo al también espléndido libro Necesidad de música (Grano de sal, 2019), en el que se reúnen artículos y conferencias que George Steiner escribió sobre música:

“En el hecho mismo de escuchar una obra musical hay por lo menos tres actores involucrados, a través de los cuales ‘circula’ esa obra: el compositor, el ejecutante y el escucha. Pero el diálogo o comunicación que se establece, más que un diálogo entre ellos, es un diálogo entre esos tres actores con la obra musical, que se compone, descompone y recompone a través de ellos.”


La experiencia musical es a la vez congregación y soledad. Para muchos también es un hogar. “Sin música, Polonia no existiría”, afirma Alicja Gescinska. Muchos de los polacos que se vieron obligados a emigrar como consecuencia de la represión impuesta por parte de Rusia, Prusia y la doble monarquía austrohúngara, que se habían repartido el territorio polaco a finales del siglo XVIII, eran integrantes de la élite cultural que continuarían sus obras en el exilio. Entre ellos se encontraba el gran Frédéric Chopin, quien llegó a Francia en 1831 para ofrecer unos conciertos, pero nunca pudo regresar a su patria y se inundó de nostalgia, de un anhelo por el hogar perdido. La tragedia personal de este genio del piano pronto cristalizó en música. La añoranza del terruño lo llevó de nuevo a sumirse en la música popular polaca y, a partir de ahí, compuso sus bellísimas polonesas y mazurcas que sirvieron de hogar, de patria musical, a tantos polacos de la diáspora. Pero como la música es un idioma universal, las composiciones inigualables de Chopin (estudios, nocturnos, sonatas para piano, valses, preludios, fantasías para piano, polonesas, etc.), como la de tantos otros compositores (de música clásica o popular), constituyen un verdadero hogar para quienes las disfrutamos una y otra vez. “Tú eres la música, mientras la música dura” (T.S. Eliot). Es una lección que indirectamente aprendí de mi madre.

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