/ sábado 4 de abril de 2020

Una ciudad devastada

La tarde del 16 de abril de 194 …, el doctor Bernard Rieux, antes de entrar en su departamento, vio salir del fondo de un corredor una enorme rata que se movía con torpeza. El animal hizo un alto, avanzó hacia el doctor, se detuvo, giró sobre sí mismo dando un gritito y cayó con el hocico ensangrentado frente a los ojos del doctor. Al día siguiente, con las ratas tomadas por las patas, el portero del edificio le dijo a Rieux que habían aparecido tres más. Era un anuncio, una señal, un presagio macabro. Intrigado por lo que había visto, decidió visitar a sus pacientes en los barrios más pobres y pudo observar decenas de ratas en los basureros; era el tema de conversación entre los vecinos. En un par de días comenzaron a salir a morir cientos de ratas en las fábricas, en los arroyos, en los patios y en las aceras. Fue en ese momento que los ciudadanos de Orán, una prefectura francesa en la costa de Argelia, se inquietaron. El portero, el viejo Michel, sería una de las primeras víctimas de un enemigo mortal que nadie esperaba.


Orán es la ciudad en la que el novelista, dramaturgo y ensayista Albert Camus (Argelia, 1912 – Francia, 1960) ubicó la historia de La peste (1947), la cual es narrada por un cronista que aspira a la objetividad de su relato, a decir “esto pasó”, valiéndose de su propio testimonio y el de otros personajes de la novela que de pronto se vieron atrapados en una circunstancia que a todos rebasaba. “El modo más cómodo de conocer una ciudad”, nos dice el narrador, “es averiguar cómo se trabaja en ella, cómo se ama y cómo se muere. En nuestra ciudad, por efecto del clima [caliente], todo ello se hace igual, con el mismo aire frenético y ausente. Es decir, que se aburre uno y se dedica a adquirir hábitos.” Los ciudadanos de Orán están entregados al comercio y a la idea fija de enriquecerse; solo los fines de semana se permiten frecuentar mujeres, el cine y el mar. “Esta ciudad, sin nada pintoresco, sin vegetación y sin alma, acaba por servir de reposo y al fin se adormece uno en ella.” En una comunidad de dormidos despiertos nada podía alertar a los oraneses de los graves hechos que se relatan en esta gran obra de ficción.


En la primera parte, el narrador nos cuenta la lenta transición de un periodo de desconcierto a un periodo de pánico. Primero la incredulidad, luego la confusión, después el miedo y con él la reflexión. En unos cuantos días las cosas empeoraron: se recogieron y se quemaron 8,000 ratas. Frente a estas cifras, los ciudadanos comenzaron a entender que se trataba de una seria amenaza cuyo origen desconocían. “En unos cuantos días los casos mortales se multiplicaron y se hizo evidente para los que se ocupaban [los médicos] de este mal curioso que se trataba de una verdadera epidemia.” Sin embargo, nadie llamaba por su nombre a lo que estaba ocurriendo. Nada de generar pánico, decían las autoridades, pero tampoco podía ocultarse por mucho tiempo. El mal de las plagas es algo común y que se repite a lo largo de la historia de la humanidad (la peste de Atenas en 430 a. C., la peste de Londres en 1665, la peste de Marsella en 1720, la gripe española en 1918, epidemias de cólera y viruela, por mencionar solo algunas); también es común que nos tome desprevenidos. Uno no cree en las plagas hasta que están encima de nosotros como arrojadas desde el cielo con una furia inusitada. El propio doctor Rieux sentía como algo irreal el mortífero fenómeno que se expandía por toda la ciudad; también él, junto con los otros médicos, estaba desarmado.


La peste, puede decirse entre muchas otras cosas, es la historia de una ciudad cuyos ciudadanos y autoridades tardaron en reaccionar ante los primeros signos de la horrenda epidemia, “sumidos en la estúpida confianza humana”, pues no quisieron renunciar en forma temprana a sus hábitos y a sus pequeñas costumbres con el objetivo de mitigar las infecciones transmitidas por las pulgas de las ratas. Continuaban las reuniones sociales y la asistencia al cine y a la ópera. Sin embargo, al ver las nuevas cifras, la prefectura endureció las medidas: declaración obligatoria de los síntomas, aislamientos, las casas de los enfermos cerradas y desinfectadas, y los familiares debían mantenerse en cuarentena. Entre tanto, llegó un parte oficial desde París en el que Rieux leyó: “Declaren el estado de peste. Cierren la ciudad.” Y las puertas de la ciudad se cerraron, confinando a miles de oraneses en sus casas y en su propia ciudad; separando de improviso a madres, padres, hijos, esposas, novias y amantes que habían salido del puerto y ya no podían entrar de vuelta en Orán. Los diálogos entre los seres queridos se redujeron a las fórmulas breves del telegrama: “Sigo bien. Cuídate. Cariños.” Los enamorados ansiaban atravesar las puertas selladas de la ciudad argumentando razones del corazón; los doctores lo prohibían respondiendo con el lenguaje de la razón y la evidencia. Nadie debía salir. Con la peste llegó una especie de exilio, una condición de prisioneros que vino a transformar tanto la atmósfera de la ciudad como los caracteres de sus habitantes. La animación del puerto había desaparecido con la peste. Una de las grandes revoluciones que trajo la enfermedad, se lee en alguna de las cinco partes que componen esta ficción, es que de pronto el mar estaba prohibido y la juventud se alejaba de las playas. “La gran ciudad silenciosa no era entonces más que un conjunto de cubos macizos e inertes, entre los cuales las efigies taciturnas de bienhechores olvidados o de antiguos grandes hombres, ahogados para siempre en el bronce, intentaban únicamente, con sus falsos rostros de piedra o de hierro, invocar una imagen desvaída de lo que había sido el hombre.”


Coincido con el apunte de Rafael Narbona acerca de la enseñanza que nos deja La peste, de Albert Camus: “… las peores epidemias no son biológicas, sino morales. En las situaciones de crisis, sale a luz lo peor de la sociedad: insolidaridad, egoísmo, inmadurez, irracionalidad. Pero también emerge lo mejor,” (elcultural.com, 17/03/2020). Efectivamente, si bien los oraneses al principio practicaban una muy tenue solidaridad, la epidemia los devolvió a la soledad y al silencio. Para los meses de septiembre y octubre, los efectos del agotamiento y la falta de tregua en una ciudad devastada por la peste bubónica condujeron a una creciente indiferencia de la población y a un preocupante abandono. Pese a todo, de igual forma surgió lo mejor de muchos ciudadanos, particularmente del doctor Rieux, héroe de la novela y un héroe de la ciudad sin buscarlo, quien estaba entregado en cuerpo y alma, hasta 20 horas diarias, junto con su equipo, al cuidado de la salud de sus conciudadanos. Había que dar la batalla por sus coterráneos y no dejarse vencer. “No tengo afición al heroísmo ni a la santidad. Lo que me interesa es ser hombre,” y también entiende la importancia de la simpatía para la vida cotidiana, pues “pensaba que este mundo sin amor es un mundo muerto, y que al fin llega un momento en que se cansa uno de la prisión, del trabajo y del valor, y no exige más que el rostro de un ser y el hechizo de la ternura en el corazón.”


Al final, en esta novela de gran profundidad moral y filosófica acerca de la condición humana –así como de un evidente compromiso estético de Albert Camus con una escritura bastante eficaz para lo que se relata, poética en muchos instantes y filosófica cuando nos quiere empujar a la reflexión de los grandes temas universales—, hay lugar para la esperanza. Es una enorme novela sobre la vulnerabilidad humana, pero también sobre su coraje, tenacidad, valor y solidaridad en las periodos más aciagos y amenazantes para su especie. En este mismo momento, mientras escribo, hay muchos doctores Rieux trabajando por la salud y por la vida en todo el mundo.

La tarde del 16 de abril de 194 …, el doctor Bernard Rieux, antes de entrar en su departamento, vio salir del fondo de un corredor una enorme rata que se movía con torpeza. El animal hizo un alto, avanzó hacia el doctor, se detuvo, giró sobre sí mismo dando un gritito y cayó con el hocico ensangrentado frente a los ojos del doctor. Al día siguiente, con las ratas tomadas por las patas, el portero del edificio le dijo a Rieux que habían aparecido tres más. Era un anuncio, una señal, un presagio macabro. Intrigado por lo que había visto, decidió visitar a sus pacientes en los barrios más pobres y pudo observar decenas de ratas en los basureros; era el tema de conversación entre los vecinos. En un par de días comenzaron a salir a morir cientos de ratas en las fábricas, en los arroyos, en los patios y en las aceras. Fue en ese momento que los ciudadanos de Orán, una prefectura francesa en la costa de Argelia, se inquietaron. El portero, el viejo Michel, sería una de las primeras víctimas de un enemigo mortal que nadie esperaba.


Orán es la ciudad en la que el novelista, dramaturgo y ensayista Albert Camus (Argelia, 1912 – Francia, 1960) ubicó la historia de La peste (1947), la cual es narrada por un cronista que aspira a la objetividad de su relato, a decir “esto pasó”, valiéndose de su propio testimonio y el de otros personajes de la novela que de pronto se vieron atrapados en una circunstancia que a todos rebasaba. “El modo más cómodo de conocer una ciudad”, nos dice el narrador, “es averiguar cómo se trabaja en ella, cómo se ama y cómo se muere. En nuestra ciudad, por efecto del clima [caliente], todo ello se hace igual, con el mismo aire frenético y ausente. Es decir, que se aburre uno y se dedica a adquirir hábitos.” Los ciudadanos de Orán están entregados al comercio y a la idea fija de enriquecerse; solo los fines de semana se permiten frecuentar mujeres, el cine y el mar. “Esta ciudad, sin nada pintoresco, sin vegetación y sin alma, acaba por servir de reposo y al fin se adormece uno en ella.” En una comunidad de dormidos despiertos nada podía alertar a los oraneses de los graves hechos que se relatan en esta gran obra de ficción.


En la primera parte, el narrador nos cuenta la lenta transición de un periodo de desconcierto a un periodo de pánico. Primero la incredulidad, luego la confusión, después el miedo y con él la reflexión. En unos cuantos días las cosas empeoraron: se recogieron y se quemaron 8,000 ratas. Frente a estas cifras, los ciudadanos comenzaron a entender que se trataba de una seria amenaza cuyo origen desconocían. “En unos cuantos días los casos mortales se multiplicaron y se hizo evidente para los que se ocupaban [los médicos] de este mal curioso que se trataba de una verdadera epidemia.” Sin embargo, nadie llamaba por su nombre a lo que estaba ocurriendo. Nada de generar pánico, decían las autoridades, pero tampoco podía ocultarse por mucho tiempo. El mal de las plagas es algo común y que se repite a lo largo de la historia de la humanidad (la peste de Atenas en 430 a. C., la peste de Londres en 1665, la peste de Marsella en 1720, la gripe española en 1918, epidemias de cólera y viruela, por mencionar solo algunas); también es común que nos tome desprevenidos. Uno no cree en las plagas hasta que están encima de nosotros como arrojadas desde el cielo con una furia inusitada. El propio doctor Rieux sentía como algo irreal el mortífero fenómeno que se expandía por toda la ciudad; también él, junto con los otros médicos, estaba desarmado.


La peste, puede decirse entre muchas otras cosas, es la historia de una ciudad cuyos ciudadanos y autoridades tardaron en reaccionar ante los primeros signos de la horrenda epidemia, “sumidos en la estúpida confianza humana”, pues no quisieron renunciar en forma temprana a sus hábitos y a sus pequeñas costumbres con el objetivo de mitigar las infecciones transmitidas por las pulgas de las ratas. Continuaban las reuniones sociales y la asistencia al cine y a la ópera. Sin embargo, al ver las nuevas cifras, la prefectura endureció las medidas: declaración obligatoria de los síntomas, aislamientos, las casas de los enfermos cerradas y desinfectadas, y los familiares debían mantenerse en cuarentena. Entre tanto, llegó un parte oficial desde París en el que Rieux leyó: “Declaren el estado de peste. Cierren la ciudad.” Y las puertas de la ciudad se cerraron, confinando a miles de oraneses en sus casas y en su propia ciudad; separando de improviso a madres, padres, hijos, esposas, novias y amantes que habían salido del puerto y ya no podían entrar de vuelta en Orán. Los diálogos entre los seres queridos se redujeron a las fórmulas breves del telegrama: “Sigo bien. Cuídate. Cariños.” Los enamorados ansiaban atravesar las puertas selladas de la ciudad argumentando razones del corazón; los doctores lo prohibían respondiendo con el lenguaje de la razón y la evidencia. Nadie debía salir. Con la peste llegó una especie de exilio, una condición de prisioneros que vino a transformar tanto la atmósfera de la ciudad como los caracteres de sus habitantes. La animación del puerto había desaparecido con la peste. Una de las grandes revoluciones que trajo la enfermedad, se lee en alguna de las cinco partes que componen esta ficción, es que de pronto el mar estaba prohibido y la juventud se alejaba de las playas. “La gran ciudad silenciosa no era entonces más que un conjunto de cubos macizos e inertes, entre los cuales las efigies taciturnas de bienhechores olvidados o de antiguos grandes hombres, ahogados para siempre en el bronce, intentaban únicamente, con sus falsos rostros de piedra o de hierro, invocar una imagen desvaída de lo que había sido el hombre.”


Coincido con el apunte de Rafael Narbona acerca de la enseñanza que nos deja La peste, de Albert Camus: “… las peores epidemias no son biológicas, sino morales. En las situaciones de crisis, sale a luz lo peor de la sociedad: insolidaridad, egoísmo, inmadurez, irracionalidad. Pero también emerge lo mejor,” (elcultural.com, 17/03/2020). Efectivamente, si bien los oraneses al principio practicaban una muy tenue solidaridad, la epidemia los devolvió a la soledad y al silencio. Para los meses de septiembre y octubre, los efectos del agotamiento y la falta de tregua en una ciudad devastada por la peste bubónica condujeron a una creciente indiferencia de la población y a un preocupante abandono. Pese a todo, de igual forma surgió lo mejor de muchos ciudadanos, particularmente del doctor Rieux, héroe de la novela y un héroe de la ciudad sin buscarlo, quien estaba entregado en cuerpo y alma, hasta 20 horas diarias, junto con su equipo, al cuidado de la salud de sus conciudadanos. Había que dar la batalla por sus coterráneos y no dejarse vencer. “No tengo afición al heroísmo ni a la santidad. Lo que me interesa es ser hombre,” y también entiende la importancia de la simpatía para la vida cotidiana, pues “pensaba que este mundo sin amor es un mundo muerto, y que al fin llega un momento en que se cansa uno de la prisión, del trabajo y del valor, y no exige más que el rostro de un ser y el hechizo de la ternura en el corazón.”


Al final, en esta novela de gran profundidad moral y filosófica acerca de la condición humana –así como de un evidente compromiso estético de Albert Camus con una escritura bastante eficaz para lo que se relata, poética en muchos instantes y filosófica cuando nos quiere empujar a la reflexión de los grandes temas universales—, hay lugar para la esperanza. Es una enorme novela sobre la vulnerabilidad humana, pero también sobre su coraje, tenacidad, valor y solidaridad en las periodos más aciagos y amenazantes para su especie. En este mismo momento, mientras escribo, hay muchos doctores Rieux trabajando por la salud y por la vida en todo el mundo.

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