El pasado 8 de diciembre la ecuación de la violencia que se vive en México cambió. De ser víctimas de extorsiones y abusos por parte de la maña, los pobladores de Texcaltitlán, Estado de México, se tornaron en verdugos de sus opresores. Les hicieron pagar caro. El resultado: 14 muertos. La añeja cantaleta de que el pueblo unido jamás será vencido, cobró más vigencia que nunca. Ante la indolencia y el abandono de la autoridad, lo que vimos aquel día podría repetirse en varios poblados de México. ¿Será que llegó la hora de legitimar la justicia por propia mano?
-Mataron a catorce en el Estado de México. ¿Sí supo? -dice una señora en el mercado, es doña Paty, la que vende el alimento para mascotas.
-Claro. Si salió en todos lados. ¡Qué bueno! -le responde una clienta a doña Paty-. Y no es que yo le desee la muerte a nadie, pero ya era hora de que la gente se defendiera. El valiente dura hasta que el cobarde quiere.
Algo muy parecido a lo que dijo la clienta de doña Paty debieron haber pensado los pobladores de Texcaltitlán, al momento de reunirse para planear la emboscada del Payaso y a sus secuaces, quienes se encargaban de cobrarles derecho de piso. No hubo juicio, ni sentencia. Sólo venganza. En un segundo el pueblo les aplicó la sanción más grave y antigua de la humanidad, la mayoría de las sociedades la han utilizado en algún momento: la pena de muerte.
Una historia de sangre
Los antecedentes de la pena de muerte en México se remontan a las culturas como la azteca y la maya, en las que se aplicaba para múltiples delitos: embriaguez, ofensas a los padres, adulterio, incesto, robos, prácticas homosexuales y homicidio... El castigo era tan duro como aleccionador.
El descuartizamiento, la decapitación, la lapidación, los garrotazos y el ahorcamiento fueron práctica común. Más tarde, en tiempos de la Inquisición, la muerte como castigo también se aplicó junto con la tortura y las lesiones corporales. Aquel que era considerado como un hereje por la Iglesia, no tenía muchas posibilidades de contarlo, a menos claro, de que se “arreglara” con los miembros de El Santo Oficio o con los alguaciles que tenían la orden de echarle el guante. Tal y como, varios siglos más tarde, se arreglaría el Payaso con la autoridad del Estado de México para que le permitiera extorsionar y secuestrar, incluso asesinar. Pobre de aquel que se pusiera rejego y se negara a “jalar” con La Familia Michoacana. Porque, literalmente, se lo cargaba el Payaso.
Después de la guerra de Independencia, la pena capital seguiría vigente en México, pero con algunas modificaciones. Por ejemplo, la abolición exclusiva para los delitos cometidos por los políticos. Sin importar qué tan sinvergüenza pudiera llegar a ser un diputado o un gobernador o un presidente, aunque fuese encontrado culpable de uno o varios delitos, ningún tribunal tenía la facultad para castigarlo con la pérdida de la vida. ¿Será que por eso son como son? Con el paso de los años, los distintos estados de la República fueron aboliendo la pena de muerte, hasta que en 2005 Vicente Fox la derogó definitivamente de la Constitución.
Ojo por ojo
Lo cierto es que aunque la pena de muerte haya sido abolida, en la práctica sigue operando una pena de muerte de facto. Texcaltitlán es un ejemplo contundente. Claro que a los mexicanos no nos gusta llamarla “pena de muerte”, tres palabras casi prohibidas por una autocensura impuesta principalmente por nuestros políticos. ¿Qué político mexicano le querría entrar a un tema tan escabroso? Preferimos llamarle linchamiento. Suena menos grave. Como dijo la clienta de doña Paty en el mercado: “¡Qué bueno! (que los mataron) y no es que yo le desee la muerte a nadie…” Pero más allá de cómo lo llamemos, la aciaga suerte que corrió el Payaso y su gente aquel viernes en la cancha de fútbol del pueblo, es la justificación social de la muerte; es la idea de que las personas deben ser privadas de su vida porque han hecho demasiado daño a una comunidad. Y como el Estado no es capaz de detener y castigar, no hay más remedio que aplicar la ley del monte. Pero los muertos no sólo son responsabilidad del Estado, hay que reconocer que buena parte de la culpa la tiene el mismo pueblo, por no saber elegir a sus gobernantes o, peor, por que aun sabiendo la clase de lacras que pretenden gobernarlos, sus habitantes deciden venderles su voto a cambio de quinientos pesos o un tinaco. Ahí queda el ejemplo de Javier Lujano Huerta, el escurridizo presidente municipal de Texcaltitlán, quien después de diez años de “gobernar”, jamás se enteró de que en su pueblo la maña andaba haciendo de las suyas.
Fuente Ovejuna
Muy pronto Texcaltitlán dejará de estar en la mente de los mexicanos, a menos que se dé algo parecido en otro pueblo, o que en uno de esos pueblos muera alguien importante. Con el olvido colectivo probablemente también se irá desvaneciendo la promesa de la nueva gobernadora del Estado de México (vaya estrenón) de investigar y llevar a proceso a los responsables de la matanza. Si todo queda en el olvido y no hay culpables, será una muestra más de que el propio Estado promueve y justifica tácitamente la pena de muerte. Eso sí, que sea el pueblo el que se manche las manos.
Visto así: ¿no deberíamos los mexicanos estar hablando de la pena de muerte? ¿Nuestra clase política no debería estar debatiendo el tema en las cámaras? ¿No amerita algo tan delicado y urgente que se realicen foros, consultas y estudios de opinión? Lo que vimos en Texcaltitlán seguramente se replicará en otros lugares, cada vez con mayor ferocidad y más muertos. El hartazgo de la gente ha llegado al límite. Seguirá ocurriendo lo que sucedió en el pueblo de Fuente Ovejuna en la España rural del siglo XV, donde sus habitantes se sublevaron contra la tiranía de su comendador y terminaron asesinándolo. Cuando llegó un juez para investigar quiénes habían sido los culpables y preguntó: “Quién mató al comendador?”, la gente sólo le respondió: “Fuente Ovejuna, señor”.