/ viernes 18 de febrero de 2022

Camino a los Oscar 2022: Belfast

De todo lo visto hasta ahora, Belfast, la penúltima película del director y actor irlandés Kenneth Branagh, es de destacarse. Sin tantos artificios, pero con personajes entrañables y una historia de corte universal, Branagh nos lleva por los laberintos de la tumultuosa ciudad de Belfast de finales de los años sesenta. En medio de protestas obreras, odio interreligioso y bombas molotov, un chavito de nueve años y su familia (con los abuelos incluidos) tratan de evitar quela vida se derrumbe.

El pueblo irlandés tiene detrás de sí una larga historia de migraciones. Algunas han sido ocasionadas por la pobreza y otras por las luchas político-religiosos, como la disputa entre católicos y protestantes que se originó en Irlanda del Norte a finales de los años sesenta, y que dio paso a una guerra civil de facto. Branagh usa este conflicto como telón de fondo para situar su drama juvenil, en el que tanto el personaje principal, Buddy (Jude Hill), como su familia protestante son protagonistas. Y es que en Belfast no se puede hablar de un solo protagonista, sino de varios, los cuales han sido cuidadosamente delineados. Por eso conectan con el espectador. Porque poseen humanidad.

Se nota el colmillo retorcido de Branagh no sólo como guionista, sino también como un profundo conocedor de la obra dramática de Shakespeare, sobre la cual ha escrito adaptaciones de varias de sus obras, además de actuarlas y dirigirlas para el cine y el teatro. Branagh es un dramaturgo que sabe crear personajes redondos. Y que entiende que en el cine de ficción el personaje es más importante que la anécdota. Hace más de cuatro siglos, Shakespeare halló la receta para escribir historias que conmovieran al público, hoy, en las manos de Branagh, la receta parece vigente. Tal vez es por ello que sin aspavientos ni artificios, sin grandes pretensiones ni la necesidad de extenderse por horas, la historia de Belfast va directo a la entraña.

Lo que es de Dios

Buddy es un niño de nueve años. El y su familia han pasado toda la vida en Belfast, la ciudad que los vio nacer. En el barrio de clase obrera donde viven, se mezclan por igual familias protestantes y católicas. La vida fluye sin sobresaltos, hasta que los vecinos protestantes deciden echar del barrio a los vecinos católicos; esa gente que, como dice el propio Buddy, tiene la suerte de pertenecer a una religión en la que puedes hacer lo que te dé la gana. Al final, si cometes algún pecado, basta con que vayas a la iglesia y te confieses ante un sacerdote. El Dios católico siempre perdona.

Alrededor de la profunda crispación que reina entre los vecinos, es que se desarrollan las historias (subtramas) de Buddy y su peculiar familia. Cada uno tiene algo por qué vivir. Papá sueña con largarse de Belfast a buscarse una mejor vida en el fin del mundo. Mamá se niega a abandonar su amado terruño. Buddy sólo desea ligarse a Catherine, una chavita católica que está en su misma clase. El abuelo, un ex minero (poeta y filósofo), mientras ve pasar sus últimos días, aconseja a Buddy sobre la manera correcta de cortejar a una dama. La abuela y Will, el hermano mayor de Buddy, sólo observan.

Aunque Branagh no aborda explícitamente los móviles políticos que había detrás de la división entre protestantes y católicos (que en esencia se traduce en que los protestantes deseaban que Irlanda del Norte perteneciera al Reino Unido, mientras que la minoría católica pugnaba por la reunificación con el Estado Libre Irlandés), sí que tira el arañazo contra la religión. Cómo no mencionar la escena en la que ante la presencia de Buddy y su hermano Will, el pastor de la iglesia protestante -un hombre de mirada inquisitiva y piel gruesa y sudorosa- se receta tremendo sermón en el que asegura a los presentes que el día que mueran y abandonen este mundo pestilente, se encontrarán con una encrucijada en la que hay dos caminos; uno es recto y estrecho, el otro es largo y sinuoso. Pobre de aquel que escoja transitar por el camino largo, porque se alejará de Dios y terminará hundido en un pozo de dolor. Por último y para cerrar su sermón con broche de oro, el colérico pastor le exige a los presentes que se mochen con una cooperación para la iglesia.

Como se ve, Branagh no desprecia el humor ni la ironía. Así como tampoco deja pasar la oportunidad de que sus personajes, principalmente el abuelo, hablen de cosas profundas por medio de frases y dicharajos irlandeses. Algo que ciertamente le aporta espontaneidad al relato, además ayuda a evitar que se convierta en un melodrama mamón.

El fantasma de la guerra

Varias cosas hay en Belfast que recuerdan a otra cinta, estrenada hace más de veinte años atrás: Billy Elliot (Stephen Daldry, Reino Unido, 2000). Ambas historias son narradas a través de los ojos de un niño, y tanto en una como en la otra, está vivo el retrato de una sociedad dividida por la intolerancia y el adoctrinamiento. No parece muy distinto lo que ocurría en el Belfast de los años sesenta, con lo que ocurre en el México de hoy. La gente está encabronada, dividida. Allá eran católicos contra protestantes; aquí son chairos contra fifís. Allá, Dios y su Corte Celestial eran la manzana de la discordia, aquí lo es un presidente y su fallida transformación. Alguien podría decir que al menos en México aún no ha estallado una guerra civil como en Irlanda del Norte. ¿No? ¿Y Zacatecas? ¿Y Guanajuato? ¿Y Michoacán? Como en cualquier guerra, los pueblos han quedado desolados, la gente ha huido. Algo parecido ocurre al final con Buddy y su familia irlandesa. El destino los obliga a dejar atrás lo que más aman: amigos, lugares, momentos. Esos momentos que no han de volver jamás.

Ya lo dijo cantando el maestro León Gieco: “Sólo le pido a Dios que la guerra no me sea indiferente, desahuciado está el que tiene que marcharse a vivir una cultura diferente”.

De todo lo visto hasta ahora, Belfast, la penúltima película del director y actor irlandés Kenneth Branagh, es de destacarse. Sin tantos artificios, pero con personajes entrañables y una historia de corte universal, Branagh nos lleva por los laberintos de la tumultuosa ciudad de Belfast de finales de los años sesenta. En medio de protestas obreras, odio interreligioso y bombas molotov, un chavito de nueve años y su familia (con los abuelos incluidos) tratan de evitar quela vida se derrumbe.

El pueblo irlandés tiene detrás de sí una larga historia de migraciones. Algunas han sido ocasionadas por la pobreza y otras por las luchas político-religiosos, como la disputa entre católicos y protestantes que se originó en Irlanda del Norte a finales de los años sesenta, y que dio paso a una guerra civil de facto. Branagh usa este conflicto como telón de fondo para situar su drama juvenil, en el que tanto el personaje principal, Buddy (Jude Hill), como su familia protestante son protagonistas. Y es que en Belfast no se puede hablar de un solo protagonista, sino de varios, los cuales han sido cuidadosamente delineados. Por eso conectan con el espectador. Porque poseen humanidad.

Se nota el colmillo retorcido de Branagh no sólo como guionista, sino también como un profundo conocedor de la obra dramática de Shakespeare, sobre la cual ha escrito adaptaciones de varias de sus obras, además de actuarlas y dirigirlas para el cine y el teatro. Branagh es un dramaturgo que sabe crear personajes redondos. Y que entiende que en el cine de ficción el personaje es más importante que la anécdota. Hace más de cuatro siglos, Shakespeare halló la receta para escribir historias que conmovieran al público, hoy, en las manos de Branagh, la receta parece vigente. Tal vez es por ello que sin aspavientos ni artificios, sin grandes pretensiones ni la necesidad de extenderse por horas, la historia de Belfast va directo a la entraña.

Lo que es de Dios

Buddy es un niño de nueve años. El y su familia han pasado toda la vida en Belfast, la ciudad que los vio nacer. En el barrio de clase obrera donde viven, se mezclan por igual familias protestantes y católicas. La vida fluye sin sobresaltos, hasta que los vecinos protestantes deciden echar del barrio a los vecinos católicos; esa gente que, como dice el propio Buddy, tiene la suerte de pertenecer a una religión en la que puedes hacer lo que te dé la gana. Al final, si cometes algún pecado, basta con que vayas a la iglesia y te confieses ante un sacerdote. El Dios católico siempre perdona.

Alrededor de la profunda crispación que reina entre los vecinos, es que se desarrollan las historias (subtramas) de Buddy y su peculiar familia. Cada uno tiene algo por qué vivir. Papá sueña con largarse de Belfast a buscarse una mejor vida en el fin del mundo. Mamá se niega a abandonar su amado terruño. Buddy sólo desea ligarse a Catherine, una chavita católica que está en su misma clase. El abuelo, un ex minero (poeta y filósofo), mientras ve pasar sus últimos días, aconseja a Buddy sobre la manera correcta de cortejar a una dama. La abuela y Will, el hermano mayor de Buddy, sólo observan.

Aunque Branagh no aborda explícitamente los móviles políticos que había detrás de la división entre protestantes y católicos (que en esencia se traduce en que los protestantes deseaban que Irlanda del Norte perteneciera al Reino Unido, mientras que la minoría católica pugnaba por la reunificación con el Estado Libre Irlandés), sí que tira el arañazo contra la religión. Cómo no mencionar la escena en la que ante la presencia de Buddy y su hermano Will, el pastor de la iglesia protestante -un hombre de mirada inquisitiva y piel gruesa y sudorosa- se receta tremendo sermón en el que asegura a los presentes que el día que mueran y abandonen este mundo pestilente, se encontrarán con una encrucijada en la que hay dos caminos; uno es recto y estrecho, el otro es largo y sinuoso. Pobre de aquel que escoja transitar por el camino largo, porque se alejará de Dios y terminará hundido en un pozo de dolor. Por último y para cerrar su sermón con broche de oro, el colérico pastor le exige a los presentes que se mochen con una cooperación para la iglesia.

Como se ve, Branagh no desprecia el humor ni la ironía. Así como tampoco deja pasar la oportunidad de que sus personajes, principalmente el abuelo, hablen de cosas profundas por medio de frases y dicharajos irlandeses. Algo que ciertamente le aporta espontaneidad al relato, además ayuda a evitar que se convierta en un melodrama mamón.

El fantasma de la guerra

Varias cosas hay en Belfast que recuerdan a otra cinta, estrenada hace más de veinte años atrás: Billy Elliot (Stephen Daldry, Reino Unido, 2000). Ambas historias son narradas a través de los ojos de un niño, y tanto en una como en la otra, está vivo el retrato de una sociedad dividida por la intolerancia y el adoctrinamiento. No parece muy distinto lo que ocurría en el Belfast de los años sesenta, con lo que ocurre en el México de hoy. La gente está encabronada, dividida. Allá eran católicos contra protestantes; aquí son chairos contra fifís. Allá, Dios y su Corte Celestial eran la manzana de la discordia, aquí lo es un presidente y su fallida transformación. Alguien podría decir que al menos en México aún no ha estallado una guerra civil como en Irlanda del Norte. ¿No? ¿Y Zacatecas? ¿Y Guanajuato? ¿Y Michoacán? Como en cualquier guerra, los pueblos han quedado desolados, la gente ha huido. Algo parecido ocurre al final con Buddy y su familia irlandesa. El destino los obliga a dejar atrás lo que más aman: amigos, lugares, momentos. Esos momentos que no han de volver jamás.

Ya lo dijo cantando el maestro León Gieco: “Sólo le pido a Dios que la guerra no me sea indiferente, desahuciado está el que tiene que marcharse a vivir una cultura diferente”.