/ lunes 26 de septiembre de 2022

Estado de Occidente | La luz al final del recetario

Todo empieza en una aclaración con tonos tóxicos en el Face, donde una muchacha de mi pueblo escribe “si no te he cocinado es porque no te quiero, pues mi forma de demostrar cariño es cocinando”. Por supuesto que ignoro hacia quién iba tan infame aclaración, pero lo rescatable es el mensaje. Lo real es que sí es así, si funciona de esa manera, las personas que tenemos la dicha de sentir placer al conjugar olores, sabores y colores en un plato, sí funcionamos así. Digo, no en lo tóxico, o no todos, pero de alguna manera nuestro lenguaje es este, la cocina. Y difícilmente por medio de esta mandaremos otro mensaje que no sea él de un “te quiero” o “quiero que estés bien”. La cocina, la gastronomía, es un lenguaje que transmite, como en todas las artes, una emoción que por lo regular lleva un mensaje de cariño. Lo hay en caso contrario y va acompañado de un mal servicio, pero ese es un tema que no tocaremos.

Hablemos mejor de cómo codifica nuestro ser un sabor, un olor de un platillo, sus colores y texturas, un método, un estilo, un ritual. El recetario de la abuela, la recetas de familia, no hay un ser humano que no hubiera construido en algún momento de su vida una receta que contribuya a la vida de otros. Un sándwich, una ensalada, una deconstrucción de la maruchan (mínimo), una salsa para las sabritas, una caguama con chamoy o un trago de vino con alguna fruta. Todos hemos trascendido en la memoria o en la vida de alguien más por medio de una receta o un platillo. Mi hijo Iván hace unos huevos espeluznantes rebozados en aceite, que en ocasiones a la vista son incomprensibles (por no decir incomibles) pero su receta de pechugas a la parrilla con mostaza es deliciosa; Roció quema el agua pero la receta de mole doña maría con un recaudo de ajo y especias fritas, herencia de su madre, es deliciosa. Y cuando está de buen humor y quiere recordar a su vieja, se da tiempo y nos brinda ese plato. Y ese momento de cariño y amor íntimo, ¡hermoso!, lo comparte con nosotros. Se permite un abrazo de su madre desde un alimento que le nutre el recuerdo y el alma; todos recordamos a través de un olor o un sabor, nuestra crianza, aquellas fiestas en familia, cuando no te faltaba ninguno, cuando todos estaban ahí, esos sabores que te daban protección, cariño, refugio.

Yo recuerdo un pambazo o una gordita picada y siento el pelo desordenado de mi abuela paterna, recuerdo su cuchara de madera, moviendo los frijoles negros, huelo a camarones cocidos y siento la mano fuerte de mi tío el profe chuy saludándome, diciéndome “Don Chejo “. Lo recuerdo pelando un kilo de camarón, con la destreza de una garza, mojándolo en salsita verde de chile cola de rata y dejando la armadura del camarón intacta. Voy de Xalapa a Escuinapa en un minuto, siento el fresco de la montaña llena de liquidámbar y el viento salobre de la costa del pacifico.

Hoy desayune con 2 grandes hombres: Nacho Reyes, el chef de “El Trapiche”,
y mi querido sensei Miguel Taniyama Ceballos. Tres cosas probé en el trapiche: una barbacoa de cachete de res, muy bien condimentado, con la cantidad justa de grasa, la salsa que lo acompañaba sin bravuconada, bien de picor, bien de sazón, una agua de maracuyá natural con todas sus semillas y lo hermoso que es la pulpa de esta fruta, cerrando con un delicioso rol de canela bañado de cajeta, nuez y su glasé de azúcar. Nos dijo Gady Terán (del Clan Taniyama) a manera de regaño para mí y mi sensei, “se van a llenar de hormigas” (por aquello de nuestra condición diabética). Mi sensei refunfuñó pidiendo no se le molestara en su día de descanso y nos fue concedido el indulto, todos los platos que probé estaban muy bien hechos, todos tenían el mismo ingrediente. Es más, hasta el servicio tenía ese ingrediente también, ese cariño que le imprime el Nacho Reyes a su cocina. Nacho es un hombre común en el trato, un sinaloense hasta el tope, franco, transparente, desenfadado, sin poses, sin tapujos, sincerote, bronco pues, pero con un corazón enorme. Todos merecemos un chef así. Así debe ser la cocina, debe entregarse, debe llevar cariño, empatía por el otro, debe llevar la misión de restaurar el cuerpo del hambriento y abrazar su alma.

¿Por qué me leen tan sensible y un poco chipilín? La plática en la mesa, como es ineludible, fue la grilla de siempre en un inicio, pero llegamos a la sustancia y recordamos aquel libro donde las mujeres plasmaron las recetas de los platillos que les cocinaban a sus hijos desaparecidos. Confieso que me doble en la mesa, soy muy chillón, por eso hago alusión en el final de mi última columna al estribillo de José Alfredo
(al que tanto recurre el Bob Mendieta), “cuántas luces dejaste encendidas, ya no sé cómo voy a apagarlas”.

Los recetarios de familia son eso, son luces que se quedan encendidas en tu corazón, que te dan guía cuando no encuentras camino o pretendes olvidar de dónde vienen, los sabores de tu crianza te llevan a otros tiempos, te nutren la vida, pero también te traen de regreso de la muerte y te sientan a la mesa y tu madre te abraza y no te deja ir nunca. Al igual que tu tierra, te acompaña a donde andes en el mundo o en otro plano astral, por eso ponemos altares, por eso comemos lo mismo, porque nos aferramos a estar ahí siempre, donde no falta nadie, donde todo se resuelve, donde todo estará bien. En la mesa de tu casa.

Buena mesa, buena compañía.

Un beso a mi cocochita viajera.

P.D: Compren el libro Recetario para la memoria de Zahara Gomez Lucini https://www.recetarioparalamemoria.com/en/inicio

Todo empieza en una aclaración con tonos tóxicos en el Face, donde una muchacha de mi pueblo escribe “si no te he cocinado es porque no te quiero, pues mi forma de demostrar cariño es cocinando”. Por supuesto que ignoro hacia quién iba tan infame aclaración, pero lo rescatable es el mensaje. Lo real es que sí es así, si funciona de esa manera, las personas que tenemos la dicha de sentir placer al conjugar olores, sabores y colores en un plato, sí funcionamos así. Digo, no en lo tóxico, o no todos, pero de alguna manera nuestro lenguaje es este, la cocina. Y difícilmente por medio de esta mandaremos otro mensaje que no sea él de un “te quiero” o “quiero que estés bien”. La cocina, la gastronomía, es un lenguaje que transmite, como en todas las artes, una emoción que por lo regular lleva un mensaje de cariño. Lo hay en caso contrario y va acompañado de un mal servicio, pero ese es un tema que no tocaremos.

Hablemos mejor de cómo codifica nuestro ser un sabor, un olor de un platillo, sus colores y texturas, un método, un estilo, un ritual. El recetario de la abuela, la recetas de familia, no hay un ser humano que no hubiera construido en algún momento de su vida una receta que contribuya a la vida de otros. Un sándwich, una ensalada, una deconstrucción de la maruchan (mínimo), una salsa para las sabritas, una caguama con chamoy o un trago de vino con alguna fruta. Todos hemos trascendido en la memoria o en la vida de alguien más por medio de una receta o un platillo. Mi hijo Iván hace unos huevos espeluznantes rebozados en aceite, que en ocasiones a la vista son incomprensibles (por no decir incomibles) pero su receta de pechugas a la parrilla con mostaza es deliciosa; Roció quema el agua pero la receta de mole doña maría con un recaudo de ajo y especias fritas, herencia de su madre, es deliciosa. Y cuando está de buen humor y quiere recordar a su vieja, se da tiempo y nos brinda ese plato. Y ese momento de cariño y amor íntimo, ¡hermoso!, lo comparte con nosotros. Se permite un abrazo de su madre desde un alimento que le nutre el recuerdo y el alma; todos recordamos a través de un olor o un sabor, nuestra crianza, aquellas fiestas en familia, cuando no te faltaba ninguno, cuando todos estaban ahí, esos sabores que te daban protección, cariño, refugio.

Yo recuerdo un pambazo o una gordita picada y siento el pelo desordenado de mi abuela paterna, recuerdo su cuchara de madera, moviendo los frijoles negros, huelo a camarones cocidos y siento la mano fuerte de mi tío el profe chuy saludándome, diciéndome “Don Chejo “. Lo recuerdo pelando un kilo de camarón, con la destreza de una garza, mojándolo en salsita verde de chile cola de rata y dejando la armadura del camarón intacta. Voy de Xalapa a Escuinapa en un minuto, siento el fresco de la montaña llena de liquidámbar y el viento salobre de la costa del pacifico.

Hoy desayune con 2 grandes hombres: Nacho Reyes, el chef de “El Trapiche”,
y mi querido sensei Miguel Taniyama Ceballos. Tres cosas probé en el trapiche: una barbacoa de cachete de res, muy bien condimentado, con la cantidad justa de grasa, la salsa que lo acompañaba sin bravuconada, bien de picor, bien de sazón, una agua de maracuyá natural con todas sus semillas y lo hermoso que es la pulpa de esta fruta, cerrando con un delicioso rol de canela bañado de cajeta, nuez y su glasé de azúcar. Nos dijo Gady Terán (del Clan Taniyama) a manera de regaño para mí y mi sensei, “se van a llenar de hormigas” (por aquello de nuestra condición diabética). Mi sensei refunfuñó pidiendo no se le molestara en su día de descanso y nos fue concedido el indulto, todos los platos que probé estaban muy bien hechos, todos tenían el mismo ingrediente. Es más, hasta el servicio tenía ese ingrediente también, ese cariño que le imprime el Nacho Reyes a su cocina. Nacho es un hombre común en el trato, un sinaloense hasta el tope, franco, transparente, desenfadado, sin poses, sin tapujos, sincerote, bronco pues, pero con un corazón enorme. Todos merecemos un chef así. Así debe ser la cocina, debe entregarse, debe llevar cariño, empatía por el otro, debe llevar la misión de restaurar el cuerpo del hambriento y abrazar su alma.

¿Por qué me leen tan sensible y un poco chipilín? La plática en la mesa, como es ineludible, fue la grilla de siempre en un inicio, pero llegamos a la sustancia y recordamos aquel libro donde las mujeres plasmaron las recetas de los platillos que les cocinaban a sus hijos desaparecidos. Confieso que me doble en la mesa, soy muy chillón, por eso hago alusión en el final de mi última columna al estribillo de José Alfredo
(al que tanto recurre el Bob Mendieta), “cuántas luces dejaste encendidas, ya no sé cómo voy a apagarlas”.

Los recetarios de familia son eso, son luces que se quedan encendidas en tu corazón, que te dan guía cuando no encuentras camino o pretendes olvidar de dónde vienen, los sabores de tu crianza te llevan a otros tiempos, te nutren la vida, pero también te traen de regreso de la muerte y te sientan a la mesa y tu madre te abraza y no te deja ir nunca. Al igual que tu tierra, te acompaña a donde andes en el mundo o en otro plano astral, por eso ponemos altares, por eso comemos lo mismo, porque nos aferramos a estar ahí siempre, donde no falta nadie, donde todo se resuelve, donde todo estará bien. En la mesa de tu casa.

Buena mesa, buena compañía.

Un beso a mi cocochita viajera.

P.D: Compren el libro Recetario para la memoria de Zahara Gomez Lucini https://www.recetarioparalamemoria.com/en/inicio