/ miércoles 3 de junio de 2020

Ahora más que nunca

“Los debates culturales, políticos e ideológicos de nuestro tiempo tienen una extraña opacidad que se deriva de su distancia de la vida cotidiana de la gran mayoría de la población, los ciudadanos comunes, «la gente de a pie», como dicen los latinoamericanos. En particular, la política, que debía mediar entre las ideologías y las necesidades y aspiraciones de los ciudadanos, ha renunciado a esta función. El único rastro de esa mediación se observa en las necesidades y aspiraciones del mercado, ese megaciudadano formidable y monstruoso que nadie jamás vio, tocó ni olió, un ciudadano extraño que solo tiene derechos y ningún deber.”

La cruel pedagogía del virus, de Boaventura de Sousa Santos.


Visual y existencialmente uno no ve nada a nadie y a alguien aunque pasemos escandalosamente como almas en pena, sin pena, ni gloria, más debajo de lo que está abajo, en medio y arriba: la vida.

Económica y socialmente la gente es una quejumbre hasta con los más ricos y los menos pobres en la multitudinaria soledad en los estadios como en los campos la mansedumbre de las vacas y de la reses con las redes sociales, mugiendo y cogiendo con el condón Coronavirus-(19)20/20; haber-a ver quién la tiene más grande y más profunda nomás con la punta aguda, el gel y el tapabocas.

Ese señor grande, de tez morena requemada, obeso y rengueante por las aceras y las banquetas, los camellones y los bulevares, las calles y las avenidas, vendiendo dulces que lleva y trae en una canasta de esas que son para los regalos navideños en las empresas para los empleados, cuando el señor con las diabetes y las piernas mal vendadas con manchones sanguinopurulentos camina como puede y no se queja cuando la gente lo evita porque lo conocen de vista caminando hasta donde le lleve la ciudad y las colonias, porque no hay perros que lo quieran cuando lo ven venir con un olor a hombre herrumbrado con el sol y el sudor a pleno medio día hasta que la resolana lo reverbera y lo volatiza y lo desaparece de las calles para perderse en el país de las sombras espectrales.

Ahora más que nunca en lo alto, en lo mediano y en lo bajo de la pandemia, en el país de las sombras espectrales, creo, porque lo he visto, existe esa gente viviendo toda una vida en un lacerante estado de emergencia, y como la gente misma y nosotros, los otros y los demás no vemos a esa gente por quedarnos en casa, esa gente existe porque la hemos creado con nuestra indolencia e indiferencia:

¿Cuántos hombres, mujeres, ancianos y niños malviven con la enfermedad y el hambre que no es en la economía informal, ni en la pobreza extrema, ni tampoco en pobreza porque no hay en qué trabajar ni siquiera como sepulturero de su desgraciada vida?

Esa gente que es como la maldición de ella misma, pero la gente misma y nosotros, los otros y los demás que no vemos a esa gente la consideramos como una maldición ajena, y no, nuestra, porque hasta una pandemia nos quita la libertad de movimiento y nos confina a cohabitar con la familia ¿convencional o disfuncional?

Ahora, cuando salgo a hacer lo esencialmente necesario, porque soy un ser humano confinado, por voluntad propia, a una soledad de siete años con las miserables riquezas que son la literatura y la poesía, el periodismo y el ensayo, la música y el dibujo, la lectura y la escritura, veo a un hombre alto, moreno y obeso caminar rengueante con una canasta de dulces para vender a quien se va encontrando por las banquetas, tratando de evitarlo la gente porque lo conocen.

El hombre es diabético y las dos piernas las trae mal vendadas con manchones secos y sanguinopurulentos, con los pantalones arremangados hasta las rodillas y calzando unas sandalias desgastadas.

El señor no se queja y lo que quiere es vender para curarse, si no la diabetes sí las piernas, si no se las van a cortar hasta antes de las rodillas.

Para él enojarse no es quejarse, y lo que le enoja es su propia miseria de hombre cuando de joven tuvo de todo un poco porque lo trabajaba y lo obtenía, porque a su madre y su padre les venía la pobreza de familia, y siendo el hijo mayor tuvo que buscar la manera de alimentar y vestir a sus hermanos y a sus padres.

¿Porqué se repiten las escenas del señor Obeso y Moreno por las calles, las avenidas y las colonias de la ciudad y del puerto cuando la ciudad y el puerto están para dar más lástima y sentir por el señor una rara compasión por una clara y directa indolencia e indiferencia?

Alguien dice: el Covid-19, debería llevárselo con los demás y los otros que nomás andan dando lástima entre la ciudad y el puerto, afeándolos con su podredumbre y pobredumbre de seres indeseables y desechables, igual que esas alimañas de animales que han salido de entre los basureros en los lotes baldíos.

Quienes viven en un lacerante estado de emergencia, no están a la vista como primero los pobres en el vasto tiradero de pobreza que es el país de las sombras espectrales, como tampoco los pobres que estorban en las centrales camioneras y aunque viajen con uno o uno viaje con ellos, le completo al poeta Ledo Ivo, el señor moreno y obeso cuando habla con uno o uno habla con él, a él se le va juntando una saliva espumosa blancuzca y amarillenta en las comisuras de los labios sobre dos llagas, teniendo que escupir una baba y limpiarse con los dorsos de las manos.

Al señor le apesta la vida y apesta la vida por donde pasa, y por eso no se detiene en su caminar rengueante, vendiendo haber-a ver quién le compra por las calles y las colonias, la ciudad y el puerto, siempre y cuando, no se encuentre con el presidente municipal y el secretario del ayuntamiento porque le pueden contagiar el virus o le echen la policía y se lo lleve a donde va la gente jodida que anda en la calle, además de dar mala imagen al turismo internacional, porque el nacional también presume de la fotoshopeada imagen de Mazatlán por más que se tomen selfies con el falso Pedro Infante en Olas Altas.

El Señor de siempre mientras le dure el siempre, pareciera ser visible a simple vista porque la gente lo evita, no vaya a ser que les contagie lo que no es contagiable como virus o bacteria de parásito andante, porque del lado humano, no tiene un lado más y el que tenía hace tiempo se le borró de la cara y del cuerpo porque así es como la gente lo ve, como un gargajo y un escupitajo en una banqueta peor que un cagada de perro porque la gente está acostumbrada a olerla, a lo que Goncalo M. Tavares, escribe tras la parte trasera de una postal digital y virtual, casi como si fuera para Mazatlán:

“La actualidad no es una luz, es lo contrario: es cuando el faro está oscuro entre destellos”.

Por eso, la gente, pisa la mierda.

“Los debates culturales, políticos e ideológicos de nuestro tiempo tienen una extraña opacidad que se deriva de su distancia de la vida cotidiana de la gran mayoría de la población, los ciudadanos comunes, «la gente de a pie», como dicen los latinoamericanos. En particular, la política, que debía mediar entre las ideologías y las necesidades y aspiraciones de los ciudadanos, ha renunciado a esta función. El único rastro de esa mediación se observa en las necesidades y aspiraciones del mercado, ese megaciudadano formidable y monstruoso que nadie jamás vio, tocó ni olió, un ciudadano extraño que solo tiene derechos y ningún deber.”

La cruel pedagogía del virus, de Boaventura de Sousa Santos.


Visual y existencialmente uno no ve nada a nadie y a alguien aunque pasemos escandalosamente como almas en pena, sin pena, ni gloria, más debajo de lo que está abajo, en medio y arriba: la vida.

Económica y socialmente la gente es una quejumbre hasta con los más ricos y los menos pobres en la multitudinaria soledad en los estadios como en los campos la mansedumbre de las vacas y de la reses con las redes sociales, mugiendo y cogiendo con el condón Coronavirus-(19)20/20; haber-a ver quién la tiene más grande y más profunda nomás con la punta aguda, el gel y el tapabocas.

Ese señor grande, de tez morena requemada, obeso y rengueante por las aceras y las banquetas, los camellones y los bulevares, las calles y las avenidas, vendiendo dulces que lleva y trae en una canasta de esas que son para los regalos navideños en las empresas para los empleados, cuando el señor con las diabetes y las piernas mal vendadas con manchones sanguinopurulentos camina como puede y no se queja cuando la gente lo evita porque lo conocen de vista caminando hasta donde le lleve la ciudad y las colonias, porque no hay perros que lo quieran cuando lo ven venir con un olor a hombre herrumbrado con el sol y el sudor a pleno medio día hasta que la resolana lo reverbera y lo volatiza y lo desaparece de las calles para perderse en el país de las sombras espectrales.

Ahora más que nunca en lo alto, en lo mediano y en lo bajo de la pandemia, en el país de las sombras espectrales, creo, porque lo he visto, existe esa gente viviendo toda una vida en un lacerante estado de emergencia, y como la gente misma y nosotros, los otros y los demás no vemos a esa gente por quedarnos en casa, esa gente existe porque la hemos creado con nuestra indolencia e indiferencia:

¿Cuántos hombres, mujeres, ancianos y niños malviven con la enfermedad y el hambre que no es en la economía informal, ni en la pobreza extrema, ni tampoco en pobreza porque no hay en qué trabajar ni siquiera como sepulturero de su desgraciada vida?

Esa gente que es como la maldición de ella misma, pero la gente misma y nosotros, los otros y los demás que no vemos a esa gente la consideramos como una maldición ajena, y no, nuestra, porque hasta una pandemia nos quita la libertad de movimiento y nos confina a cohabitar con la familia ¿convencional o disfuncional?

Ahora, cuando salgo a hacer lo esencialmente necesario, porque soy un ser humano confinado, por voluntad propia, a una soledad de siete años con las miserables riquezas que son la literatura y la poesía, el periodismo y el ensayo, la música y el dibujo, la lectura y la escritura, veo a un hombre alto, moreno y obeso caminar rengueante con una canasta de dulces para vender a quien se va encontrando por las banquetas, tratando de evitarlo la gente porque lo conocen.

El hombre es diabético y las dos piernas las trae mal vendadas con manchones secos y sanguinopurulentos, con los pantalones arremangados hasta las rodillas y calzando unas sandalias desgastadas.

El señor no se queja y lo que quiere es vender para curarse, si no la diabetes sí las piernas, si no se las van a cortar hasta antes de las rodillas.

Para él enojarse no es quejarse, y lo que le enoja es su propia miseria de hombre cuando de joven tuvo de todo un poco porque lo trabajaba y lo obtenía, porque a su madre y su padre les venía la pobreza de familia, y siendo el hijo mayor tuvo que buscar la manera de alimentar y vestir a sus hermanos y a sus padres.

¿Porqué se repiten las escenas del señor Obeso y Moreno por las calles, las avenidas y las colonias de la ciudad y del puerto cuando la ciudad y el puerto están para dar más lástima y sentir por el señor una rara compasión por una clara y directa indolencia e indiferencia?

Alguien dice: el Covid-19, debería llevárselo con los demás y los otros que nomás andan dando lástima entre la ciudad y el puerto, afeándolos con su podredumbre y pobredumbre de seres indeseables y desechables, igual que esas alimañas de animales que han salido de entre los basureros en los lotes baldíos.

Quienes viven en un lacerante estado de emergencia, no están a la vista como primero los pobres en el vasto tiradero de pobreza que es el país de las sombras espectrales, como tampoco los pobres que estorban en las centrales camioneras y aunque viajen con uno o uno viaje con ellos, le completo al poeta Ledo Ivo, el señor moreno y obeso cuando habla con uno o uno habla con él, a él se le va juntando una saliva espumosa blancuzca y amarillenta en las comisuras de los labios sobre dos llagas, teniendo que escupir una baba y limpiarse con los dorsos de las manos.

Al señor le apesta la vida y apesta la vida por donde pasa, y por eso no se detiene en su caminar rengueante, vendiendo haber-a ver quién le compra por las calles y las colonias, la ciudad y el puerto, siempre y cuando, no se encuentre con el presidente municipal y el secretario del ayuntamiento porque le pueden contagiar el virus o le echen la policía y se lo lleve a donde va la gente jodida que anda en la calle, además de dar mala imagen al turismo internacional, porque el nacional también presume de la fotoshopeada imagen de Mazatlán por más que se tomen selfies con el falso Pedro Infante en Olas Altas.

El Señor de siempre mientras le dure el siempre, pareciera ser visible a simple vista porque la gente lo evita, no vaya a ser que les contagie lo que no es contagiable como virus o bacteria de parásito andante, porque del lado humano, no tiene un lado más y el que tenía hace tiempo se le borró de la cara y del cuerpo porque así es como la gente lo ve, como un gargajo y un escupitajo en una banqueta peor que un cagada de perro porque la gente está acostumbrada a olerla, a lo que Goncalo M. Tavares, escribe tras la parte trasera de una postal digital y virtual, casi como si fuera para Mazatlán:

“La actualidad no es una luz, es lo contrario: es cuando el faro está oscuro entre destellos”.

Por eso, la gente, pisa la mierda.

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