PARIS, Francia – La canciller alemana Angela Merkel estaba en Lisboa el 31 de mayo, cuando el presidente Donald Trump ratificó su decisión de precipitar a Estados Unidos en la guerra comercial más insensata de las últimas décadas. Esa coincidencia de calendario surgió como un categórico mensaje de la historia. Desde el estuario del Tajo, a orillas de esa ciudad, Vasco da Gama se había lanzado al océano en 1497 para terminar por descubrir en la India el mercado de especias que pondría en marcha la primera gran globalización comercial de la historia.
Cinco siglos después de esa epopeya, Trump hizo todo lo contrario: las medidas proteccionistas adoptadas el jueves no solo paralizaron la liberalización de los intercambios trabajosamente conquistada desde la Segunda Guerra Mundial a través del GATT y de su heredera, la OMC (Organización Mundial de Comercio). También –sobre todo– fue una agresión sin precedentes a sus mejores aliados políticos, económicos y militares. Es la primera vez en muchos años que una potencia mundial dominante ataca a los países con los que combatió en dos conflictos planetarios y que fueron los más fieles durante la guerra fría contra el comunismo.
El aspecto esencial del arbitraje realizado por Donald Trump supera el ámbito de las importaciones de acero o aluminio. La guerra comercial en este caso no es un simple problema de intercambio, sino que atañe a la dialéctica de un país con su historia, el respeto de las alianzas, la filosofía de las relaciones internacionales y—last but not least—su concepción de la responsabilidad que debe tener la mayor potencia militar y económica que existió desde el comienzo de la humanidad.
Las dos víctimas geográficamente más cercanas de Trump fueron México y Canadá, los únicos países con los que Estados Unidos tiene fronteras en común–un hecho nada banal en un mundo de conflictos–y con los cuales comparte un tratado que no es un mero acuerdo de libre comercio. Por encima de cualquier otra concepción, ese documento esencial, que luego sirvió de modelo para otras experiencias, fue concebido como un pacto de sangre. En el caso de México, su proyección iba mucho más allá de las maquiladoras y la migración: era un tratado de hermandad entre dos países que recién en ese momento estaban comenzando a elaborar—como se dice en psicoanálisis—la herencia de un pasado traumático.
Trump reemplazó los abrazos del 8 de diciembre de 1992 entre George H.W. Bush, Brian Mulroney y Carlos Salinas de Gortari por una puñalada en la espalda de sus dos hermanos.
El caso de Europa es idéntico. El conflicto psicológico no resuelto que parece tener Trump con sus ancestros bávaros no alcanza para explicar la hostilidad anti-germana que destila desde que llegó a la Casa Blanca. La diplomacia norteamericana siempre recuerda pérfidamente que los alemanes—junto con los franceses—abandonaron a Estados Unidos en la primera guerra del Golfo.
La historia demostró que su conducta fue la correcta.
La acumulación de errores alineada por Estados Unidos desde ese error estratégico fatal demuestra que la actitud de Francia y Alemania no fue una “traición”. La “vieja Europa”—como dijo el entonces ministro Dominique de Villepin—se comportó como un lanzador de alerta visionario, incluso antes de que el término whistleblower se pusiera de moda.
Estados Unidos pagó caro la insensatez de no haber escuchado las advertencias de sus aliados. Desde 2001 el país perdió 2.216 hombres en Afganistán, 4.497 en Irak y 61—hasta ahora—en el conflicto sirio-iraquí contra el grupo yihadista Estado Islámico. Los lazos de sangre con Europa son mucho mayores: sin contar el horror de las dos grandes colisiones planetarias, la guerra fría dejó por lo menos “50 millones de muertos”. Ese cálculo escalofriante, por cierto discutible, fue realizado por Andrei Gratchev, ex consejero de Mikhail Gorbachov, en su reciente libro “¿Una nueva pre-guerra? De las hipotencias al hiperpoker”.
Cuando debieron intervenir en alguno de los 147 focos de enfrentamiento entre Occidente y el bloque comunista que se sucedieron en esos 45 años, los aliados europeos nunca plantearon la menor reserva. En el momento más difícil de ese proceso—la crisis de cohetes de Cuba, en 1962—, Francia, Alemania y Gran Bretaña fueron los primeros en dar su apoyo incondicional a Estados Unidos.
Desde el punto de vista económico la comparación es igualmente significativa. Las tres guerras que mantuvo Estados Unidos desde 2001 consumieron 4,8 billones (4.8 trillion) de dólares, un cuarto de su PIB anual, según un estudio del Instituto Watson de la Universidad Brown. Esa cifra es, sin duda, infinitamente superior a los beneficios económicos que espera obtener Trump con los aranceles de 25% aplicados al acero y de 10% al aluminio importado desde Europa, Canadá y México. Para tener una idea de las proporciones, alcanza con saber que en 2017 el intercambio comercial total de Estados Unidos con la UE totalizó 720.000 millones de dólares, mientras que con México y Canadá ascendió a 1.100 millones. Sobre ese total, las importaciones de acero y aluminio son, desde luego, mucho menores (6.400 millones anuales).
No contento con esas agresiones, Trump lanzó una humillante investigación de seguridad nacional destinada, in fine, a imponer un arancel de 25% a las importaciones de automóviles europeos. Esa medida puede resultar particularmente dolorosa para la industria germana. La aplicación de nuevos aranceles a los vehículos puede costarle a Alemania 5.000 millones de dólares, cifra que representa 0,16% de su PIB, según el Ifo Institut for Economic Research.
Los países europeos—junto con Canadá—son, por lo demás, los principales pilares de la mayor alianza militar de la historia: la OTAN (Organización del Tratado del Atlántico Norte).
Por alguna extraña razón que solo Trump entiende, el ataque frontal contra los principales aliados de Estados Unidos contrasta con la actitud conciliadora y complaciente adoptada en materia comercial con China con quien intercambia 636.000 millones de dólares anuales. Peor aun: las sanciones aplicadas a Rusia desde que Vladimir Putin rompió las reglas de convivencia internacional con la anexión de Crimea en 2014 son, de hecho, mucho más benignas.
El mensaje que surge de las medidas adoptadas esta semana es que es preferible ser enemigo que aliado incondicional de Estados Unidos.
Los europeos empiezan a percibirlo de esa manera. La agresión a sus aliados no es un gesto trivial porque la creación de barrera aduaneras amenaza con pulverizar el frágil sistema de intercambios sobre el que reposa el crecimiento económico, la prosperidad y la estabilidad política mundial. Pero también puede precipitar la pérdida definitiva de confianza de los aliados con Estados Unidos, lo que significaría el mayor acontecimiento geopolítico del último siglo, precisamente en momentos en que se acelera la transición del poder mundial hacia Asia.