/ martes 13 de agosto de 2019

El Malibú rojo

Magris me ha enseñado que la persuasión, la posesión presente de la propia vida, la capacidad de vivir el instante, sin sacrificarlo al futuro, sin aniquilarlo en los proyectos y los programas, sin considerarlo simplemente un momento que se ha de hacer pasar pronto para alcanzar cualquier otra cosa, nos hace vivir…

Entre el ensayo, el relato y las notas de viajes El Malibú rojo avanza flotando con suavidad sobre las ondas del asfalto brillante. Las bajas colinas pasan por las ventanillas laterales como enmarcados paisajes de almanaques navideños. A veces, el mar asoma sobre el barandal derecho de la autopista, dejando advertir el color de sus ondas y la espuma de sus crestas. El viento que se cuela por las ventanillas abiertas saca el humo del cigarrillo encendido y perfuma el interior del vehículo con aroma de amapa y trompillo, salitre y pasto mojado por la brisa que flota del mar a la costa. Los pelícanos vuelan bajo. Con sus alas extendidas, rozan las crestas de las olas en su vuelo rasante, aprovechando las corrientes de aire tibio que producen los rizos del agua en movimiento.

Viajo rumbo al sur. Habiendo recorrido la mitad del país, el paisaje se fue haciendo más denso y los poblados parecieron más pobres.

Había dejado la autopista después del mediodía. Examinando el mapa, no pude encontrar el camino por el cual circulaba. Decidí abandonar la encrucijada tomando la primera bifurcación que me llevara al camino principal, esperando encontrar un pueblo grande, o por lo menos un punto de referencia anotado en el mapa y así poder orientarme.

Atento a la ruta, avanzo unos cuantos kilómetros. Empiezo a encontrar ganado suelto pastando a la orilla del camino. Al bajar una loma insignificante, después de rebotar en dos baches profundos, advierto que llego a un poblado disperso y circular, con una pequeña parroquia que lleva a una plaza llana y polvorienta.

Con el auto en segunda, doy una vuelta por la primera calle acumulando siete manzanas de casas con portales sin gente. En el siguiente círculo, un poco más apretado, logro recordar que es Domingo y que la gente debe estar recluida en el templo.

Algunos abejorros dejan escuchar los zumbidos de sus alas nervudas y translúcidas, mientras perros famélicos despiertan aullando y rascándose detrás de las orejas. Apago la marcha estacionando el coche. Viendo un anuncio de un negro refresco conocido, bajo; suponiendo que la casa polvorienta albergaba una tienda. Dos pulgosos atrevidos me siguen, levanto las manos lo más alto que puedo, gruño con gravedad y silbo agudo, los canes salen corriendo.

Llego al porche y subo dos gradas de madera carcomida, golpeo con los nudillos la puerta medio abierta, nadie sale.

En el lado sombreado del portal hay una silla desvencijada, voy hacia ella y me siento con cuidado mientras enciendo un cigarrillo. Contemplo las losas gastadas del piso, el barandal de varas cruzadas cubierto de buganvilias, una telaraña temblorosa que cuelga entre las hojas verdes, mientras su tejedora envuelve rápidamente la última mosca del momento.

Aspiro el humo del cigarrillo sin filtro al tiempo que escucho un quejido...arrojo la colilla mientras intento escuchar de dónde proviene...el lamento se vuelve a repetir...sale de un cuartucho de madera que comunica con el pasillo lateral de la finca...semeja el llanto agudo de un niño...cruzo entre las buganvilias llegando hasta el pasillo...con cautela y en silencio puedo llegar hasta una puerta de madera carcomida...el gemido se repite...empujo la puerta, que cede con facilidad emitiendo un chirrido...silencio...silencioso el pueblo...silente yo...silenciosamente atisbo la penumbra interior del aposento que se abre ante mí con un frescor de paja húmeda y madera mohosa...poco a poco mis ojos se acostumbran a la penumbra...camino despacio buscando algo que se mueva, que esté vivo, que pueda ser la causa o fuente de los gemidos; distingo una pila de trozos de madera, un lote de cubetas herrumbrosas, azadones, palas y barretas de tamaños diferentes, rollos de alambre, cajones con clavos...nada vivo. Camino un poco más- unos seis pasos lentos –descubriendo que la estancia está dividida por una pared de costales con simiente, se levanta en unas ocho hileras. El gemido se repite mientras del otro lado llega un ruido de cadenas. Trepo por los costales después de tomar un trozo de madera seca. La segunda parte de la estancia es mucho más oscura. Sacando el paliacate del bolsillo, lo enrollo en la punta del madero encendiéndolo. Mientras se hace la luz, un agudo gemido me sacude involuntariamente; muevo la improvisada antorcha vislumbrando la huida de una rata enorme, que trepa a los costales, brinca hasta una de las vigas del techo y sale al área iluminada.

Vuelvo la vista y me encuentro con un par de sucios cobertores sobre un nido de paja. Hasta ellos llega la cadena que con un candado detiene a una mujer del tobillo derecho. Está totalmente desnuda. Por la firmeza de sus pechos y muslos puedo decirse que no tiene muchos años; sin embargo, sus carnes denuncian las huellas de los malos tratos y el abandono: cicatrices y arañazos rodean las marcas de golpes y moretones.

Por un momento no sé qué hacer. Ella, me mira con sus ojos acuosos desde atrás de unos pelos largos y lacios. Alarga las manos hacia mí como pidiendo algo. Creyéndola inofensiva, me acerco. Me coge de la mano que no sostiene la antorcha y trata de jalarme hasta su cuerpo lamiendo mi brazo. Levanta el rostro y descubro un hilo de baba que cuelga de sus labios, mientras sus ojos descubren una mirada perdida y confusa, los ojos extraviados de una enferma mental. Jala mi mano y la coloca en uno de sus pechos mientras todavía no salgo de mi estupor. Sacudo el brazo liberándome y doy tres pasos atrás quedando fuera de su alcance. Ella aúlla y se restriega las manos por el cuerpo. Estamos solos y siento miedo, no me gusta la situación. Confundido, doy marcha atrás trepando por donde había llegado. Apago la antorcha en una cubeta con agua sucia. Dirigiéndome al Malibú rojo lo enciendo mientras escucho cánticos religiosos provenientes del templo, acompañados de los ladridos de los perros.

En las calles y en los portales no hay nadie con quien compartir mi hallazgo. Salgo del pueblo en sentido opuesto al que había llegado y paro en el siguiente, un poco más grande. Pregunto sobre la existencia de las oficinas de la Policía y soy llevado a ellas por un muchacho.

El teniente a cargo me mira burlonamente mientras que una secretaria vieja y triste toma nota por escrito de mi denuncia. En puertas y ventanas, los lugareños cuchichean, se dicen cosas al oído en medio de risillas y piquetes en las nalgas, a veces se golpean mutuamente los testículos y carraspean con fuerza escupiendo hacia la calle. Algunos se dicen nombres femeninos y en diminutivo, abrazándose.

Ya terminada mi declaración, la leo, notando que han escrito los datos del denunciado y de una sobrina demente, datos que yo no proporcioné, pues los desconozco. Me siento burlado y engañado. Firmo el documento bajo la promesa del teniente, que sale riendo fuerte en su vieja camioneta, hacia el lugar en mención, mientras yo cruzo el pueblo en sentido contrario, bajo los rostros burlones de sus habitantes, que cuchicheando festejan el suceso, o bien, atisban desde las ventanas y los portales mi paso en el Malibú rojo entre la polvareda.

Mientras los perros me siguen enloquecidos por el girar de las ruedas del automovil, los cerdos y las gallinas corren asustados a mi paso. Acelero la marcha pisando a fondo. En unos cuantos minutos dejo el pueblo y el polvo atrás, freno ante un camino de asfalto bastante ancho como para estar en el mapa, localizo El Sol que se mete y encendiendo las luces bajas, doblo hacia el sur.

El viaje siempre recomienza, siempre vuelve a empezar, y cada una de sus anotaciones es un prólogo. Viajar no para llegar sino por viajar, para llegar lo más tarde posible, para no llegar posiblemente nunca; como Magris.

Mail: malecon&live.com.mx

Magris me ha enseñado que la persuasión, la posesión presente de la propia vida, la capacidad de vivir el instante, sin sacrificarlo al futuro, sin aniquilarlo en los proyectos y los programas, sin considerarlo simplemente un momento que se ha de hacer pasar pronto para alcanzar cualquier otra cosa, nos hace vivir…

Entre el ensayo, el relato y las notas de viajes El Malibú rojo avanza flotando con suavidad sobre las ondas del asfalto brillante. Las bajas colinas pasan por las ventanillas laterales como enmarcados paisajes de almanaques navideños. A veces, el mar asoma sobre el barandal derecho de la autopista, dejando advertir el color de sus ondas y la espuma de sus crestas. El viento que se cuela por las ventanillas abiertas saca el humo del cigarrillo encendido y perfuma el interior del vehículo con aroma de amapa y trompillo, salitre y pasto mojado por la brisa que flota del mar a la costa. Los pelícanos vuelan bajo. Con sus alas extendidas, rozan las crestas de las olas en su vuelo rasante, aprovechando las corrientes de aire tibio que producen los rizos del agua en movimiento.

Viajo rumbo al sur. Habiendo recorrido la mitad del país, el paisaje se fue haciendo más denso y los poblados parecieron más pobres.

Había dejado la autopista después del mediodía. Examinando el mapa, no pude encontrar el camino por el cual circulaba. Decidí abandonar la encrucijada tomando la primera bifurcación que me llevara al camino principal, esperando encontrar un pueblo grande, o por lo menos un punto de referencia anotado en el mapa y así poder orientarme.

Atento a la ruta, avanzo unos cuantos kilómetros. Empiezo a encontrar ganado suelto pastando a la orilla del camino. Al bajar una loma insignificante, después de rebotar en dos baches profundos, advierto que llego a un poblado disperso y circular, con una pequeña parroquia que lleva a una plaza llana y polvorienta.

Con el auto en segunda, doy una vuelta por la primera calle acumulando siete manzanas de casas con portales sin gente. En el siguiente círculo, un poco más apretado, logro recordar que es Domingo y que la gente debe estar recluida en el templo.

Algunos abejorros dejan escuchar los zumbidos de sus alas nervudas y translúcidas, mientras perros famélicos despiertan aullando y rascándose detrás de las orejas. Apago la marcha estacionando el coche. Viendo un anuncio de un negro refresco conocido, bajo; suponiendo que la casa polvorienta albergaba una tienda. Dos pulgosos atrevidos me siguen, levanto las manos lo más alto que puedo, gruño con gravedad y silbo agudo, los canes salen corriendo.

Llego al porche y subo dos gradas de madera carcomida, golpeo con los nudillos la puerta medio abierta, nadie sale.

En el lado sombreado del portal hay una silla desvencijada, voy hacia ella y me siento con cuidado mientras enciendo un cigarrillo. Contemplo las losas gastadas del piso, el barandal de varas cruzadas cubierto de buganvilias, una telaraña temblorosa que cuelga entre las hojas verdes, mientras su tejedora envuelve rápidamente la última mosca del momento.

Aspiro el humo del cigarrillo sin filtro al tiempo que escucho un quejido...arrojo la colilla mientras intento escuchar de dónde proviene...el lamento se vuelve a repetir...sale de un cuartucho de madera que comunica con el pasillo lateral de la finca...semeja el llanto agudo de un niño...cruzo entre las buganvilias llegando hasta el pasillo...con cautela y en silencio puedo llegar hasta una puerta de madera carcomida...el gemido se repite...empujo la puerta, que cede con facilidad emitiendo un chirrido...silencio...silencioso el pueblo...silente yo...silenciosamente atisbo la penumbra interior del aposento que se abre ante mí con un frescor de paja húmeda y madera mohosa...poco a poco mis ojos se acostumbran a la penumbra...camino despacio buscando algo que se mueva, que esté vivo, que pueda ser la causa o fuente de los gemidos; distingo una pila de trozos de madera, un lote de cubetas herrumbrosas, azadones, palas y barretas de tamaños diferentes, rollos de alambre, cajones con clavos...nada vivo. Camino un poco más- unos seis pasos lentos –descubriendo que la estancia está dividida por una pared de costales con simiente, se levanta en unas ocho hileras. El gemido se repite mientras del otro lado llega un ruido de cadenas. Trepo por los costales después de tomar un trozo de madera seca. La segunda parte de la estancia es mucho más oscura. Sacando el paliacate del bolsillo, lo enrollo en la punta del madero encendiéndolo. Mientras se hace la luz, un agudo gemido me sacude involuntariamente; muevo la improvisada antorcha vislumbrando la huida de una rata enorme, que trepa a los costales, brinca hasta una de las vigas del techo y sale al área iluminada.

Vuelvo la vista y me encuentro con un par de sucios cobertores sobre un nido de paja. Hasta ellos llega la cadena que con un candado detiene a una mujer del tobillo derecho. Está totalmente desnuda. Por la firmeza de sus pechos y muslos puedo decirse que no tiene muchos años; sin embargo, sus carnes denuncian las huellas de los malos tratos y el abandono: cicatrices y arañazos rodean las marcas de golpes y moretones.

Por un momento no sé qué hacer. Ella, me mira con sus ojos acuosos desde atrás de unos pelos largos y lacios. Alarga las manos hacia mí como pidiendo algo. Creyéndola inofensiva, me acerco. Me coge de la mano que no sostiene la antorcha y trata de jalarme hasta su cuerpo lamiendo mi brazo. Levanta el rostro y descubro un hilo de baba que cuelga de sus labios, mientras sus ojos descubren una mirada perdida y confusa, los ojos extraviados de una enferma mental. Jala mi mano y la coloca en uno de sus pechos mientras todavía no salgo de mi estupor. Sacudo el brazo liberándome y doy tres pasos atrás quedando fuera de su alcance. Ella aúlla y se restriega las manos por el cuerpo. Estamos solos y siento miedo, no me gusta la situación. Confundido, doy marcha atrás trepando por donde había llegado. Apago la antorcha en una cubeta con agua sucia. Dirigiéndome al Malibú rojo lo enciendo mientras escucho cánticos religiosos provenientes del templo, acompañados de los ladridos de los perros.

En las calles y en los portales no hay nadie con quien compartir mi hallazgo. Salgo del pueblo en sentido opuesto al que había llegado y paro en el siguiente, un poco más grande. Pregunto sobre la existencia de las oficinas de la Policía y soy llevado a ellas por un muchacho.

El teniente a cargo me mira burlonamente mientras que una secretaria vieja y triste toma nota por escrito de mi denuncia. En puertas y ventanas, los lugareños cuchichean, se dicen cosas al oído en medio de risillas y piquetes en las nalgas, a veces se golpean mutuamente los testículos y carraspean con fuerza escupiendo hacia la calle. Algunos se dicen nombres femeninos y en diminutivo, abrazándose.

Ya terminada mi declaración, la leo, notando que han escrito los datos del denunciado y de una sobrina demente, datos que yo no proporcioné, pues los desconozco. Me siento burlado y engañado. Firmo el documento bajo la promesa del teniente, que sale riendo fuerte en su vieja camioneta, hacia el lugar en mención, mientras yo cruzo el pueblo en sentido contrario, bajo los rostros burlones de sus habitantes, que cuchicheando festejan el suceso, o bien, atisban desde las ventanas y los portales mi paso en el Malibú rojo entre la polvareda.

Mientras los perros me siguen enloquecidos por el girar de las ruedas del automovil, los cerdos y las gallinas corren asustados a mi paso. Acelero la marcha pisando a fondo. En unos cuantos minutos dejo el pueblo y el polvo atrás, freno ante un camino de asfalto bastante ancho como para estar en el mapa, localizo El Sol que se mete y encendiendo las luces bajas, doblo hacia el sur.

El viaje siempre recomienza, siempre vuelve a empezar, y cada una de sus anotaciones es un prólogo. Viajar no para llegar sino por viajar, para llegar lo más tarde posible, para no llegar posiblemente nunca; como Magris.

Mail: malecon&live.com.mx

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