/ miércoles 10 de abril de 2019

Malecón

Siempre es desagradable decir “no sé”, “no lo puedo saber”;

no hay que decirlo sin haber buscado enérgica, desesperadamente.

Marc Bloch.

Era un domingo por la mañana en lo más hermoso de aquel verano.

Marcus Blochmann, un joven estudioso de la historia de las etnias, estaba sentado en su habitación ubicada en el tercer piso de una de las casas de verano que se extendían en una larga fila, a lo largo del malecón centenario del bello Puerto Tropical.

Recién había terminado una carta para un amigo y compañero de estudios que, como él, viajaba por el extranjero; la cerró con juguetona lentitud y después, apoyando el codo sobre la mesa, miró por la ventana hacia el mar, las islas y las barcazas que se movían produciendo espuma.

Había escrito aquella carta en respuesta a otra recibida la semana anterior. Günter, su amigo, le interrogaba sobre la antropofagia y el canibalismo de los antiguos pobladores de la región visitada. Para Marcus, esto dio inicio a una búsqueda de respuestas interesantes, que imprimió un nuevo atractivo a la estancia entre palmeras y ostras con picante y tequila; un placentero reto que lo llevó a consultar la pequeña y solitaria biblioteca del Puerto.

Tuvo la fortuna de encontrar un par de libros viejos, que por la cantidad de polvo que los cubría, hacían notar que nadie los consultaba. Estaban firmados por un tal Héctor Villaescusa y por un fraile, Lope De Alanís; además de una traducción al español del Códice Dresde. Para Marcus, estas fuentes fueron suficientes para desvanecer las dudas que tenía sobre el asunto. En la carta que enviara a su amigo, intercalaba trozos que decían así:

“Es difícil responder a tus preguntas sin tomar en cuenta los conceptos de religión, guerra y política.

Pude comprobar en mis investigaciones la existencia del canibalismo, pero no como la simple acción de comerse al otro por hambre, sino como el más refinado ritual de antropofagia. Aquí, como en casi todas las culturas conocidas, también se practicaba la guerra; pero a diferencia de nuestros pueblos europeos, no trataban de aniquilar a todos los enemigos, sino de capturar a muchos haciéndolos prisioneros, ya que la guerra sólo era el primer paso de un proceso político y religioso de: guerra-sacrificio-canibalismo.

De seguro te sorprenderá lo que nos cuenta Héctor Villaescusa cuando describe los sacrificios de los prisioneros capturados entre los mixtecas: Cinco sacerdotes entraban y reclamaban al prisionero que se encontraba en el primer lugar de la fila. Llevaban a cada prisionero hasta el sitio en que se encontraba el rey. Después de obligarlo a ponerse de pié sobre la piedra que en figura representaba al sol, lo tumbaban boca arriba. Un sacerdote lo cogía del brazo derecho y otro del izquierdo, uno lo cogía del pié izquierdo y otro del derecho mientras el quinto sacerdote le ataba el cuello con una cuerda y lo sostenía para que no pudiera moverse. El rey elevaba el cuchillo y luego le abría el pecho. Después de abrirlo, extraía el corazón y lo elevaba con la mano como ofrenda al sol. Cuando el corazón se enfriaba, lo arrojaba a la cavidad circular de la piedra, cogía un poco de sangre con la mano y la rociaba en dirección al sol.

Sin embargo, debo aclararte que no todas las víctimas eran prisioneros de guerra; ya que también algunos esclavos eran sujetos de sacrificio. Y aquí, abre bien los ojos amoroso Günter, ya que debo contarte que algunas veces, hermosas y jóvenes doncellas eran seleccionadas para personificar a diosas durante el sacrificio.

De un Códice escrito en náhuatl en el siglo XVI, el Dresde, extraje el siguiente relato por demás exótico: “...sólo después de que mataron a los cautivos apareció la mujer que personificaba a Uixtociuatl, sólo apareció al final. Ellos llegaron al último y acabaron con ella. La colocaron sobre la piedra de los sacrificios, la extendieron boca arriba, se apoderaron de ella tirando y extendiendo sus brazos y piernas, inclinaron (hacia arriba) grandemente su pecho, inclinaron (hacia abajo) su espalda y estiraron tensamente su cabeza, hacia la tierra. Y se lanzaron contra su cuello con la boca (pico) fuertemente apretada de un pez espada (sierra) llena de púas y espinas, espinosa por ambos lados... el sacrificador estaba allí, se puso de pié, después de lo cual le abrió el pecho, Y cuando le abrió el pecho, la sangre salió a borbotones; brotó alto mientras se derramaba, mientras hervía.”

Y hecho esto, él elevó el corazón como ofrenda a la diosa personificada en la víctima y lo colocó en la jarra de piedra verde.

Y mientras se hacía esto, las trompetas sonaron airosamente y, cuando concluyó, bajaron el cuerpo y el corazón de la representante de Uixtociuatl cubierto por un manto precioso.

Pero a pesar del sonar de las trompetas y los caracoles, del retumbar de los tambores y lo vistoso de los trajes de fiesta, podemos entender que la mayoría de las víctimas no ascendía gustosamente los escalones de la pirámide sagrada, sintiéndose realizado por el gusto de representar a un dios. Siendo que cuando los amos de los cautivos llevaban a los esclavos hasta el templo donde los matarían, los cogían de los cabellos y, cuando les hacían subir los escalones de la pirámide, algunos cautivos se desmayaban y sus amos los empujaban y arrastraban de los cabellos hasta la piedra de sacrificio, en donde morirían.

Debo aclararte que las descripciones convencionales del ritual del sacrificio azteca concluyen cuando el cadáver de la víctima cae por los escalones de la pirámide. Es aquí cuando cegados por la espeluznante imagen de un corazón todavía palpitante, levantado al sol por la mano del sacerdote sacrificador, nos olvidamos fácilmente de preguntar lo que ocurre con el cadáver de la víctima después de rodar escalones abajo.

En realidad no existe ningún misterio en cuanto a este fenómeno, ya que todos los relatos de los testigos oculares coinciden en líneas generales. Las víctimas eran comidas. Las crudas descripciones de Fray Lope De Alanís dejan pocas dudas cuando nos dice: “…después de haberles arrancado el corazón y vertido la sangre en un recipiente de calabaza, que el amo del sacrificado recibía, se comenzaba a hacer rodar el cuerpo por los escalones de la pirámide. Terminaba por detenerse en una pequeña plaza situada en la base frontal, allí, algunos ancianos a los que llamaban Quaquacuiltin, se apoderaban de el y lo llevaban hasta el templo tribal, donde lo desmembraban y dividían a fin de comerlo.

En ambos textos los autores destacan las mismas cuestiones, de donde se concluye que después de asesinarlos y arrancarles el corazón, los apartaban suavemente y los hacían rodar escalones abajo; cuando llegaban a la base de tierra de la pirámide les cortaban la cabeza, insertaban una vara a través de ella y trasladaban los cadáveres hasta las casas que llamaban Calpulli, donde los desmembraban y dividían a fin de comerlos.

En otras páginas, una vez más el autor nos hace volver a la parte alta de la pirámide que funciona como templo sagrado, en dónde tan pronto como el corazón había sido arrancado era ofrecido al sol, se arrojaba sangre hacia la deidad solar, luego imitaban el descenso del sol por el oeste y arrojaban el cuerpo por los escalones de la pirámide. Después del sacrificio, los guerreros celebraban un gran festín, con muchas danzas, ceremonias y canibalismo.

Estimado Günter, trato de comprender el destino del cadáver de la víctima, con el fin de demostrarte que el canibalismo azteca no era una degustación superficial de las golosinas ceremoniales. En otras lecturas he descubierto que todas las partes comestibles, se utilizaban de un modo claramente comparable con nuestro consumo de los animales domesticados. Es más, he llegado a creer que es legítimo describir a los sacerdotes aztecas como carniceros rituales, dentro de un sistema patrocinado por el estado y destinado a la producción y distribución de cantidades considerables de proteínas animales, en forma de carne humana. Desde luego, los sacerdotes tenían otros deberes, pero ninguno comparado con el significado práctico de su labor de carniceros.

Aquí me despido, ya que en este preciso momento, un sol intensamente rojo besa el filo de un mar con todos los matices del azul y el verde, mientras en el cielo se desgarran nubes delgadas de colores imposibles de dibujar por mi limitado lenguaje. En el lado derecho de mi ventana, tres islas flotan como pirámides que persiguen al sol en su sacrificio voluntario.

Y es con estas imágenes que termino el primer envío de datos sobre un tema que apenas iniciado, ya parece el principio de una tesis; salvajemente insoslayable.

Desde aquí, entre caníbales, te saludo.

malecon@live.com.mx.

Siempre es desagradable decir “no sé”, “no lo puedo saber”;

no hay que decirlo sin haber buscado enérgica, desesperadamente.

Marc Bloch.

Era un domingo por la mañana en lo más hermoso de aquel verano.

Marcus Blochmann, un joven estudioso de la historia de las etnias, estaba sentado en su habitación ubicada en el tercer piso de una de las casas de verano que se extendían en una larga fila, a lo largo del malecón centenario del bello Puerto Tropical.

Recién había terminado una carta para un amigo y compañero de estudios que, como él, viajaba por el extranjero; la cerró con juguetona lentitud y después, apoyando el codo sobre la mesa, miró por la ventana hacia el mar, las islas y las barcazas que se movían produciendo espuma.

Había escrito aquella carta en respuesta a otra recibida la semana anterior. Günter, su amigo, le interrogaba sobre la antropofagia y el canibalismo de los antiguos pobladores de la región visitada. Para Marcus, esto dio inicio a una búsqueda de respuestas interesantes, que imprimió un nuevo atractivo a la estancia entre palmeras y ostras con picante y tequila; un placentero reto que lo llevó a consultar la pequeña y solitaria biblioteca del Puerto.

Tuvo la fortuna de encontrar un par de libros viejos, que por la cantidad de polvo que los cubría, hacían notar que nadie los consultaba. Estaban firmados por un tal Héctor Villaescusa y por un fraile, Lope De Alanís; además de una traducción al español del Códice Dresde. Para Marcus, estas fuentes fueron suficientes para desvanecer las dudas que tenía sobre el asunto. En la carta que enviara a su amigo, intercalaba trozos que decían así:

“Es difícil responder a tus preguntas sin tomar en cuenta los conceptos de religión, guerra y política.

Pude comprobar en mis investigaciones la existencia del canibalismo, pero no como la simple acción de comerse al otro por hambre, sino como el más refinado ritual de antropofagia. Aquí, como en casi todas las culturas conocidas, también se practicaba la guerra; pero a diferencia de nuestros pueblos europeos, no trataban de aniquilar a todos los enemigos, sino de capturar a muchos haciéndolos prisioneros, ya que la guerra sólo era el primer paso de un proceso político y religioso de: guerra-sacrificio-canibalismo.

De seguro te sorprenderá lo que nos cuenta Héctor Villaescusa cuando describe los sacrificios de los prisioneros capturados entre los mixtecas: Cinco sacerdotes entraban y reclamaban al prisionero que se encontraba en el primer lugar de la fila. Llevaban a cada prisionero hasta el sitio en que se encontraba el rey. Después de obligarlo a ponerse de pié sobre la piedra que en figura representaba al sol, lo tumbaban boca arriba. Un sacerdote lo cogía del brazo derecho y otro del izquierdo, uno lo cogía del pié izquierdo y otro del derecho mientras el quinto sacerdote le ataba el cuello con una cuerda y lo sostenía para que no pudiera moverse. El rey elevaba el cuchillo y luego le abría el pecho. Después de abrirlo, extraía el corazón y lo elevaba con la mano como ofrenda al sol. Cuando el corazón se enfriaba, lo arrojaba a la cavidad circular de la piedra, cogía un poco de sangre con la mano y la rociaba en dirección al sol.

Sin embargo, debo aclararte que no todas las víctimas eran prisioneros de guerra; ya que también algunos esclavos eran sujetos de sacrificio. Y aquí, abre bien los ojos amoroso Günter, ya que debo contarte que algunas veces, hermosas y jóvenes doncellas eran seleccionadas para personificar a diosas durante el sacrificio.

De un Códice escrito en náhuatl en el siglo XVI, el Dresde, extraje el siguiente relato por demás exótico: “...sólo después de que mataron a los cautivos apareció la mujer que personificaba a Uixtociuatl, sólo apareció al final. Ellos llegaron al último y acabaron con ella. La colocaron sobre la piedra de los sacrificios, la extendieron boca arriba, se apoderaron de ella tirando y extendiendo sus brazos y piernas, inclinaron (hacia arriba) grandemente su pecho, inclinaron (hacia abajo) su espalda y estiraron tensamente su cabeza, hacia la tierra. Y se lanzaron contra su cuello con la boca (pico) fuertemente apretada de un pez espada (sierra) llena de púas y espinas, espinosa por ambos lados... el sacrificador estaba allí, se puso de pié, después de lo cual le abrió el pecho, Y cuando le abrió el pecho, la sangre salió a borbotones; brotó alto mientras se derramaba, mientras hervía.”

Y hecho esto, él elevó el corazón como ofrenda a la diosa personificada en la víctima y lo colocó en la jarra de piedra verde.

Y mientras se hacía esto, las trompetas sonaron airosamente y, cuando concluyó, bajaron el cuerpo y el corazón de la representante de Uixtociuatl cubierto por un manto precioso.

Pero a pesar del sonar de las trompetas y los caracoles, del retumbar de los tambores y lo vistoso de los trajes de fiesta, podemos entender que la mayoría de las víctimas no ascendía gustosamente los escalones de la pirámide sagrada, sintiéndose realizado por el gusto de representar a un dios. Siendo que cuando los amos de los cautivos llevaban a los esclavos hasta el templo donde los matarían, los cogían de los cabellos y, cuando les hacían subir los escalones de la pirámide, algunos cautivos se desmayaban y sus amos los empujaban y arrastraban de los cabellos hasta la piedra de sacrificio, en donde morirían.

Debo aclararte que las descripciones convencionales del ritual del sacrificio azteca concluyen cuando el cadáver de la víctima cae por los escalones de la pirámide. Es aquí cuando cegados por la espeluznante imagen de un corazón todavía palpitante, levantado al sol por la mano del sacerdote sacrificador, nos olvidamos fácilmente de preguntar lo que ocurre con el cadáver de la víctima después de rodar escalones abajo.

En realidad no existe ningún misterio en cuanto a este fenómeno, ya que todos los relatos de los testigos oculares coinciden en líneas generales. Las víctimas eran comidas. Las crudas descripciones de Fray Lope De Alanís dejan pocas dudas cuando nos dice: “…después de haberles arrancado el corazón y vertido la sangre en un recipiente de calabaza, que el amo del sacrificado recibía, se comenzaba a hacer rodar el cuerpo por los escalones de la pirámide. Terminaba por detenerse en una pequeña plaza situada en la base frontal, allí, algunos ancianos a los que llamaban Quaquacuiltin, se apoderaban de el y lo llevaban hasta el templo tribal, donde lo desmembraban y dividían a fin de comerlo.

En ambos textos los autores destacan las mismas cuestiones, de donde se concluye que después de asesinarlos y arrancarles el corazón, los apartaban suavemente y los hacían rodar escalones abajo; cuando llegaban a la base de tierra de la pirámide les cortaban la cabeza, insertaban una vara a través de ella y trasladaban los cadáveres hasta las casas que llamaban Calpulli, donde los desmembraban y dividían a fin de comerlos.

En otras páginas, una vez más el autor nos hace volver a la parte alta de la pirámide que funciona como templo sagrado, en dónde tan pronto como el corazón había sido arrancado era ofrecido al sol, se arrojaba sangre hacia la deidad solar, luego imitaban el descenso del sol por el oeste y arrojaban el cuerpo por los escalones de la pirámide. Después del sacrificio, los guerreros celebraban un gran festín, con muchas danzas, ceremonias y canibalismo.

Estimado Günter, trato de comprender el destino del cadáver de la víctima, con el fin de demostrarte que el canibalismo azteca no era una degustación superficial de las golosinas ceremoniales. En otras lecturas he descubierto que todas las partes comestibles, se utilizaban de un modo claramente comparable con nuestro consumo de los animales domesticados. Es más, he llegado a creer que es legítimo describir a los sacerdotes aztecas como carniceros rituales, dentro de un sistema patrocinado por el estado y destinado a la producción y distribución de cantidades considerables de proteínas animales, en forma de carne humana. Desde luego, los sacerdotes tenían otros deberes, pero ninguno comparado con el significado práctico de su labor de carniceros.

Aquí me despido, ya que en este preciso momento, un sol intensamente rojo besa el filo de un mar con todos los matices del azul y el verde, mientras en el cielo se desgarran nubes delgadas de colores imposibles de dibujar por mi limitado lenguaje. En el lado derecho de mi ventana, tres islas flotan como pirámides que persiguen al sol en su sacrificio voluntario.

Y es con estas imágenes que termino el primer envío de datos sobre un tema que apenas iniciado, ya parece el principio de una tesis; salvajemente insoslayable.

Desde aquí, entre caníbales, te saludo.

malecon@live.com.mx.

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