/ jueves 11 de junio de 2020

Vidas que no vemos


México es muchos Méxicos. Hay personas que trabajan en los hospitales atendiendo a pacientes contagiados por COVID-19. Hay empresarios desesperados por la supervivencia de sus negocios. Ciudadanos que acatan rigurosamente las medidas de distanciamiento social. Millones de personas preocupadas porque perdieron su empleo. No obstante, también están los que no creen en la pandemia; aquellos para los que todo es una “invención” del gobierno; o bien, los que sí creen, pero no les importa; los que lo minimizan, los que dicen pues que se mueran los que se tengan que morir; los que se reúnen y hacen fiestas; los que sin tacto alguno pasan de todo.

Todas esas vidas transcurren muchas veces indiferentes unas de otras sin tocarse. Y como si la mente de un niño se tratase, nuestro mundo se reduce solo a lo que vemos y conocemos. Sin embargo, es justo lo contrario. Todas esas experiencias de vida se suceden de forma simultánea. En algunos casos, son experiencias dramáticas y casi siempre desconocidas. Armando, de 63 años, falleció de coronavirus en el Hospital de Zona número 5 del IMSS, en Zacatepec, Morelos. Sus familiares, desobedeciendo las indicaciones oficiales, abrieron el féretro para velarlo y descubrieron que no era el cuerpo de Armando. En el ataúd se encontraban los restos de Gregorio, de 57 años. El IMSS reconoció el error. Podemos imaginar el sobresalto que significó, a su vez, la noticia para la familia de Gregorio.

Pedro Hernández Ávila murió por COVID-19 en el Hospital de Zona número 8 del IMSS, en la Ciudad de México. Los familiares, al recoger su cuerpo, fueron informados por los médicos que el cadáver estaba perdido. Ingresaron a terapia intensiva con la esperanza de encontrarlo vivo. No solo no estaba, sino que además descubrieron que el consentimiento que firmó el señor Hernández para ser intubado no correspondía con su firma. Según las declaraciones de los familiares, el IMSS les ofreció la aplicación de una prueba de COVID-19 –por el riesgo al que se habían sometido– a condición de aceptar unas cenizas sin la certeza de que fuesen las de su difunto. “No me voy a mover de aquí hasta que me den a mi papá”, dijo su hija entre lágrimas.

Fermín Victoria Rosas falleció por coronavirus en el mismo hospital. Fue incinerado y mientras su familia le realizaba una misa, personal del IMSS se presentó para avisarles que los restos de quien se despedían no eran del señor Fermín.

José Antonio N. murió por la misma causa en la Clínica Covid de San Cristóbal de las Casas, en Chiapas. En la clínica confundieron los cuerpos y, la misma historia, a la familia le entregaron el de otra persona.

En un panteón público de Xochimilco, en la Ciudad de México, están saturados de trabajo. Antes de la pandemia realizaban en promedio 5 incineraciones al día. Ahora laboran 24 horas para llevar a cabo 30 entierros o cremaciones diarias. En un panteón público de Nezahualcóyotl, en el Estado de México, la historia es similar: Juan Carlos, uno de los empleados, trabaja ahora incesantemente y con miedo de contagiarse.

No escribo estas palabras con el propósito de crear alarma ni mucho menos sugerir que eso sea la norma de lo que ocurre en México. Lo que pretendo es recordar que esas historias también existen. Como las 14 mil personas que han muerto hasta hoy, cuando el gobierno federal había estimado 8 mil y que, ahora, ha recalculado en 30 mil lamentables y desconocidos fallecidos durante este primer brote. Desconocidos para uno. O como los doce millones de personas que, de acuerdo con el INEGI, perdieron su empleo en el sector informal (y que deben sumarse al más de medio millón que ya reportó el IMSS respecto del sector formal) con motivo de la crisis del coronavirus. Lo menos que podemos hacer –por empatía a todas esas historias de vida que se suceden simultáneamente– es cuidarnos a nosotros mismos, pues con ello protegemos a los demás. De tal manera que cuando veas en la calle a una persona protegiéndose, piensa que te está cuidando.


México es muchos Méxicos. Hay personas que trabajan en los hospitales atendiendo a pacientes contagiados por COVID-19. Hay empresarios desesperados por la supervivencia de sus negocios. Ciudadanos que acatan rigurosamente las medidas de distanciamiento social. Millones de personas preocupadas porque perdieron su empleo. No obstante, también están los que no creen en la pandemia; aquellos para los que todo es una “invención” del gobierno; o bien, los que sí creen, pero no les importa; los que lo minimizan, los que dicen pues que se mueran los que se tengan que morir; los que se reúnen y hacen fiestas; los que sin tacto alguno pasan de todo.

Todas esas vidas transcurren muchas veces indiferentes unas de otras sin tocarse. Y como si la mente de un niño se tratase, nuestro mundo se reduce solo a lo que vemos y conocemos. Sin embargo, es justo lo contrario. Todas esas experiencias de vida se suceden de forma simultánea. En algunos casos, son experiencias dramáticas y casi siempre desconocidas. Armando, de 63 años, falleció de coronavirus en el Hospital de Zona número 5 del IMSS, en Zacatepec, Morelos. Sus familiares, desobedeciendo las indicaciones oficiales, abrieron el féretro para velarlo y descubrieron que no era el cuerpo de Armando. En el ataúd se encontraban los restos de Gregorio, de 57 años. El IMSS reconoció el error. Podemos imaginar el sobresalto que significó, a su vez, la noticia para la familia de Gregorio.

Pedro Hernández Ávila murió por COVID-19 en el Hospital de Zona número 8 del IMSS, en la Ciudad de México. Los familiares, al recoger su cuerpo, fueron informados por los médicos que el cadáver estaba perdido. Ingresaron a terapia intensiva con la esperanza de encontrarlo vivo. No solo no estaba, sino que además descubrieron que el consentimiento que firmó el señor Hernández para ser intubado no correspondía con su firma. Según las declaraciones de los familiares, el IMSS les ofreció la aplicación de una prueba de COVID-19 –por el riesgo al que se habían sometido– a condición de aceptar unas cenizas sin la certeza de que fuesen las de su difunto. “No me voy a mover de aquí hasta que me den a mi papá”, dijo su hija entre lágrimas.

Fermín Victoria Rosas falleció por coronavirus en el mismo hospital. Fue incinerado y mientras su familia le realizaba una misa, personal del IMSS se presentó para avisarles que los restos de quien se despedían no eran del señor Fermín.

José Antonio N. murió por la misma causa en la Clínica Covid de San Cristóbal de las Casas, en Chiapas. En la clínica confundieron los cuerpos y, la misma historia, a la familia le entregaron el de otra persona.

En un panteón público de Xochimilco, en la Ciudad de México, están saturados de trabajo. Antes de la pandemia realizaban en promedio 5 incineraciones al día. Ahora laboran 24 horas para llevar a cabo 30 entierros o cremaciones diarias. En un panteón público de Nezahualcóyotl, en el Estado de México, la historia es similar: Juan Carlos, uno de los empleados, trabaja ahora incesantemente y con miedo de contagiarse.

No escribo estas palabras con el propósito de crear alarma ni mucho menos sugerir que eso sea la norma de lo que ocurre en México. Lo que pretendo es recordar que esas historias también existen. Como las 14 mil personas que han muerto hasta hoy, cuando el gobierno federal había estimado 8 mil y que, ahora, ha recalculado en 30 mil lamentables y desconocidos fallecidos durante este primer brote. Desconocidos para uno. O como los doce millones de personas que, de acuerdo con el INEGI, perdieron su empleo en el sector informal (y que deben sumarse al más de medio millón que ya reportó el IMSS respecto del sector formal) con motivo de la crisis del coronavirus. Lo menos que podemos hacer –por empatía a todas esas historias de vida que se suceden simultáneamente– es cuidarnos a nosotros mismos, pues con ello protegemos a los demás. De tal manera que cuando veas en la calle a una persona protegiéndose, piensa que te está cuidando.