/ viernes 15 de julio de 2022

Un Viaje de Película al Purgatorio

Rodar una película en un hospital de emergencias es complicado; todo tiene que hacerse de prisa y con precisión. No puedes pedirle a alguien que tiene un balazo en la pierna que guarde silencio, o a una mujer que ha sido apuñalada por su esposo que no vea a la cámara. Pero de todos los inconvenientes que pudieran surgir, quizá el más impredecible, son los fantasmas de aquellos que han muerto en ese hospital.

Tan pronto como terminamos de filmar la escena en el área de terapia intensiva, Fátima se desplomó en una silla y se quedó muda, estaba más pálida que una vela, sus ojos grandes y negros sobresalían en su cara. Carlos, el médico residente que el director del hospital designó para que nos apoyara durante la filmación, vio a Fátima. Le tomó el pulso, le revisó los ojos y determinó que como no había desayunado, le estaba dando la pálida. Lo que nuestra actriz principal -de once años- necesitaba era un poco de azúcar y un sueñito.

Mientras Fátima recibía su dosis de azúcar, nosotros podríamos continuar rodando las escenas en las que ella no participaba. Carlos hizo una llamada. Nada más colgó el teléfono apareció una enfermera. Era delgada y bajita, de unos treinta y tantos años. Un gafete indicaba que se llamaba Celia. Celia Báez.

El purgatorio

-Aquí no podemos atender a la niña -dijo Celia- hay que subirla. En un ratito se las bajo.

Luego cogió a Fátima de la mano y se la llevó. Ambas entraron al elevador y desaparecieron al cerrarse las puertas.

-En los hospitales siempre hay dolor -dijo Celia de repente-, la gente va a los hospitales porque le duele algo. El dolor es un buen maestro.

Fátima permanecía callada, miraba perpleja a Celia. En eso la puerta del elevador se abrió. Ambas echaron a andar por el pasillo. Las paredes y el piso eran tan blancos y brillantes como el uniforme de Celia. Llegaron al final del pasillo y giraron a la derecha, para continuar por otro pasillo, que parecía más largo aun que el anterior. A Fátima le pareció de pronto como si fuese un laberinto. Un laberinto que siempre llevaba al mismo lugar. No olía a medicina ni cloro como huelen los hospitales, sino a humedad. Siguieron caminando hasta que llegaron a una sala muy grande. Había dos hileras de camas que se extendían de un extremo al otro. Sólo dos camas estaban vacías, en las demás había gente; se quejaban y chillaban en medio de su dolor. A algunos los habían atropellado o apuñalado, otros estaban quemados de los brazos y las piernas; ésos eran los que más gritaban. Sus parientes permanecían sentados en una silla o un banquito pegados a la cama; había unos que rezaban, había otros que lloraban inconsolables. Celia sentó a Fátima en una de las camas vacías.

-¿Quieres fruta? -le preguntó Celia.

-No. -dijo Fátima mientras sus ojos pasmados miraban esa especie de purgatorio.

-Espérame. Ahorita te traigo algo que te va a gustar.-le dijo Celia y se fue.

Fátima se quedó sentada sobre la cama. Celia tenía razón, si algo hay los hospitales es dolor. Y entonces aparecieron dos tipos con bata blanca, venían empujando una camilla sobre la que yacía otro fulano; era grande y robusto. Estaba semiinconsciente, apenas podía respirar; tenía la cara cubierta de sangre y el pecho agujereado. Los ojos entornados mirando fijamente al techo. Entre los dedos de su mano, cuyas uñas estaban pintadas de negro, asomaba un crucifijo plateado. Le habían desabrochado el pantalón para que pudiera respirar, se le veían los calzones orinados y cagados.

Los que empujaban la camilla se detuvieron frente a la cama vacía que estaba junto a la de Fátima y aventaron al grandote. Lo dejaron ahí, muriéndose con el cuerpo extendido y sanguinolento en la postura de un cadáver. Fátima lo veía estupefacta. No se movía, apenas respiraba. Jamás había visto la muerte tan cerca, tan en caliente. De pronto el fulano giró la cabeza y peló los ojos muy grandes, observando a Fátima. Extendió el brazo como para tocarla, pero ya no se movió más. Su corpachón quedó inmóvil, el rostro desfigurado de angustia, las palmas de las manos vueltas hacia arriba, como quien suplica perdón. Fátima pegó el brinco y bajó de la cama, sólo quería desaparecer de ahí.

-No hay nada más triste en el mundo que morirse solo -dijo Celia-, apareció de repente a espaldas de Fátima como un fantasma. No dijo más. Simplemente se quedó mirando con frialdad al grandote en la cama, como alguien que hubiera visto la misma escena muchísimas veces.

Fantasmas

Cuando Fátima apareció en el set de filmación venía sola; se sentó en su silla y se quedó en silencio, pensativa. Le pregunté que si todo estaba bien, me respondió que sí. Parecía triste, se frotaba los dedos de las manos con ansiedad. En eso llegó una enfermera, era alta y delgada. Se llamaba Pilar. Venía presurosa.

-Ay, señor director -me dijo Pilar muy apurada-, llevo más de una hora buscando a la niña.

-La acaban de traer -le dije yo.

Pilar se quedó muy seria, extrañada.

-¡Cómo que la acaban de traer! ¿Quién se la llevó? -preguntó.

-Me fui con la enfermera. -respondió Fátima.

-¿La enfermera? ¿Y cómo se llama la enfermera? -preguntó Pilar.

-Celia. -dije yo.

Pilar se quedó pensando.

-¿Cómo era? -preguntó pelando los ojos.

-Bajita y flaquita. -repliqué.

-No. Aquí no hay nadie así -dijo Pilar tajante-, yo soy la persona que mandaron a que viniera por la niña. Y como no la encontré, anduve buscándola. ¿Y a dónde te llevó esa enfermera, mi amor?

-Al tercer piso, a “emergencias”. -dijo Fátima.

-¿Emergencias? La sala de emergencias del hospital está en la planta baja, no en el tercer piso. -exclamó Pilar y la voz se le adelgazó.

Tres días después terminamos de rodar las escenas del hospital. Celia nunca apareció. Nadie pudo darnos razón de ella, nadie la conocía. Oficialmente, nunca estuvo ahí. Hay dos clases de fantasmas: los fantasmas reales y los fantasmas que habitan dentro de cada uno; ésos son los más aterradores.

Rodar una película en un hospital de emergencias es complicado; todo tiene que hacerse de prisa y con precisión. No puedes pedirle a alguien que tiene un balazo en la pierna que guarde silencio, o a una mujer que ha sido apuñalada por su esposo que no vea a la cámara. Pero de todos los inconvenientes que pudieran surgir, quizá el más impredecible, son los fantasmas de aquellos que han muerto en ese hospital.

Tan pronto como terminamos de filmar la escena en el área de terapia intensiva, Fátima se desplomó en una silla y se quedó muda, estaba más pálida que una vela, sus ojos grandes y negros sobresalían en su cara. Carlos, el médico residente que el director del hospital designó para que nos apoyara durante la filmación, vio a Fátima. Le tomó el pulso, le revisó los ojos y determinó que como no había desayunado, le estaba dando la pálida. Lo que nuestra actriz principal -de once años- necesitaba era un poco de azúcar y un sueñito.

Mientras Fátima recibía su dosis de azúcar, nosotros podríamos continuar rodando las escenas en las que ella no participaba. Carlos hizo una llamada. Nada más colgó el teléfono apareció una enfermera. Era delgada y bajita, de unos treinta y tantos años. Un gafete indicaba que se llamaba Celia. Celia Báez.

El purgatorio

-Aquí no podemos atender a la niña -dijo Celia- hay que subirla. En un ratito se las bajo.

Luego cogió a Fátima de la mano y se la llevó. Ambas entraron al elevador y desaparecieron al cerrarse las puertas.

-En los hospitales siempre hay dolor -dijo Celia de repente-, la gente va a los hospitales porque le duele algo. El dolor es un buen maestro.

Fátima permanecía callada, miraba perpleja a Celia. En eso la puerta del elevador se abrió. Ambas echaron a andar por el pasillo. Las paredes y el piso eran tan blancos y brillantes como el uniforme de Celia. Llegaron al final del pasillo y giraron a la derecha, para continuar por otro pasillo, que parecía más largo aun que el anterior. A Fátima le pareció de pronto como si fuese un laberinto. Un laberinto que siempre llevaba al mismo lugar. No olía a medicina ni cloro como huelen los hospitales, sino a humedad. Siguieron caminando hasta que llegaron a una sala muy grande. Había dos hileras de camas que se extendían de un extremo al otro. Sólo dos camas estaban vacías, en las demás había gente; se quejaban y chillaban en medio de su dolor. A algunos los habían atropellado o apuñalado, otros estaban quemados de los brazos y las piernas; ésos eran los que más gritaban. Sus parientes permanecían sentados en una silla o un banquito pegados a la cama; había unos que rezaban, había otros que lloraban inconsolables. Celia sentó a Fátima en una de las camas vacías.

-¿Quieres fruta? -le preguntó Celia.

-No. -dijo Fátima mientras sus ojos pasmados miraban esa especie de purgatorio.

-Espérame. Ahorita te traigo algo que te va a gustar.-le dijo Celia y se fue.

Fátima se quedó sentada sobre la cama. Celia tenía razón, si algo hay los hospitales es dolor. Y entonces aparecieron dos tipos con bata blanca, venían empujando una camilla sobre la que yacía otro fulano; era grande y robusto. Estaba semiinconsciente, apenas podía respirar; tenía la cara cubierta de sangre y el pecho agujereado. Los ojos entornados mirando fijamente al techo. Entre los dedos de su mano, cuyas uñas estaban pintadas de negro, asomaba un crucifijo plateado. Le habían desabrochado el pantalón para que pudiera respirar, se le veían los calzones orinados y cagados.

Los que empujaban la camilla se detuvieron frente a la cama vacía que estaba junto a la de Fátima y aventaron al grandote. Lo dejaron ahí, muriéndose con el cuerpo extendido y sanguinolento en la postura de un cadáver. Fátima lo veía estupefacta. No se movía, apenas respiraba. Jamás había visto la muerte tan cerca, tan en caliente. De pronto el fulano giró la cabeza y peló los ojos muy grandes, observando a Fátima. Extendió el brazo como para tocarla, pero ya no se movió más. Su corpachón quedó inmóvil, el rostro desfigurado de angustia, las palmas de las manos vueltas hacia arriba, como quien suplica perdón. Fátima pegó el brinco y bajó de la cama, sólo quería desaparecer de ahí.

-No hay nada más triste en el mundo que morirse solo -dijo Celia-, apareció de repente a espaldas de Fátima como un fantasma. No dijo más. Simplemente se quedó mirando con frialdad al grandote en la cama, como alguien que hubiera visto la misma escena muchísimas veces.

Fantasmas

Cuando Fátima apareció en el set de filmación venía sola; se sentó en su silla y se quedó en silencio, pensativa. Le pregunté que si todo estaba bien, me respondió que sí. Parecía triste, se frotaba los dedos de las manos con ansiedad. En eso llegó una enfermera, era alta y delgada. Se llamaba Pilar. Venía presurosa.

-Ay, señor director -me dijo Pilar muy apurada-, llevo más de una hora buscando a la niña.

-La acaban de traer -le dije yo.

Pilar se quedó muy seria, extrañada.

-¡Cómo que la acaban de traer! ¿Quién se la llevó? -preguntó.

-Me fui con la enfermera. -respondió Fátima.

-¿La enfermera? ¿Y cómo se llama la enfermera? -preguntó Pilar.

-Celia. -dije yo.

Pilar se quedó pensando.

-¿Cómo era? -preguntó pelando los ojos.

-Bajita y flaquita. -repliqué.

-No. Aquí no hay nadie así -dijo Pilar tajante-, yo soy la persona que mandaron a que viniera por la niña. Y como no la encontré, anduve buscándola. ¿Y a dónde te llevó esa enfermera, mi amor?

-Al tercer piso, a “emergencias”. -dijo Fátima.

-¿Emergencias? La sala de emergencias del hospital está en la planta baja, no en el tercer piso. -exclamó Pilar y la voz se le adelgazó.

Tres días después terminamos de rodar las escenas del hospital. Celia nunca apareció. Nadie pudo darnos razón de ella, nadie la conocía. Oficialmente, nunca estuvo ahí. Hay dos clases de fantasmas: los fantasmas reales y los fantasmas que habitan dentro de cada uno; ésos son los más aterradores.