/ jueves 4 de agosto de 2022

Qué necesita la democracia: un mahdi o ciudadanos en las instituciones

Haber logrado un “cambio verdadero”, haber cumplido con la historia mítica, haber alcanzado un futuro manifiesto en una concepción lineal del tiempo plasmada en la “Cuarta transformación”, continuación inexorable en la historia de la tríada gloriosa Independencia-Reforma-Revolución, vendida desde 2018 -y comprada electoralmente por muchos- como la llegada del Mahdi, el redentor o salvador, figura que se disputaban antiguamente las distintas facciones del islam que reclamaban esa condición para sus líderes de parte de sus seguidores. 2018 como el fin de la historia, una historia encarnada es la manera imaginaria en que López Obrador y todos sus compañeros de viaje presentan su advenimiento al poder, al gobierno y su acción política en él. Su ideología quiere hacerles decir que con ellos llegó la revolución, como si de un asalto al cuartel Moncada se tratara, pero la disfrazan con el lenguaje de la “transformación”. Pese a toda esta parafernalia, a menos de dos años que termine el mandato presidencial, puede decirse que no ha sido la democracia la que no ha arrojado los resultados y satisfactores que exige la población, sino que es el autodenominado gobierno del “cambio” y la “transformación” el que no ha sabido ni podido lograr buenos resultados a los ciudadanos de esa democracia.

En La otra voz, al inicio de los años noventa del siglo pasado, Octavio Paz escribía sobre lo equívoco que resulta aplicar al período actual el término postmoderno, ya que -dice- se piensa generalmente que el conjunto de ideas, creencias, valores y prácticas que caracterizan a lo que se ha llamado modernidad, experimenta hoy una radical mutación y, de ser así, este período no podría llamarse ni definirse simplemente como postmoderno, puesto que no es nada más lo que está después de la modernidad: es algo distinto a ella. Esta fractura, la visibilidad del cambio, se advirtió al día siguiente de la Segunda Guerra Mundial, en el momento en que el pensamiento revolucionario había profetizado una gran transformación, definitiva e imparable en los países más avanzados. En ninguno de ellos se cumplieron los vaticinios. “Allí donde hubo revoluciones, en la periferia de Occidente, casi inmediatamente se petrificaron y se convirtieron en despotismos burocráticos a un tiempo despiadados e ineficaces”. Para Paz, en la esfera de la acción política, la manifestación del cambio fue la idea de Revolución. La quiebra de las dos ideas que constituyeron a la modernidad desde su nacimiento-alerta Paz-: la visión del tiempo como sucesión lineal y progresiva orientada hacia un futuro cada vez mejor, como marcha hacia el progreso, y la noción del cambio, en la que se considera que las sociedades cambian sin cesar, a veces de manera violenta o turbulenta y que cada uno de esos cambios -sin reparar en ninguno en particular- representa en sí mismo un avance. La realidad se impone de nuevo a la propaganda: ni este gobierno responde como continuidad a un designio épico de la historia, ni en el cambio que entraña su administración se vislumbra progreso alguno con su acción. No hay avance, más bien se advierte el retroceso.

A la democracia la hacen fuerte la Constitución, los ciudadanos y las instituciones. De su mantenimiento, respeto y fortalecimiento depende en buena medida su preservación y desarrollo. La fascinación de López Obrador y los suyos no solo por las ideologías centradas en el culto a la personalidad, la revolución –revestida aquí de “transformación”-, el cambio producido por la confrontación, la polarización como sistema de legitimación, inexplicablemente no tiene como interés primordial a los ciudadanos y a su bienestar, ni se basa en el fortalecimiento institucional que desarrolle a la democracia.

O tal vez sí haya algún sentido. Me quedo con la explicación de Octavio Paz: “El misterio de la ‘seducción totalitaria’, como le llama Ravel a la fascinación de muchos artistas, intelectuales, políticos y gente común por los regímenes autoritarios, es psicológico e histórico; pertenece al estudio de las aberraciones morales y al de los delirios colectivos. Tal vez dos elementos fueron determinantes: la pasión por lo absoluto y la idolatría por el poder. La Idea y el César”.

Haber logrado un “cambio verdadero”, haber cumplido con la historia mítica, haber alcanzado un futuro manifiesto en una concepción lineal del tiempo plasmada en la “Cuarta transformación”, continuación inexorable en la historia de la tríada gloriosa Independencia-Reforma-Revolución, vendida desde 2018 -y comprada electoralmente por muchos- como la llegada del Mahdi, el redentor o salvador, figura que se disputaban antiguamente las distintas facciones del islam que reclamaban esa condición para sus líderes de parte de sus seguidores. 2018 como el fin de la historia, una historia encarnada es la manera imaginaria en que López Obrador y todos sus compañeros de viaje presentan su advenimiento al poder, al gobierno y su acción política en él. Su ideología quiere hacerles decir que con ellos llegó la revolución, como si de un asalto al cuartel Moncada se tratara, pero la disfrazan con el lenguaje de la “transformación”. Pese a toda esta parafernalia, a menos de dos años que termine el mandato presidencial, puede decirse que no ha sido la democracia la que no ha arrojado los resultados y satisfactores que exige la población, sino que es el autodenominado gobierno del “cambio” y la “transformación” el que no ha sabido ni podido lograr buenos resultados a los ciudadanos de esa democracia.

En La otra voz, al inicio de los años noventa del siglo pasado, Octavio Paz escribía sobre lo equívoco que resulta aplicar al período actual el término postmoderno, ya que -dice- se piensa generalmente que el conjunto de ideas, creencias, valores y prácticas que caracterizan a lo que se ha llamado modernidad, experimenta hoy una radical mutación y, de ser así, este período no podría llamarse ni definirse simplemente como postmoderno, puesto que no es nada más lo que está después de la modernidad: es algo distinto a ella. Esta fractura, la visibilidad del cambio, se advirtió al día siguiente de la Segunda Guerra Mundial, en el momento en que el pensamiento revolucionario había profetizado una gran transformación, definitiva e imparable en los países más avanzados. En ninguno de ellos se cumplieron los vaticinios. “Allí donde hubo revoluciones, en la periferia de Occidente, casi inmediatamente se petrificaron y se convirtieron en despotismos burocráticos a un tiempo despiadados e ineficaces”. Para Paz, en la esfera de la acción política, la manifestación del cambio fue la idea de Revolución. La quiebra de las dos ideas que constituyeron a la modernidad desde su nacimiento-alerta Paz-: la visión del tiempo como sucesión lineal y progresiva orientada hacia un futuro cada vez mejor, como marcha hacia el progreso, y la noción del cambio, en la que se considera que las sociedades cambian sin cesar, a veces de manera violenta o turbulenta y que cada uno de esos cambios -sin reparar en ninguno en particular- representa en sí mismo un avance. La realidad se impone de nuevo a la propaganda: ni este gobierno responde como continuidad a un designio épico de la historia, ni en el cambio que entraña su administración se vislumbra progreso alguno con su acción. No hay avance, más bien se advierte el retroceso.

A la democracia la hacen fuerte la Constitución, los ciudadanos y las instituciones. De su mantenimiento, respeto y fortalecimiento depende en buena medida su preservación y desarrollo. La fascinación de López Obrador y los suyos no solo por las ideologías centradas en el culto a la personalidad, la revolución –revestida aquí de “transformación”-, el cambio producido por la confrontación, la polarización como sistema de legitimación, inexplicablemente no tiene como interés primordial a los ciudadanos y a su bienestar, ni se basa en el fortalecimiento institucional que desarrolle a la democracia.

O tal vez sí haya algún sentido. Me quedo con la explicación de Octavio Paz: “El misterio de la ‘seducción totalitaria’, como le llama Ravel a la fascinación de muchos artistas, intelectuales, políticos y gente común por los regímenes autoritarios, es psicológico e histórico; pertenece al estudio de las aberraciones morales y al de los delirios colectivos. Tal vez dos elementos fueron determinantes: la pasión por lo absoluto y la idolatría por el poder. La Idea y el César”.