/ domingo 23 de febrero de 2020

Morir por ser mujer: Leer en tiempo violentos

“Yo pretendo que soy yo misma

Pero desconocidas criaturas viven en mí,

Ojos que nos son míos ven el mundo por mí,

Y otros cuerpos se pasean con mi vida”

Joumana Haddad

Hoy hablaré de la condición de ser mujer, de la mujer que pelea en el día a día, me expreso en contra de todas las manifestaciones de violencia física y verbal que hemos sido blanco y a la cual nos sometemos desde que tengo uso de razón. Desafortunadamente, ayer fue Ingrid Escamillas asesinada de una forma inimaginable, innombrable. Fátima, una menor que sufría falta de atención en su hogar, vulnerable ante adultos abusivos y deshumanizados secuestrando la sonrisa, los sueños, la vida de una niña. Tristemente, no conozco mujer alguna que no haya sido expuesta en situación de peligro en su corto o largo trayecto de vida.

Uno pensaría que vivir nueve meses en el vientre de la madre es uno de los periodos más delicados que enfrenta cualquier ser humano en el proceso de la gestación, cualquier caída puede ser riesgosa, cualquier enfermedad, tanto para la madre como para el embrión. El mismo nacimiento es de peligro para ambos. Sin embargo, desafortunadamente para los seres humanos que nacemos mujeres en este país, en Sinaloa, en mi ciudad. El verdadero reto inicia: el día en que nacemos, las mujeres pasamos sobreviviendo frente a una sociedad que a pesar de sus avances tecnológicos; sigue tratándonos como objetos de placer, uso y abuso.

Maltratos, que lamentablemente terminan mal, historias criminales, en la nota roja de un periódico, en la morgue o en enclaustradas eternamente en la memoria. Mi preocupación en la niñez y en la adolescencia radicaba en el trato que mi padre daba a mi madre y a veces a nosotros sus hijos. Mi padre nunca nos golpeó físicamente, me gustaría aclarar. Nos agredió de esa “sutil” manera en la no te das cuenta que te están desangrando el alma. Eran palabras, frases, actitudes y acciones que llegaron a formar su primogénita como una mujer, insegura, inestable y neurótica.

En una charla en el baño de chicas en la secundaria, descubriría que lamentablemente a casi la mayoría de mis amigas les había sucedido una situación similar a la mía: transgresión física donde un conocido, un “amigo” o un “familiar” había tocado mi sexo y mis senos en contra de mi voluntad, cuando platiqué casi a todas les había ocurrido más o menos lo mismo algunas en la infancia. Repaso mi memoria no recuerdo alguna instrucción, consejo, lectura o literatura que nos hablará de la anormalidad de este hecho. A mis once años me había encontrado con el lobo de “caperucita”, el lobo que Charles Perrault. Después de haber vivido esa experiencia, no sentí coraje, me invadió una gran tristeza, quería morirme, quería dejar de crecer, entonces aprendía a esconder mi cuerpo, a ponerme vendas en los pechos para aplastarlos, a usar pantalones de tallas más grandes y camisetas. En el bachillerato comencé a forjar un espíritu rebelde, porque algo en mi alma me decía que no era normal todo aquello que estaba pasando. Mi hermana y yo nos volvimos vulnerables, crecíamos y las curvas hacían su aparición, para contrarrestar y ayudar a defendernos de los “chicos malos” que podían salirnos en la calle nos metimos a estudiar artes marciales.

Papá y mamá se divorciaron. En esa etapa de convivencia entre mi padre y mi madre y su matrimonio fallido. Crecí creyendo que todos los hombres eran iguales: machistas, violentos e infieles. Estudié en parte la universidad para tener más herramientas para enfrentarme a la vida y a mis temores. Para una niña, una adolescente y mujer que crece en este tipo de ambientes familiares, las relaciones amorosas a veces no son del todo exitosas, de hecho se vuelven tóxicas, suicidas y en el peor de los casos mortales. Cargamos con ciertos demonios y temores que nos impiden desarrollarnos sanamente, tuve varias relaciones después de mis veinticuatro años, algunas con toda la seriedad, sin embargo, había un patrón que se repetía como espiral. Me había jurado que no permitiría que los hombres hicieran conmigo lo que hizo mi padre con mi madre, hasta seleccionada a los novios con los que me relacionaba: parecía que traía una leyenda en la frente “trátame mal, no te dejaré”.

Pensé que con el grado de escolaridad que poseía no volvería a enfrentarme al acoso, pensé que a las universitarias, a las treintañeras, a las casi cuarentonas; no les acontecían este tipo de hechos, pero sería negar la realidad eminente, no importa la edad: eres mujer y como mujer en este país eres vulnerable, porque por más estudios y exitosos que tengan algunos hombres nos siguen viendo como una vagina la cual desean poseer, piensan que pueden golpearnos hasta matarnos, porque se les ha permitido antes de que México, fuera México, la historia de la humanidad nos ha marginado a morir por ser mujeres.

Para superar mis traumas, debí dejar la arrogancia de lado, aceptar que tenía un problema de depresión por años, que tenía una torcida idea de lo que es cortejo, el amor de pareja y que necesitaba ayuda profesional. Mi madre me motivó a seguir a delante a no olvidar las cicatrices, a entenderlas, a amarlas y recordarlas para NO abrirlas, para NO repetirlas y encontrara en la práctica de la lectura una medicina que ayudó a remendarme, a saber que no quería ser caperucita, a tener la fuerza y el espíritu de Schehereza.

El consejo que daría para aquellas mujeres que son acosadas, abusadas es: romper el silencio, buscar ayuda, hablarlo, denunciarlo. Mientras más experiencias nocivas acumulamos en nuestra memoria, en nuestro cuerpo, crecerá como una toxina que carcomerá nuestras acciones, nuestras ilusiones, nuestros sueños. Renunciar a tiempo a una relación es nuestro mejor salvavidas. Buscar un refugio en actividades que ayuden a fortalecer la autoestima: deporte, lectura, baile, caminata y escritura, hasta que las heridas sanen y poder seguir viviendo como las mujeres libres que somos y queremos seguir siendo, porque estamos hasta la madre de que nos sigan matando.

“Yo pretendo que soy yo misma

Pero desconocidas criaturas viven en mí,

Ojos que nos son míos ven el mundo por mí,

Y otros cuerpos se pasean con mi vida”

Joumana Haddad

Hoy hablaré de la condición de ser mujer, de la mujer que pelea en el día a día, me expreso en contra de todas las manifestaciones de violencia física y verbal que hemos sido blanco y a la cual nos sometemos desde que tengo uso de razón. Desafortunadamente, ayer fue Ingrid Escamillas asesinada de una forma inimaginable, innombrable. Fátima, una menor que sufría falta de atención en su hogar, vulnerable ante adultos abusivos y deshumanizados secuestrando la sonrisa, los sueños, la vida de una niña. Tristemente, no conozco mujer alguna que no haya sido expuesta en situación de peligro en su corto o largo trayecto de vida.

Uno pensaría que vivir nueve meses en el vientre de la madre es uno de los periodos más delicados que enfrenta cualquier ser humano en el proceso de la gestación, cualquier caída puede ser riesgosa, cualquier enfermedad, tanto para la madre como para el embrión. El mismo nacimiento es de peligro para ambos. Sin embargo, desafortunadamente para los seres humanos que nacemos mujeres en este país, en Sinaloa, en mi ciudad. El verdadero reto inicia: el día en que nacemos, las mujeres pasamos sobreviviendo frente a una sociedad que a pesar de sus avances tecnológicos; sigue tratándonos como objetos de placer, uso y abuso.

Maltratos, que lamentablemente terminan mal, historias criminales, en la nota roja de un periódico, en la morgue o en enclaustradas eternamente en la memoria. Mi preocupación en la niñez y en la adolescencia radicaba en el trato que mi padre daba a mi madre y a veces a nosotros sus hijos. Mi padre nunca nos golpeó físicamente, me gustaría aclarar. Nos agredió de esa “sutil” manera en la no te das cuenta que te están desangrando el alma. Eran palabras, frases, actitudes y acciones que llegaron a formar su primogénita como una mujer, insegura, inestable y neurótica.

En una charla en el baño de chicas en la secundaria, descubriría que lamentablemente a casi la mayoría de mis amigas les había sucedido una situación similar a la mía: transgresión física donde un conocido, un “amigo” o un “familiar” había tocado mi sexo y mis senos en contra de mi voluntad, cuando platiqué casi a todas les había ocurrido más o menos lo mismo algunas en la infancia. Repaso mi memoria no recuerdo alguna instrucción, consejo, lectura o literatura que nos hablará de la anormalidad de este hecho. A mis once años me había encontrado con el lobo de “caperucita”, el lobo que Charles Perrault. Después de haber vivido esa experiencia, no sentí coraje, me invadió una gran tristeza, quería morirme, quería dejar de crecer, entonces aprendía a esconder mi cuerpo, a ponerme vendas en los pechos para aplastarlos, a usar pantalones de tallas más grandes y camisetas. En el bachillerato comencé a forjar un espíritu rebelde, porque algo en mi alma me decía que no era normal todo aquello que estaba pasando. Mi hermana y yo nos volvimos vulnerables, crecíamos y las curvas hacían su aparición, para contrarrestar y ayudar a defendernos de los “chicos malos” que podían salirnos en la calle nos metimos a estudiar artes marciales.

Papá y mamá se divorciaron. En esa etapa de convivencia entre mi padre y mi madre y su matrimonio fallido. Crecí creyendo que todos los hombres eran iguales: machistas, violentos e infieles. Estudié en parte la universidad para tener más herramientas para enfrentarme a la vida y a mis temores. Para una niña, una adolescente y mujer que crece en este tipo de ambientes familiares, las relaciones amorosas a veces no son del todo exitosas, de hecho se vuelven tóxicas, suicidas y en el peor de los casos mortales. Cargamos con ciertos demonios y temores que nos impiden desarrollarnos sanamente, tuve varias relaciones después de mis veinticuatro años, algunas con toda la seriedad, sin embargo, había un patrón que se repetía como espiral. Me había jurado que no permitiría que los hombres hicieran conmigo lo que hizo mi padre con mi madre, hasta seleccionada a los novios con los que me relacionaba: parecía que traía una leyenda en la frente “trátame mal, no te dejaré”.

Pensé que con el grado de escolaridad que poseía no volvería a enfrentarme al acoso, pensé que a las universitarias, a las treintañeras, a las casi cuarentonas; no les acontecían este tipo de hechos, pero sería negar la realidad eminente, no importa la edad: eres mujer y como mujer en este país eres vulnerable, porque por más estudios y exitosos que tengan algunos hombres nos siguen viendo como una vagina la cual desean poseer, piensan que pueden golpearnos hasta matarnos, porque se les ha permitido antes de que México, fuera México, la historia de la humanidad nos ha marginado a morir por ser mujeres.

Para superar mis traumas, debí dejar la arrogancia de lado, aceptar que tenía un problema de depresión por años, que tenía una torcida idea de lo que es cortejo, el amor de pareja y que necesitaba ayuda profesional. Mi madre me motivó a seguir a delante a no olvidar las cicatrices, a entenderlas, a amarlas y recordarlas para NO abrirlas, para NO repetirlas y encontrara en la práctica de la lectura una medicina que ayudó a remendarme, a saber que no quería ser caperucita, a tener la fuerza y el espíritu de Schehereza.

El consejo que daría para aquellas mujeres que son acosadas, abusadas es: romper el silencio, buscar ayuda, hablarlo, denunciarlo. Mientras más experiencias nocivas acumulamos en nuestra memoria, en nuestro cuerpo, crecerá como una toxina que carcomerá nuestras acciones, nuestras ilusiones, nuestros sueños. Renunciar a tiempo a una relación es nuestro mejor salvavidas. Buscar un refugio en actividades que ayuden a fortalecer la autoestima: deporte, lectura, baile, caminata y escritura, hasta que las heridas sanen y poder seguir viviendo como las mujeres libres que somos y queremos seguir siendo, porque estamos hasta la madre de que nos sigan matando.

ÚLTIMASCOLUMNAS