/ viernes 29 de enero de 2021

Mentira y verdad en la política

En la historia del pensamiento occidental, Nicolás Maquiavelo representa un auténtico giro copernicano, entre otras cosas por su visión realista de la política.

Sin duda, El príncipe es la obra más leída de este célebre pensador y político italiano. Se trata de un libro de consejos prácticos y de supuestas técnicas probadas para conquistar, conservar y gobernar adecuadamente un estado.

En la pedagogía política maquiaveliana, un lugar destacado lo ocupa la mentira. Un buen príncipe debe saber engañar, aparentar virtudes que no posee, carecer de palabra y no hacer caso de sus propias promesas.

Para Nicolás Maquiavelo, “Un príncipe prudente no puede guardar fidelidad a su palabra cuando semejante fidelidad se vuelve en contra suya”. El ilustre escritor y secretario florentino, sostiene que el que gobierna debe “saber disfrazarse bien y ser hábil en fingir y disimular”. Este método es efectivo y da buenos resultados, ya que “aquel que engaña encontrará siempre quien se deje engañar”.

Los consejos, recomendaciones y técnicas dictadas por Maquiavelo, se impusieron como criterios dominantes en la política moderna. Al amparo de un necesario “realismo”, la mentira, la impostura y el cinismo adquirieron carta de naturalidad en la competencia electoral y el ejercicio de gobierno.

Engañar deliberadamente, levantar falsos, calumniar, ocultar información, mantener secretos “de estado”, manipular o tergiversar los hechos, prometer de manera populista y demagógica todo tipo de cosas que jamás se van a cumplir; todo ello ha sido considerado válido, legítimo e inevitable en la vida política.

Los gobiernos totalitarios, como el nazismo y el comunismo stalinista, recurrieron sistemáticamente a la mentira. A través del terror, instituyeron un régimen de “verdad”, que paradójicamente significaba el ocultamiento y la negación de la realidad. Como lo advirtió George Orwell, la propaganda y el lenguaje político del totalitarismo está “diseñado para lograr que las mentiras parezcan verdades”.

Pero ganar votos o gobernar por medio del engaño, es también un fenómeno común en las democracias liberales, que no están vacunadas contra los embusteros. Demagogos y líderes populistas han normalizado la mentira, la falsedad y el cinismo en la competencia política y el ejercicio de gobierno.

La mentira se ha exponenciado con las nuevas tecnologías de la información y la comunicación. Las redes sociales están plagadas de fake news, que banalizan el engaño, para el cual parece que no hay límites.

En nuestra época, son enteramente válidas las palabras del filósofo Alexandre Koyré, cuando escribió: “nunca se ha mentido tanto como ahora. Ni se ha mentido de una manera tan descarada, sistemática y constante”.

No hay duda que el engaño genera dudas y confusión en los ciudadanos, obstruye la comprensión adecuada de los hechos y termina por pervertir el discurso y el ambiente político.

Hay líderes y gobernantes que justifican sus mentiras, piadosas, por “razones de estado”; por la necesidad de hacer avanzar el “movimiento” o al partido; para mantener vivo el optimismo y la esperanza de la sociedad; para conquistar objetivos superiores en beneficio del “pueblo”. Estas y otras razones, explican las concesiones a la impostura y la falsedad.

Pero hay otros actores políticos que recurren al engaño como práctica cotidiana y sin rubor alguno. Son mentirosos compulsivos e irredentos. Hay ocasiones, en que este tipo de embusteros termina por creerse sus mentiras. Caen en su propia trampa: el autoengaño, que les impide ver la realidad.

Ahora bien, las mentiras no son eternas y terminan por ser descubiertas. El engaño dura, hasta que la verdad llega y florece. Más temprano que tarde, los hechos terminan por imponerse al embuste y la falsedad.

Hannah Arendt afirmó que “la verdad y la política nunca se llevaron demasiado bien”. Pero hoy es tiempo de combatir el cinismo y reivindicar la verdad, como parte fundamental de una política democrática basada en la transparencia.

Siempre será mejor optar por la verdad que el engaño, la impostura y la simulación. La verdad, aunque duela, es preferible a los mundos imaginarios, fantasiosos y falsos que construyen demagogos y líderes populistas que sin ningún recato hacen compromisos y promesas que no pueden cumplir, ocultan información, siempre tienen “otros datos” y aseguran que vamos “requetebién” aunque las cosas marchen mal.

En su mensaje de inauguración como presidente de los Estados Unidos, Joe Biden defendió justamente el valor de la verdad en la democracia. Y tiene razón. Hay que desterrar las mentiras tóxicas inescrupulosas y cínicas, que envenenan la vida pública. Es tiempo de concederle a la verdad el lugar que le corresponde en una política democrática responsable y decente.

En la historia del pensamiento occidental, Nicolás Maquiavelo representa un auténtico giro copernicano, entre otras cosas por su visión realista de la política.

Sin duda, El príncipe es la obra más leída de este célebre pensador y político italiano. Se trata de un libro de consejos prácticos y de supuestas técnicas probadas para conquistar, conservar y gobernar adecuadamente un estado.

En la pedagogía política maquiaveliana, un lugar destacado lo ocupa la mentira. Un buen príncipe debe saber engañar, aparentar virtudes que no posee, carecer de palabra y no hacer caso de sus propias promesas.

Para Nicolás Maquiavelo, “Un príncipe prudente no puede guardar fidelidad a su palabra cuando semejante fidelidad se vuelve en contra suya”. El ilustre escritor y secretario florentino, sostiene que el que gobierna debe “saber disfrazarse bien y ser hábil en fingir y disimular”. Este método es efectivo y da buenos resultados, ya que “aquel que engaña encontrará siempre quien se deje engañar”.

Los consejos, recomendaciones y técnicas dictadas por Maquiavelo, se impusieron como criterios dominantes en la política moderna. Al amparo de un necesario “realismo”, la mentira, la impostura y el cinismo adquirieron carta de naturalidad en la competencia electoral y el ejercicio de gobierno.

Engañar deliberadamente, levantar falsos, calumniar, ocultar información, mantener secretos “de estado”, manipular o tergiversar los hechos, prometer de manera populista y demagógica todo tipo de cosas que jamás se van a cumplir; todo ello ha sido considerado válido, legítimo e inevitable en la vida política.

Los gobiernos totalitarios, como el nazismo y el comunismo stalinista, recurrieron sistemáticamente a la mentira. A través del terror, instituyeron un régimen de “verdad”, que paradójicamente significaba el ocultamiento y la negación de la realidad. Como lo advirtió George Orwell, la propaganda y el lenguaje político del totalitarismo está “diseñado para lograr que las mentiras parezcan verdades”.

Pero ganar votos o gobernar por medio del engaño, es también un fenómeno común en las democracias liberales, que no están vacunadas contra los embusteros. Demagogos y líderes populistas han normalizado la mentira, la falsedad y el cinismo en la competencia política y el ejercicio de gobierno.

La mentira se ha exponenciado con las nuevas tecnologías de la información y la comunicación. Las redes sociales están plagadas de fake news, que banalizan el engaño, para el cual parece que no hay límites.

En nuestra época, son enteramente válidas las palabras del filósofo Alexandre Koyré, cuando escribió: “nunca se ha mentido tanto como ahora. Ni se ha mentido de una manera tan descarada, sistemática y constante”.

No hay duda que el engaño genera dudas y confusión en los ciudadanos, obstruye la comprensión adecuada de los hechos y termina por pervertir el discurso y el ambiente político.

Hay líderes y gobernantes que justifican sus mentiras, piadosas, por “razones de estado”; por la necesidad de hacer avanzar el “movimiento” o al partido; para mantener vivo el optimismo y la esperanza de la sociedad; para conquistar objetivos superiores en beneficio del “pueblo”. Estas y otras razones, explican las concesiones a la impostura y la falsedad.

Pero hay otros actores políticos que recurren al engaño como práctica cotidiana y sin rubor alguno. Son mentirosos compulsivos e irredentos. Hay ocasiones, en que este tipo de embusteros termina por creerse sus mentiras. Caen en su propia trampa: el autoengaño, que les impide ver la realidad.

Ahora bien, las mentiras no son eternas y terminan por ser descubiertas. El engaño dura, hasta que la verdad llega y florece. Más temprano que tarde, los hechos terminan por imponerse al embuste y la falsedad.

Hannah Arendt afirmó que “la verdad y la política nunca se llevaron demasiado bien”. Pero hoy es tiempo de combatir el cinismo y reivindicar la verdad, como parte fundamental de una política democrática basada en la transparencia.

Siempre será mejor optar por la verdad que el engaño, la impostura y la simulación. La verdad, aunque duela, es preferible a los mundos imaginarios, fantasiosos y falsos que construyen demagogos y líderes populistas que sin ningún recato hacen compromisos y promesas que no pueden cumplir, ocultan información, siempre tienen “otros datos” y aseguran que vamos “requetebién” aunque las cosas marchen mal.

En su mensaje de inauguración como presidente de los Estados Unidos, Joe Biden defendió justamente el valor de la verdad en la democracia. Y tiene razón. Hay que desterrar las mentiras tóxicas inescrupulosas y cínicas, que envenenan la vida pública. Es tiempo de concederle a la verdad el lugar que le corresponde en una política democrática responsable y decente.