/ viernes 8 de mayo de 2020

La restauración del presidencialismo autoritario

La Constitución de 1917 prefiguró un ejecutivo federal notablemente fuerte. Nuestra carta magna dotó al presidente de la república de amplios poderes, al investirlo como la primera autoridad laboral y agraria del país; el rector indiscutible de las políticas sanitaria y educativa; y el jefe supremo de las fuerzas armadas.


En un estudio clásico del presidencialismo mexicano, Jorge Carpizo hizo notar que el poder del ejecutivo federal se fortaleció extraodinariamente con el ejercicio de un conjunto de facultades "metaconstitucionales”, derivadas de la existencia de un sistema de partido hegemónico.


Con la excesiva concentración del poder, la presidencia de la república se convirtió en la pieza central y determinante de nuestro sistema político. El ejecutivo federal, colonizó y supeditó a las diversas instituciones que la propia Constitución había establecido para equilibrar y limitar el poder presidencial.


El aumento del peso del estado, debido a la creciente intervención en la economía y al impulso de un amplio programa de reformas sociales, incrementaron la fortaleza del ejecutivo federal. Los presidentes se convirtieron en líderes políticos todopoderosos; en una fuente inagotable de distribución discrecional de recursos, apoyos, prebendas, subsidios, concesiones, candidaturas y puestos públicos.


El ejecutivo federal acumuló tanto poder, que Daniel Cosío Villegas definió al sistema político mexicano como una “monarquía absoluta sexenal”. Y en efecto, algunos presidentes llegaron a la desmesura de afirmar que “la economía se maneja desde Los Pinos”. Otros, ante la pleitesía de la clase política y la condescendencia de la sociedad, perdieron la razón e incurrieron en la osadía de creerse eternos e infalibles como los Dioses.


Las bases institucionales, políticas y culturales en que se cimentó el enorme y desmedido poder de los presidentes mexicanos, comenzaron a modificarse gradualmente en el proceso de transición a la democracia.


El primer resquebrajamiento llegó con las crisis económicas de los años 70s y 80s del siglo XX, que impactaron negativamente en las finanzas públicas. Al contar con menos recursos para distribuir, los presidentes dejaron de ser los benefactores ilimitados de la nación.


Las adversidades económicas, tuvieron un natural y lógico impacto político. Los partidos de oposición comenzaron a ganar elecciones y a gobernar municipios y estados, propiciándose una nueva distribución del poder. El presidente y su partido, ya no se quedaron con todas las posiciones.


En esta ruta, un cambio fundamental es el que alteró la relación tradicional de subordinación del congreso de la unión al ejecutivo federal. En los polémicos comicios de 1988 el PRI pierde la mayoría calificada en la cámara de diputados, con lo cual el presidente y su partido quedan imposibilitados de concretar, por sí solos, reformas constitucionales.

En las elecciones de 1997 el PRI pierde la mayoría simple en la cámara de diputados, con lo cual México entra en la era de los “gobiernos divididos”, donde el ejecutivo no cuenta con mayoría en el congreso federal.


Además de los cambios en el poder legislativo, la creación de organismos con autonomía constitucional acota los poderes del presidente en ciertas materias. En 1994 se concede autonomía al Banco de México, en 1996 al Instituto Federal Electoral (hoy INE) y en 1999 a la Comisión Nacional de Derechos Humanos.


Todas estas transformaciones institucionales y políticas, modificaron visiblemente el perfil y operación del ejecutivo federal. Como parte de nuestro proceso de transición a la democracia, pasamos de una presidencia con poderes casi absolutos, a una presidencia limitada constitucionalmente.


Este nuevo modelo, que prevaleció en las últimas administraciones príístas y panistas de Ernesto Zedillo, Vicente Fox, Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto, corre el riesgo de revertirse en el gobierno de la llamada Cuarta Transformación.


Hay que recordar que después de estos cuatro sexenios consecutivos, que vivimos bajo “gobiernos divididos”, en los cuales el ejecutivo federal no contó con una mayoría legislativa, ahora hemos regresado a un gobierno “unificado”, donde el presidente Andrés Manuel López Obrador tiene la mayoría en las dos cámaras del congreso de la unión.


Tanto en la cámara de diputados, como en el senado, Morena y sus aliados están sobrerepresentados. Y en la cámara de diputados, Morena alcanzó la mayoría absoluta después de burdas maniobras, como la incorporación de legisladores que renunciaron a otras bancadas.


Pero como haya sido, el hecho es que ejecutivo federal, por el voto de los ciudadanos, dispone de una mayoría legislativa. En virtud del estilo de liderazgo del presidente López Obrador, y de la orientación de su gobierno, el regreso a un gobierno “unificado” puede representar un riesgo para nuestra democracia.


Vale la pena recuperar las ideas de María Amparo Casar, que ha sido una aguda estudiosa de estos temas, y que ha dejado en claro que el gobierno “unificado” e indiviso es lo que definió la esencia del hiperpresidencialismo mexicano en el régimen autoritario, ya que permitió que el ejecutivo federal colonizara al congreso y lo sometiera a su servicio.


Todo parece indicar, que ese es el proyecto de la 4T: restaurar el presidencialismo autoritario y el sistema de partido hegemónico. Andrés López Obrador, ha convertido al poder legislativo en una oficina de trámites de la presidencia. Estamos viendo, de nuevo, la abyección y servilismo de los diputados y senadores al ejecutivo federal, tal y como ocurría en el régimen autoritario.


Como lo confesó el propio López Obrador, el COVID-19 le ha caído como “anillo al dedo” a su proyecto de la Cuarta Transformación, donde se advierte el propósito de fortalecer el poder de la presidencia, en detrimento del legislativo. Y una prueba clara de ello es la propuesta que, en plena pandemia del coronavirus, ha presentado para reformar la Ley de Presupuesto y Responsabilidad Hacendaria.


La iniciativa del ejecutivo federal, plantea otorgar la facultad al presidente de la república para reorientar el presupuesto en situaciones de emergencia económica, sin consultar al congreso. Se trata de que, unilateralmente, Andrés Manuel López Obrador pueda recortar recursos a todas las entidades y dependencias públicas, y concentrarlos en la Secretaría de Hacienda para desde ahí aplicarlos en sectores y proyectos “prioritarios”.


Esta propuesta del ejecutivo federal, acusa problemas de técnica legislativa. Por ejemplo, no define lo que es una emergencia, ni los criterios precisos para decretarla. Pero más allá de la forma, lo preocupante de la iniciativa de López Obrador es que tiene un evidente sesgo autoritario y contraviene la Constitución, ya que vulnera el principio de la división de poderes.


Con esta propuesta, lo que se busca es que en situaciones de emergencia como la que ahora vivimos con motivo de la pandemia del COVID-19, el presidente maneje con total discrecionalidad los recursos públicos, lo que significaría un grave retroceso en materia de transparencia y rendición de cuentas.


Afortunadamente la iniciativa de Andrés López Obrador no logró avanzar en su primer intento, debido a que la oposición bloqueó la realización de un período extraordinario de sesiones, donde Morena y sus aliados pretendían aprobar esta propuesta.


Pero Morena ya anunció que una vez que pase la pandemia del coronavirus, insistirá en la reforma a la ley Federal de Presupuesto y Responsabilidad Hacendaria. La razón de ello, es que ya están viendo la brusca caída en los ingresos y les urge asegurar, de cualquier forma, los recursos para sus proyectos “estratégicos”: los programas sociales clientelares, el aeropuerto de Santa Lucía, el tren maya, PEMEX y las refinerías.


El reto para la oposición y la sociedad civil, es impedir que avance esta iniciativa antidemocrática y anticonstitucional, que pretende otorgar poderes extraordinarios y unipersonales al ejecutivo federal y anular, en los hechos, las facultades de la cámara de diputados en materia de aprobación y control presupuestal. De consumarse la propuesta de López Obrador, seguiríamos caminando directo a la restauración del presidencialismo autoritario.





La Constitución de 1917 prefiguró un ejecutivo federal notablemente fuerte. Nuestra carta magna dotó al presidente de la república de amplios poderes, al investirlo como la primera autoridad laboral y agraria del país; el rector indiscutible de las políticas sanitaria y educativa; y el jefe supremo de las fuerzas armadas.


En un estudio clásico del presidencialismo mexicano, Jorge Carpizo hizo notar que el poder del ejecutivo federal se fortaleció extraodinariamente con el ejercicio de un conjunto de facultades "metaconstitucionales”, derivadas de la existencia de un sistema de partido hegemónico.


Con la excesiva concentración del poder, la presidencia de la república se convirtió en la pieza central y determinante de nuestro sistema político. El ejecutivo federal, colonizó y supeditó a las diversas instituciones que la propia Constitución había establecido para equilibrar y limitar el poder presidencial.


El aumento del peso del estado, debido a la creciente intervención en la economía y al impulso de un amplio programa de reformas sociales, incrementaron la fortaleza del ejecutivo federal. Los presidentes se convirtieron en líderes políticos todopoderosos; en una fuente inagotable de distribución discrecional de recursos, apoyos, prebendas, subsidios, concesiones, candidaturas y puestos públicos.


El ejecutivo federal acumuló tanto poder, que Daniel Cosío Villegas definió al sistema político mexicano como una “monarquía absoluta sexenal”. Y en efecto, algunos presidentes llegaron a la desmesura de afirmar que “la economía se maneja desde Los Pinos”. Otros, ante la pleitesía de la clase política y la condescendencia de la sociedad, perdieron la razón e incurrieron en la osadía de creerse eternos e infalibles como los Dioses.


Las bases institucionales, políticas y culturales en que se cimentó el enorme y desmedido poder de los presidentes mexicanos, comenzaron a modificarse gradualmente en el proceso de transición a la democracia.


El primer resquebrajamiento llegó con las crisis económicas de los años 70s y 80s del siglo XX, que impactaron negativamente en las finanzas públicas. Al contar con menos recursos para distribuir, los presidentes dejaron de ser los benefactores ilimitados de la nación.


Las adversidades económicas, tuvieron un natural y lógico impacto político. Los partidos de oposición comenzaron a ganar elecciones y a gobernar municipios y estados, propiciándose una nueva distribución del poder. El presidente y su partido, ya no se quedaron con todas las posiciones.


En esta ruta, un cambio fundamental es el que alteró la relación tradicional de subordinación del congreso de la unión al ejecutivo federal. En los polémicos comicios de 1988 el PRI pierde la mayoría calificada en la cámara de diputados, con lo cual el presidente y su partido quedan imposibilitados de concretar, por sí solos, reformas constitucionales.

En las elecciones de 1997 el PRI pierde la mayoría simple en la cámara de diputados, con lo cual México entra en la era de los “gobiernos divididos”, donde el ejecutivo no cuenta con mayoría en el congreso federal.


Además de los cambios en el poder legislativo, la creación de organismos con autonomía constitucional acota los poderes del presidente en ciertas materias. En 1994 se concede autonomía al Banco de México, en 1996 al Instituto Federal Electoral (hoy INE) y en 1999 a la Comisión Nacional de Derechos Humanos.


Todas estas transformaciones institucionales y políticas, modificaron visiblemente el perfil y operación del ejecutivo federal. Como parte de nuestro proceso de transición a la democracia, pasamos de una presidencia con poderes casi absolutos, a una presidencia limitada constitucionalmente.


Este nuevo modelo, que prevaleció en las últimas administraciones príístas y panistas de Ernesto Zedillo, Vicente Fox, Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto, corre el riesgo de revertirse en el gobierno de la llamada Cuarta Transformación.


Hay que recordar que después de estos cuatro sexenios consecutivos, que vivimos bajo “gobiernos divididos”, en los cuales el ejecutivo federal no contó con una mayoría legislativa, ahora hemos regresado a un gobierno “unificado”, donde el presidente Andrés Manuel López Obrador tiene la mayoría en las dos cámaras del congreso de la unión.


Tanto en la cámara de diputados, como en el senado, Morena y sus aliados están sobrerepresentados. Y en la cámara de diputados, Morena alcanzó la mayoría absoluta después de burdas maniobras, como la incorporación de legisladores que renunciaron a otras bancadas.


Pero como haya sido, el hecho es que ejecutivo federal, por el voto de los ciudadanos, dispone de una mayoría legislativa. En virtud del estilo de liderazgo del presidente López Obrador, y de la orientación de su gobierno, el regreso a un gobierno “unificado” puede representar un riesgo para nuestra democracia.


Vale la pena recuperar las ideas de María Amparo Casar, que ha sido una aguda estudiosa de estos temas, y que ha dejado en claro que el gobierno “unificado” e indiviso es lo que definió la esencia del hiperpresidencialismo mexicano en el régimen autoritario, ya que permitió que el ejecutivo federal colonizara al congreso y lo sometiera a su servicio.


Todo parece indicar, que ese es el proyecto de la 4T: restaurar el presidencialismo autoritario y el sistema de partido hegemónico. Andrés López Obrador, ha convertido al poder legislativo en una oficina de trámites de la presidencia. Estamos viendo, de nuevo, la abyección y servilismo de los diputados y senadores al ejecutivo federal, tal y como ocurría en el régimen autoritario.


Como lo confesó el propio López Obrador, el COVID-19 le ha caído como “anillo al dedo” a su proyecto de la Cuarta Transformación, donde se advierte el propósito de fortalecer el poder de la presidencia, en detrimento del legislativo. Y una prueba clara de ello es la propuesta que, en plena pandemia del coronavirus, ha presentado para reformar la Ley de Presupuesto y Responsabilidad Hacendaria.


La iniciativa del ejecutivo federal, plantea otorgar la facultad al presidente de la república para reorientar el presupuesto en situaciones de emergencia económica, sin consultar al congreso. Se trata de que, unilateralmente, Andrés Manuel López Obrador pueda recortar recursos a todas las entidades y dependencias públicas, y concentrarlos en la Secretaría de Hacienda para desde ahí aplicarlos en sectores y proyectos “prioritarios”.


Esta propuesta del ejecutivo federal, acusa problemas de técnica legislativa. Por ejemplo, no define lo que es una emergencia, ni los criterios precisos para decretarla. Pero más allá de la forma, lo preocupante de la iniciativa de López Obrador es que tiene un evidente sesgo autoritario y contraviene la Constitución, ya que vulnera el principio de la división de poderes.


Con esta propuesta, lo que se busca es que en situaciones de emergencia como la que ahora vivimos con motivo de la pandemia del COVID-19, el presidente maneje con total discrecionalidad los recursos públicos, lo que significaría un grave retroceso en materia de transparencia y rendición de cuentas.


Afortunadamente la iniciativa de Andrés López Obrador no logró avanzar en su primer intento, debido a que la oposición bloqueó la realización de un período extraordinario de sesiones, donde Morena y sus aliados pretendían aprobar esta propuesta.


Pero Morena ya anunció que una vez que pase la pandemia del coronavirus, insistirá en la reforma a la ley Federal de Presupuesto y Responsabilidad Hacendaria. La razón de ello, es que ya están viendo la brusca caída en los ingresos y les urge asegurar, de cualquier forma, los recursos para sus proyectos “estratégicos”: los programas sociales clientelares, el aeropuerto de Santa Lucía, el tren maya, PEMEX y las refinerías.


El reto para la oposición y la sociedad civil, es impedir que avance esta iniciativa antidemocrática y anticonstitucional, que pretende otorgar poderes extraordinarios y unipersonales al ejecutivo federal y anular, en los hechos, las facultades de la cámara de diputados en materia de aprobación y control presupuestal. De consumarse la propuesta de López Obrador, seguiríamos caminando directo a la restauración del presidencialismo autoritario.