/ viernes 14 de agosto de 2020

La política del resentimiento

Francis Fukuyama es uno los grandes pensadores de nuestro tiempo, que irrumpió poderosamente en el debate académico y político con la publicación de su libro El fin de la historia y el último hombre (1992), en el que de manera creativa y provocadora recupera y recrea una vieja teoría del filósofo alemán G. W. F. Hegel, para sentenciar que la democracia liberal y la economía de mercado representaban el punto final en la evolución de los paradigmas ideológicos.

El texto referido generó una amplia y encendida polémica. Sus críticos, reprocharon airadamente que la historia no se detiene, ni se petrifica. En respuesta, Fukuyama aclaró que su visión de la historia no alude a los acontecimientos que suceden diariamente, sino que tiene que ver con la dirección en que se mueve la conciencia de la humanidad.

Este destacado e influyente pensador norteamericano es autor de otros importantes libros, como La confianza (1995), La gran ruptura (1999), La construcción del estado: hacia un nuevo orden mundial en el siglo XXI (2004), Orden y decadencia en la política (2014) e Identidad. La demanda de dignidad y las políticas de resentimiento (2018).

La última de las obras referidas de Francis Fukuyama es una mirada aguda, lúcida y certera sobre la política mundial contemporánea, cuyos signos dominantes - en su opinión - son la crisis económica y el incremento de la desigualdad, la “recesión” democrática y el notable resurgimiento de las demandas de tipo identitario.

Y efectivamente, en las últimas décadas hemos visto como países, regiones, grupos sociales y minorías de diverso tipo han reivindicado con mayor fuerza e insistencia sus derechos a una identidad propia y diferenciada.

Los motivos de la exigencia identitaria son múltiples: una historia compartida, nacionalidad, religión, raza, etnicidad, lengua, tradiciones, costumbres, género, orientación sexual. Pero en todos los casos, lo que se reivindica es el derecho a pertenecer a una colectividad que se considera específica, única, singular y distinta a las demás.

Con la búsqueda de la identidad, brota la necesidad del reconocimiento. Hegel, un pensador tan querido por Fukuyama, lo dijo mejor que nadie: hay en los individuos un fuerte y permanente deseo de reconocimiento como seres independientes y diferentes.

El individuo no consolida su identidad espiritual y cultural por sí mismo, sino en el momento en que es reconocido por los demás como persona independiente, portadora del derecho a la libertad y a la diferencia.

Para el filósofo canadiense Charles Taylor, el reconocimiento es una necesidad vital de los individuos y de los grupos sociales, y es por lo mismo un componente esencial de toda sociedad justa y auténticamente democrática.

Hasta aquí, los argumentos parecen razonables. Sin embargo, el problema que plantea este enfoque, que cada vez tiene mayor difusión y arraigo en la política contemporánea, es que muchas veces el reclamo del derecho a la identidad se funda en la negación, el rechazo y la exclusión de los que no pertenecen a esas colectividades singulares.

Detrás de la reivindicación identitaria, frecuentemente encontramos un espíritu de cuerpo, un sentimiento clánico, que se expresa en desconfianza, recelo e intolerancia a los “extraños”, a los que son diferentes.

Aquí es donde tiene campo fértil lo que Francis Fukuyama ha llamado la política del resentimiento. Líderes y partidos de corte populista abanderan la defensa de la identidad y los derechos de sectores y grupos sociales tradicionalmente ignorados y marginados, que se contraponen a “los otros”.

El populismo establece una diferencia maniquea y absoluta entre el “pueblo” y el “no pueblo”. El pueblo tiene una identidad fija y homogénea: posee una bondad y pureza intrínseca; es depositario de las más altas virtudes y valores; y está formado por los pobres, los excluidos, los de abajo, los desposeídos. El no pueblo lo representan los de arriba, la clase política, la “partidocracia”, la oligarquía, los empresarios, los conservadores y neoliberales, las élites privilegiadas, “corruptas” y depredadoras.

La política del resentimiento moviliza al electorado reivindicando la identidad diferenciada de ese pueblo mítico, olvidado y ofendido. Líderes y partidos populistas, se comprometen a reconocer y garantizar los derechos de los pobres y marginados, que han sido víctimas de agravios históricos, reales o supuestos.

Defender la identidad del pueblo y buscar su redención, implica construir una lógica de polarización y confrontación con “los otros”, con los adversarios y enemigos de las causas nobles. La política del resentimiento aviva y explota el rencor e incentiva el deseo de venganza contra el “no pueblo”.

Esta narrativa de identidad particularista y cerrada, que alienta la exclusión, el odio y la intolerancia, que construye muros y antagonismos irreconciliables, ha llenado de violencia y sangre muchas páginas de la historia de la humanidad.

Líderes y partidos populistas se han asumido como auténticos cruzados, y en su misión redentora de los pobres y marginados atizan el resentimiento, la confrontación y división de la sociedad, lo que conduce finalmente a la guerra de unos contra otros: del pueblo y sus representantes contra “los demás”, contra sus victimarios y enemigos históricos.

Hay que contener la política del resentimiento, que es disgregadora y genera una lógica de enemistad y hostilidad, de rencor y odio. Para ello, como nos dice Francis Fukuyama, se requiere definir identidades nacionales amplias, incluyentes e integradoras, en las que tenga cabida el pluralismo, el respeto a la diversidad, la coexistencia pacífica de intereses y posturas múltiples y heterogéneas. Esto es lo que distingue a toda sociedad abierta, decente, civilizada y democrática.

Francis Fukuyama es uno los grandes pensadores de nuestro tiempo, que irrumpió poderosamente en el debate académico y político con la publicación de su libro El fin de la historia y el último hombre (1992), en el que de manera creativa y provocadora recupera y recrea una vieja teoría del filósofo alemán G. W. F. Hegel, para sentenciar que la democracia liberal y la economía de mercado representaban el punto final en la evolución de los paradigmas ideológicos.

El texto referido generó una amplia y encendida polémica. Sus críticos, reprocharon airadamente que la historia no se detiene, ni se petrifica. En respuesta, Fukuyama aclaró que su visión de la historia no alude a los acontecimientos que suceden diariamente, sino que tiene que ver con la dirección en que se mueve la conciencia de la humanidad.

Este destacado e influyente pensador norteamericano es autor de otros importantes libros, como La confianza (1995), La gran ruptura (1999), La construcción del estado: hacia un nuevo orden mundial en el siglo XXI (2004), Orden y decadencia en la política (2014) e Identidad. La demanda de dignidad y las políticas de resentimiento (2018).

La última de las obras referidas de Francis Fukuyama es una mirada aguda, lúcida y certera sobre la política mundial contemporánea, cuyos signos dominantes - en su opinión - son la crisis económica y el incremento de la desigualdad, la “recesión” democrática y el notable resurgimiento de las demandas de tipo identitario.

Y efectivamente, en las últimas décadas hemos visto como países, regiones, grupos sociales y minorías de diverso tipo han reivindicado con mayor fuerza e insistencia sus derechos a una identidad propia y diferenciada.

Los motivos de la exigencia identitaria son múltiples: una historia compartida, nacionalidad, religión, raza, etnicidad, lengua, tradiciones, costumbres, género, orientación sexual. Pero en todos los casos, lo que se reivindica es el derecho a pertenecer a una colectividad que se considera específica, única, singular y distinta a las demás.

Con la búsqueda de la identidad, brota la necesidad del reconocimiento. Hegel, un pensador tan querido por Fukuyama, lo dijo mejor que nadie: hay en los individuos un fuerte y permanente deseo de reconocimiento como seres independientes y diferentes.

El individuo no consolida su identidad espiritual y cultural por sí mismo, sino en el momento en que es reconocido por los demás como persona independiente, portadora del derecho a la libertad y a la diferencia.

Para el filósofo canadiense Charles Taylor, el reconocimiento es una necesidad vital de los individuos y de los grupos sociales, y es por lo mismo un componente esencial de toda sociedad justa y auténticamente democrática.

Hasta aquí, los argumentos parecen razonables. Sin embargo, el problema que plantea este enfoque, que cada vez tiene mayor difusión y arraigo en la política contemporánea, es que muchas veces el reclamo del derecho a la identidad se funda en la negación, el rechazo y la exclusión de los que no pertenecen a esas colectividades singulares.

Detrás de la reivindicación identitaria, frecuentemente encontramos un espíritu de cuerpo, un sentimiento clánico, que se expresa en desconfianza, recelo e intolerancia a los “extraños”, a los que son diferentes.

Aquí es donde tiene campo fértil lo que Francis Fukuyama ha llamado la política del resentimiento. Líderes y partidos de corte populista abanderan la defensa de la identidad y los derechos de sectores y grupos sociales tradicionalmente ignorados y marginados, que se contraponen a “los otros”.

El populismo establece una diferencia maniquea y absoluta entre el “pueblo” y el “no pueblo”. El pueblo tiene una identidad fija y homogénea: posee una bondad y pureza intrínseca; es depositario de las más altas virtudes y valores; y está formado por los pobres, los excluidos, los de abajo, los desposeídos. El no pueblo lo representan los de arriba, la clase política, la “partidocracia”, la oligarquía, los empresarios, los conservadores y neoliberales, las élites privilegiadas, “corruptas” y depredadoras.

La política del resentimiento moviliza al electorado reivindicando la identidad diferenciada de ese pueblo mítico, olvidado y ofendido. Líderes y partidos populistas, se comprometen a reconocer y garantizar los derechos de los pobres y marginados, que han sido víctimas de agravios históricos, reales o supuestos.

Defender la identidad del pueblo y buscar su redención, implica construir una lógica de polarización y confrontación con “los otros”, con los adversarios y enemigos de las causas nobles. La política del resentimiento aviva y explota el rencor e incentiva el deseo de venganza contra el “no pueblo”.

Esta narrativa de identidad particularista y cerrada, que alienta la exclusión, el odio y la intolerancia, que construye muros y antagonismos irreconciliables, ha llenado de violencia y sangre muchas páginas de la historia de la humanidad.

Líderes y partidos populistas se han asumido como auténticos cruzados, y en su misión redentora de los pobres y marginados atizan el resentimiento, la confrontación y división de la sociedad, lo que conduce finalmente a la guerra de unos contra otros: del pueblo y sus representantes contra “los demás”, contra sus victimarios y enemigos históricos.

Hay que contener la política del resentimiento, que es disgregadora y genera una lógica de enemistad y hostilidad, de rencor y odio. Para ello, como nos dice Francis Fukuyama, se requiere definir identidades nacionales amplias, incluyentes e integradoras, en las que tenga cabida el pluralismo, el respeto a la diversidad, la coexistencia pacífica de intereses y posturas múltiples y heterogéneas. Esto es lo que distingue a toda sociedad abierta, decente, civilizada y democrática.