/ jueves 10 de junio de 2021

La oposición: Crítica, control y presentación de alternativas      


Este 6 de junio, 52.2% de los ciudadanos empadronados salimos a votar. La cifra de participación es alta para una elección intermedia, ya que en 2015, fue de 47.7%, y en 2009, de 44.6%. Morena, Partido Verde y PT obtuvieron 47.5 % del voto. PAN, PRI, PRD y Movimiento Ciudadano (que no fue parte de la coalición, pero debe tomarse como parte de la oposición) obtuvieron, en conjunto, el 52.5% de la votación. En la Cámara de Diputados, Morena y aliados obtuvieron el 42% de los votos y la oposición obtuvo el 40%. La votación nacional para Morena y sus aliados, fue de 42.5%, mientras que para la coalición PRI-PAN-PRD fue de 39.5% y Movimiento Ciudadano 6.9%. Presumiblemente, Morena tendría 17 gubernaturas tras la elección, convirtiéndose en un importante jugador político en términos territoriales, aunque en 2018, Morena y aliados gobernaban en 14 capitales de los estados y ahora, en 2021, la cifra bajó a 12 capitales, teniendo en cuenta también el importante revés que este partido tuvo en la capital del país, donde Morena conservará solamente 6 o 7 alcaldías de las 16 que existen. En la Cámara de Diputados, Morena retiene la mayoría absoluta que se necesita para aprobar el presupuesto, aunque ya no tendrá la mayoría calificada (334 diputados) que se requiere para llevar a cabo reformas constitucionales, por lo que solo por ahora se conjura la inclinación lopezobradoriana a derrumbar a mazazos el entramado institucional, me refiero especialmente, a los órganos constitucionales autónomos establecidos en la Constitución.

Ciertamente, estas elecciones no han sido una debacle ni para el gobierno ni para el partido de López Obrador, pero como dice la editorial del Wall Street Journal del 7 de junio, “las elecciones intermedias debilitaron al presidente y a sus ambiciones de una cuarta transformación radical en el país”. Lo que ha sido más importante, creo, es el resultado electoral que la oposición unida o no ha conseguido y su consiguiente empoderamiento, en medio de su inopia y de su debilidad manifestada desde las elecciones del 2018. De aquí al 2024, la batalla por la República tendrá como escenario principal lo que se haga en el Congreso, la eficacia del rol institucional que desempeñe ahí la oposición y la manera en que todo el poder judicial, particularmente la Suprema Corte de Justicia de la Nación, asuma la defensa y prevalencia de la Constitución ante los ataques que desde el poder recibe.

Lejos de festejar, los buenos resultados obtenidos por la oposición en las pasadas elecciones, les traen aparejadas duras responsabilidades. Efectivamente, la función de la oposición es oponerse a la acción de las mayorías legislativas y al Gobierno, pero no precisamente de manera obstruccionista. La clave estará, sobre todo, en la labor de control y rendición de cuentas que se haga del gobierno y sus aliados legislativos y principalmente en la propuesta contrastada de una ruta concreta y diferente que se haya de seguir, plasmada en un coherente programa de gobierno y específicas políticas públicas.

La función de la oposición, en los regímenes democráticos, consiste fundamentalmente en ejercitar un poder activo de crítica, de control y de orientación alternativa de gobierno. La función opositora puede ser desarrollada por y dentro de una multiplicidad de instituciones político-jurídicas del estado de derecho democrático, pero es en las sedes legislativas donde constituye la máxima sede de expresión de la oposición política. Como lo dice una de tantas definiciones politológicas, la oposición parlamentaria es la actividad dirigida a controlar lo actuado por el Gobierno, condicionando e influenciando su rumbo, sobre la base de una diferente orientación programática y en vista de una futura sustitución del conjunto del gobierno, desarrollada por los grupos parlamentarios minoritarios externos a la mayoría gubernamental.

Ya lo decía el ilustre Ralf Dahrendorf a propósito de la teoría del conflicto social, que: “corresponde a la oposición asegurar, en cambio, nuevamente en cada oportunidad, que las fuerzas de la transformación puedan encontrar una adecuada expresión institucional” (Dahrendorf, “Declinación de las oposiciones y minorías morales”, en Micromega, abril-junio, 1988, p. 87).

Resulta evidente que una oposición parlamentaria no puede quedarse fuera del juego de las relaciones con el Gobierno ni siquiera cuando no quiere o no le sea posible en el mediano plazo sustituirlo, toda vez que significaría renunciar a una de sus funciones más preciadas: la de ejercer el control político-administrativo de los actos del Gobierno, delineando así una importante función política en un sistema que no prevé una responsabilidad directa del Ejecutivo frente a las Cámaras representativas.

Asistimos ahora mismo, en nuestro país, a un fenómeno propio de las sociedades democráticas, consistente en que la función opositora de la crítica y control público al poder, se ejerce predominantemente y a menudo con más fuerza, por los particulares en los medios de comunicación.

Sin embargo, se sabe que para que funcione razonablemente bien, con sus límites y fallas, una democracia representativa, se requiere igualmente que una República representativa como la nuestra, articule institucionalmente –en sedes parlamentarias me refiero particularmente- los procesos, demandas e intereses políticos en los que los parlamentarios (representantes) de la oposición legitiman una función esencial para un Estado democrático.

Así, como el sistema todavía no ha absorbido la mayoría de las tensiones sociales, el Gobierno necesita (se dice, un gobierno genuinamente democrático), para integrar la voluntad estatal, la participación de la oposición. Desde finales de los años setenta del siglo pasado, Manuel García-Pelayo afirmaba que a la lucha por la participación en la formación de la voluntad estatal, a través de los partidos, se articula la lucha por la participación, en la distribución de bienes y servicios llevada a cabo por el Estado. Esto es, hay que exigir a la oposición resultados, pertinencia en sus acciones y viabilidad de sus alternativas.


Este 6 de junio, 52.2% de los ciudadanos empadronados salimos a votar. La cifra de participación es alta para una elección intermedia, ya que en 2015, fue de 47.7%, y en 2009, de 44.6%. Morena, Partido Verde y PT obtuvieron 47.5 % del voto. PAN, PRI, PRD y Movimiento Ciudadano (que no fue parte de la coalición, pero debe tomarse como parte de la oposición) obtuvieron, en conjunto, el 52.5% de la votación. En la Cámara de Diputados, Morena y aliados obtuvieron el 42% de los votos y la oposición obtuvo el 40%. La votación nacional para Morena y sus aliados, fue de 42.5%, mientras que para la coalición PRI-PAN-PRD fue de 39.5% y Movimiento Ciudadano 6.9%. Presumiblemente, Morena tendría 17 gubernaturas tras la elección, convirtiéndose en un importante jugador político en términos territoriales, aunque en 2018, Morena y aliados gobernaban en 14 capitales de los estados y ahora, en 2021, la cifra bajó a 12 capitales, teniendo en cuenta también el importante revés que este partido tuvo en la capital del país, donde Morena conservará solamente 6 o 7 alcaldías de las 16 que existen. En la Cámara de Diputados, Morena retiene la mayoría absoluta que se necesita para aprobar el presupuesto, aunque ya no tendrá la mayoría calificada (334 diputados) que se requiere para llevar a cabo reformas constitucionales, por lo que solo por ahora se conjura la inclinación lopezobradoriana a derrumbar a mazazos el entramado institucional, me refiero especialmente, a los órganos constitucionales autónomos establecidos en la Constitución.

Ciertamente, estas elecciones no han sido una debacle ni para el gobierno ni para el partido de López Obrador, pero como dice la editorial del Wall Street Journal del 7 de junio, “las elecciones intermedias debilitaron al presidente y a sus ambiciones de una cuarta transformación radical en el país”. Lo que ha sido más importante, creo, es el resultado electoral que la oposición unida o no ha conseguido y su consiguiente empoderamiento, en medio de su inopia y de su debilidad manifestada desde las elecciones del 2018. De aquí al 2024, la batalla por la República tendrá como escenario principal lo que se haga en el Congreso, la eficacia del rol institucional que desempeñe ahí la oposición y la manera en que todo el poder judicial, particularmente la Suprema Corte de Justicia de la Nación, asuma la defensa y prevalencia de la Constitución ante los ataques que desde el poder recibe.

Lejos de festejar, los buenos resultados obtenidos por la oposición en las pasadas elecciones, les traen aparejadas duras responsabilidades. Efectivamente, la función de la oposición es oponerse a la acción de las mayorías legislativas y al Gobierno, pero no precisamente de manera obstruccionista. La clave estará, sobre todo, en la labor de control y rendición de cuentas que se haga del gobierno y sus aliados legislativos y principalmente en la propuesta contrastada de una ruta concreta y diferente que se haya de seguir, plasmada en un coherente programa de gobierno y específicas políticas públicas.

La función de la oposición, en los regímenes democráticos, consiste fundamentalmente en ejercitar un poder activo de crítica, de control y de orientación alternativa de gobierno. La función opositora puede ser desarrollada por y dentro de una multiplicidad de instituciones político-jurídicas del estado de derecho democrático, pero es en las sedes legislativas donde constituye la máxima sede de expresión de la oposición política. Como lo dice una de tantas definiciones politológicas, la oposición parlamentaria es la actividad dirigida a controlar lo actuado por el Gobierno, condicionando e influenciando su rumbo, sobre la base de una diferente orientación programática y en vista de una futura sustitución del conjunto del gobierno, desarrollada por los grupos parlamentarios minoritarios externos a la mayoría gubernamental.

Ya lo decía el ilustre Ralf Dahrendorf a propósito de la teoría del conflicto social, que: “corresponde a la oposición asegurar, en cambio, nuevamente en cada oportunidad, que las fuerzas de la transformación puedan encontrar una adecuada expresión institucional” (Dahrendorf, “Declinación de las oposiciones y minorías morales”, en Micromega, abril-junio, 1988, p. 87).

Resulta evidente que una oposición parlamentaria no puede quedarse fuera del juego de las relaciones con el Gobierno ni siquiera cuando no quiere o no le sea posible en el mediano plazo sustituirlo, toda vez que significaría renunciar a una de sus funciones más preciadas: la de ejercer el control político-administrativo de los actos del Gobierno, delineando así una importante función política en un sistema que no prevé una responsabilidad directa del Ejecutivo frente a las Cámaras representativas.

Asistimos ahora mismo, en nuestro país, a un fenómeno propio de las sociedades democráticas, consistente en que la función opositora de la crítica y control público al poder, se ejerce predominantemente y a menudo con más fuerza, por los particulares en los medios de comunicación.

Sin embargo, se sabe que para que funcione razonablemente bien, con sus límites y fallas, una democracia representativa, se requiere igualmente que una República representativa como la nuestra, articule institucionalmente –en sedes parlamentarias me refiero particularmente- los procesos, demandas e intereses políticos en los que los parlamentarios (representantes) de la oposición legitiman una función esencial para un Estado democrático.

Así, como el sistema todavía no ha absorbido la mayoría de las tensiones sociales, el Gobierno necesita (se dice, un gobierno genuinamente democrático), para integrar la voluntad estatal, la participación de la oposición. Desde finales de los años setenta del siglo pasado, Manuel García-Pelayo afirmaba que a la lucha por la participación en la formación de la voluntad estatal, a través de los partidos, se articula la lucha por la participación, en la distribución de bienes y servicios llevada a cabo por el Estado. Esto es, hay que exigir a la oposición resultados, pertinencia en sus acciones y viabilidad de sus alternativas.