/ miércoles 21 de abril de 2021

La Inclusión en el lenguaje

El lenguaje está limitado siempre por una frontera de inefabilidad […]

todo aquello que el lenguaje podría decir pero que cada lengua silencia

por esperar que el oyente puede y debe por sí suponerlo y añadirlo”.


José Ortega y Gasset

Hace años, en un taller, nos enfrentamos a una interrogante que nos lanzaba el expositor: ¿Cómo se puede ser madre o padre sin tener hijos? Éramos un grupo aproximado de 20 hombres y mujeres –incluso debo confesar que mayormente conformado por mujeres–. No dimos con la respuesta, vagamos por algunas inimaginables, construimos historias, pero no acertamos. La respuesta me desconcertó, y era: teniendo hijas.

Me sentí decepcionada por mi razonamiento, ese que festejó nunca caer en la trampa de pretender acertar en la falacia del color de “las mangas del chaleco de napoleón”, y entonces entendí las fronteras del lenguaje de las que habla Ortega y Gasset: Lo que no se puede decir en una lengua o ninguna, y aquello que cada lengua silencia por esperar que él o la oyente deba suponerlo y añadirlo.

El lenguaje no ha permanecido inmóvil, puesto que obedece a un espacio y un tiempo determinados. ¿Han leído a Sor Juana Inés de la Cruz?, o ¿en los diálogos con sus abuelas y abuelos no perciben estos cambios? Es decir, paso a paso, generacionalmente, nos abrimos al conocimiento del mundo, creando y descubriendo nuevas cosas y conceptos que impactan en las palabras y la forma en la que percibimos el entorno y las cosas en él.

La discriminación es un hecho real, no importa cuánto tiempo nos desgastemos en el debate de la propuesta que cada una/o tenga para contrarrestarla o erradicarla. El primer paso es no caer en la negación de su existencia; la negación no es un argumento ni tiene cabida ante este hecho comprobable y cuantificable, esto es: un hecho científico que se encuentra en nuestro comportamiento social –y por ende en el lenguaje– y genera trato desigual por motivos de sexo, etnia, raza, religión, orientación sexual, condición física o mental, entre otros.

El combate a la discriminación ha sido atendido desde los derechos humanos, y esto ha impactado visiblemente en nuestro entorno social, en la academia y en nuestras leyes… Ha logrado poner en la palestra la visibilización de un lenguaje androcéntrico (esto es, el hombre-varón como genérico y centro) que excluye a las mujeres y a la diversidad social, que reproduce además valores y antivalores, formas de relación que permean la vida de las personas o las anula. Esto es hoy claramente incompatible con el reconocimiento de la dignidad de las personas y el mandato de nuestro modelo de democracia, por eso la actualización en él no solo es posible o deseable: es mandato legal y es urgente.

Bien dicen los que sostienen que las palabras no nos darán la igualdad. Sin embargo, agrego: lo hará la inclusión desde las palabras hasta los espacios públicos y privados, y con ello la conciencia de trato al otro/a, regresándole su lugar en el mundo.

En un país donde las brechas de género nos muestran las distancias sociales entre unas y otros, el vacío léxico se llena con discriminación, y la precisión léxica prescinde de todo aquello que no sea varón.

No somos nosotra/os quienes vamos a matar al lenguaje debatiendo la gramática: sostenemos que el lenguaje es un ente vivo, y todo lo vivo se adapta y cambia.

El lenguaje está limitado siempre por una frontera de inefabilidad […]

todo aquello que el lenguaje podría decir pero que cada lengua silencia

por esperar que el oyente puede y debe por sí suponerlo y añadirlo”.


José Ortega y Gasset

Hace años, en un taller, nos enfrentamos a una interrogante que nos lanzaba el expositor: ¿Cómo se puede ser madre o padre sin tener hijos? Éramos un grupo aproximado de 20 hombres y mujeres –incluso debo confesar que mayormente conformado por mujeres–. No dimos con la respuesta, vagamos por algunas inimaginables, construimos historias, pero no acertamos. La respuesta me desconcertó, y era: teniendo hijas.

Me sentí decepcionada por mi razonamiento, ese que festejó nunca caer en la trampa de pretender acertar en la falacia del color de “las mangas del chaleco de napoleón”, y entonces entendí las fronteras del lenguaje de las que habla Ortega y Gasset: Lo que no se puede decir en una lengua o ninguna, y aquello que cada lengua silencia por esperar que él o la oyente deba suponerlo y añadirlo.

El lenguaje no ha permanecido inmóvil, puesto que obedece a un espacio y un tiempo determinados. ¿Han leído a Sor Juana Inés de la Cruz?, o ¿en los diálogos con sus abuelas y abuelos no perciben estos cambios? Es decir, paso a paso, generacionalmente, nos abrimos al conocimiento del mundo, creando y descubriendo nuevas cosas y conceptos que impactan en las palabras y la forma en la que percibimos el entorno y las cosas en él.

La discriminación es un hecho real, no importa cuánto tiempo nos desgastemos en el debate de la propuesta que cada una/o tenga para contrarrestarla o erradicarla. El primer paso es no caer en la negación de su existencia; la negación no es un argumento ni tiene cabida ante este hecho comprobable y cuantificable, esto es: un hecho científico que se encuentra en nuestro comportamiento social –y por ende en el lenguaje– y genera trato desigual por motivos de sexo, etnia, raza, religión, orientación sexual, condición física o mental, entre otros.

El combate a la discriminación ha sido atendido desde los derechos humanos, y esto ha impactado visiblemente en nuestro entorno social, en la academia y en nuestras leyes… Ha logrado poner en la palestra la visibilización de un lenguaje androcéntrico (esto es, el hombre-varón como genérico y centro) que excluye a las mujeres y a la diversidad social, que reproduce además valores y antivalores, formas de relación que permean la vida de las personas o las anula. Esto es hoy claramente incompatible con el reconocimiento de la dignidad de las personas y el mandato de nuestro modelo de democracia, por eso la actualización en él no solo es posible o deseable: es mandato legal y es urgente.

Bien dicen los que sostienen que las palabras no nos darán la igualdad. Sin embargo, agrego: lo hará la inclusión desde las palabras hasta los espacios públicos y privados, y con ello la conciencia de trato al otro/a, regresándole su lugar en el mundo.

En un país donde las brechas de género nos muestran las distancias sociales entre unas y otros, el vacío léxico se llena con discriminación, y la precisión léxica prescinde de todo aquello que no sea varón.

No somos nosotra/os quienes vamos a matar al lenguaje debatiendo la gramática: sostenemos que el lenguaje es un ente vivo, y todo lo vivo se adapta y cambia.