/ viernes 25 de febrero de 2022

La Discreta Perversión del Cine Gloria

Sucio, viejo, gigantesco… Así era el cine Gloria. Era mucho más que un cine de barrio de la colonia Roma en el antiguo Distrito Federal, donde proyectaban películas tipo B al módico precio de doscientos baros por piocha; el Gloria era una especie de antro, un templo de la cinematografía y de la lujuria, al que te metías a ligar. Todo podía ocurrir en sus butacas destartaladas forradas de terciopelo rojo borgoña, o dentro de sus baños con olor rancio. Eran los años ochenta. No había Internet, ni celulares, ni Tinder… Si querías tener una movida tenía que ser en la clandestinidad. Lo que pasaba en el Gloria, se quedaba en el Gloria.

La vi desde que estaba comprando su boleto en la taquilla. Era chaparrita. Esa tarde traía una minifalda negra que le llegaba más arriba de las rodillas morenas y unas botas negras de terciopelo. Una bolsa roja colgaba de su hombro. El talle muy recto, los pechos pequeños y erguidos; los ojos medio rasgados, la nariz chata, los labios grandes. Yo ya la había visto parada con otras güilas a unas cuadras del Gloria, en la esquina de Insurgentes y Aguascalientes.

Se ponían todas las noches como a las diez. Las veías entre los coches con sus vestidos muy escotados y botas de charol enseñando nomás media nalga (había pudor en aquellos tiempos). Si la noche estaba floja, se movían a Insurgentes y Tlaxcala, y se apersonaban en la esquina del Cine de las Américas, a ver si caía algún cliente. A los jotos y chichifos que merodeaban por ahí no les gustaba que llegaran las güilas a comerles el mandado con la clientela, así que tiro por viaje se armaban los chingadazos. El hambre es canija y el sol tiene que salir para todos.

El taquillero del cine, un viejo de rostro sanguíneo con lentes, le entregó a la chaparrita un boleto para Cuando el Destino nos Alcance. La chaparrita miró su reloj con forma de corazoncito. De repente giró la vista y me vio. Me sonrió y luego se metió al cine con premura. Cada vez que me peleaba con Beatriz y dejaba de verla -cosa que pasaba al menos una vez por semana- me iba al Gloria a ver qué me ligaba. ¿Por qué lo hacía? Básicamente por dos razones. Una, porque era una forma de vengarme de Beatriz. Y dos, porque a los diecisiete años le tiras a todo lo que se mueva.

Amor en la penumbra

Voy subiendo las escalinatas de mármol. En el vestíbulo me llega un hornazo a mota. ¡Chale! Ya le están quemando las barbas al diablo. Cruzo el vestíbulo y entro a la sala oscura. La sala es gigantesca y casi está vacía. Entre la penumbra puedo distinguir una que otra cabecita iluminada por la luz de la pantalla. Me siento en una butaca cerca de las escalinatas. Ni siquiera me concentro en la película, en vez de eso, me dedico a buscar a la chaparrita con la vista. No se ve por ningún lado. Tal vez se quedó en la parte de abajo. La próxima vez que me la tope, se la voy a cantar derecho.

A unas cuantas filas observo a dos tipos, son jóvenes y se están metiendo un buen faje. Más allá, cerca de una de las entradas, apenas se distingue otra parejita. No puedo verles las caras porque están muy abrazados. Sólo veo sus siluetas. El fulano es flaco, ella es gordita con el pelo hasta los hombros. Si no fuera por que hace rato discutí con Beatriz, y la dejé en su casa, podría apostar que es ella la que está con el flaco. A la distancia es igual. ¿Y si fuera ella? ¿Con qué cara le podría reclamar algo, si yo también ando de cabrón? No. Beatriz nunca me haría algo así.

Extiendo las piernas y me apoltrono en la butaca cual largo soy. No puedo dejar de ver las siluetas del flaco y la gordita agasajándose como Dios manda. No paran de besarse. Los dedos de él se mueven con urgencia acariciando sus pechos por encima de la blusa y después por debajo. La gordita se levanta de la butaca y va y se sienta encima de él, de tal forma que sus pechos quedan a la altura de su cara. El besa su cuello con lentitud, después le desabotona la blusa, mientras ella jadea y sacude su cuerpo. Mete la mano por debajo de su falda; ella se queda inmóvil, temblando. ¡Qué buen faje!

De repente veo a la chaparrita. La tengo frente a mí. Sin decir palabra va y se sienta a mi lado. Abre su bolsa roja y saca una cajetilla de Raleigh. Enciende un cigarro.

-¡Tons, qué chiquillo! -me dice sonriente dejando salir el humo-, ¿cómo qué buscabas? Te hago el francés por trescientos. Ya si quieres más acción nos vamos al motel de aquí enfrente.

-No gracias.-le miento.

-¿Cuánto traes?

-No gracias…

-¿Cuánto traes…?

-Cincuenta baros. -acepto finalmente.

De pronto el semblante se le crispa a la chaparrita, la mandíbula comienza a temblarle. Se me queda mirando con fijeza.

-¡Sáquese a lavar las nalgas, pinche chamaco baboso! -me exclama- ¡Quiero hombres no chamacos! Quiero hombres con dinero. ¡Vienen al Gloria y no traen dinero! ¿A qué vienen?

Mientras la chaparrita se aleja de ahí maldiciendo, busco con la mirada al flaco y a la gordita. Ya no están, se han ido. Me levanto de la butaca. Salgo del cine, me arrimo a una caseta telefónica.

-¿Bueno? -la voz de la hermana de Beatriz, me responde del otro lado de la línea.

-Hola, Gaby. ¿Me pasas a Betty?

-No está. Se fue al cine.

-¿Al cine? ¿Con quién?

-¿Cómo con quién? ¡Contigo!

-¿Conmigo? ¿Y qué película se supone que íbamos a ver?

-Cuando el Destino nos Alcance. ¿Qué no estás tú con ella? Dijo que iba al Gloria…

Sucio, viejo, gigantesco… Así era el cine Gloria. Era mucho más que un cine de barrio de la colonia Roma en el antiguo Distrito Federal, donde proyectaban películas tipo B al módico precio de doscientos baros por piocha; el Gloria era una especie de antro, un templo de la cinematografía y de la lujuria, al que te metías a ligar. Todo podía ocurrir en sus butacas destartaladas forradas de terciopelo rojo borgoña, o dentro de sus baños con olor rancio. Eran los años ochenta. No había Internet, ni celulares, ni Tinder… Si querías tener una movida tenía que ser en la clandestinidad. Lo que pasaba en el Gloria, se quedaba en el Gloria.

La vi desde que estaba comprando su boleto en la taquilla. Era chaparrita. Esa tarde traía una minifalda negra que le llegaba más arriba de las rodillas morenas y unas botas negras de terciopelo. Una bolsa roja colgaba de su hombro. El talle muy recto, los pechos pequeños y erguidos; los ojos medio rasgados, la nariz chata, los labios grandes. Yo ya la había visto parada con otras güilas a unas cuadras del Gloria, en la esquina de Insurgentes y Aguascalientes.

Se ponían todas las noches como a las diez. Las veías entre los coches con sus vestidos muy escotados y botas de charol enseñando nomás media nalga (había pudor en aquellos tiempos). Si la noche estaba floja, se movían a Insurgentes y Tlaxcala, y se apersonaban en la esquina del Cine de las Américas, a ver si caía algún cliente. A los jotos y chichifos que merodeaban por ahí no les gustaba que llegaran las güilas a comerles el mandado con la clientela, así que tiro por viaje se armaban los chingadazos. El hambre es canija y el sol tiene que salir para todos.

El taquillero del cine, un viejo de rostro sanguíneo con lentes, le entregó a la chaparrita un boleto para Cuando el Destino nos Alcance. La chaparrita miró su reloj con forma de corazoncito. De repente giró la vista y me vio. Me sonrió y luego se metió al cine con premura. Cada vez que me peleaba con Beatriz y dejaba de verla -cosa que pasaba al menos una vez por semana- me iba al Gloria a ver qué me ligaba. ¿Por qué lo hacía? Básicamente por dos razones. Una, porque era una forma de vengarme de Beatriz. Y dos, porque a los diecisiete años le tiras a todo lo que se mueva.

Amor en la penumbra

Voy subiendo las escalinatas de mármol. En el vestíbulo me llega un hornazo a mota. ¡Chale! Ya le están quemando las barbas al diablo. Cruzo el vestíbulo y entro a la sala oscura. La sala es gigantesca y casi está vacía. Entre la penumbra puedo distinguir una que otra cabecita iluminada por la luz de la pantalla. Me siento en una butaca cerca de las escalinatas. Ni siquiera me concentro en la película, en vez de eso, me dedico a buscar a la chaparrita con la vista. No se ve por ningún lado. Tal vez se quedó en la parte de abajo. La próxima vez que me la tope, se la voy a cantar derecho.

A unas cuantas filas observo a dos tipos, son jóvenes y se están metiendo un buen faje. Más allá, cerca de una de las entradas, apenas se distingue otra parejita. No puedo verles las caras porque están muy abrazados. Sólo veo sus siluetas. El fulano es flaco, ella es gordita con el pelo hasta los hombros. Si no fuera por que hace rato discutí con Beatriz, y la dejé en su casa, podría apostar que es ella la que está con el flaco. A la distancia es igual. ¿Y si fuera ella? ¿Con qué cara le podría reclamar algo, si yo también ando de cabrón? No. Beatriz nunca me haría algo así.

Extiendo las piernas y me apoltrono en la butaca cual largo soy. No puedo dejar de ver las siluetas del flaco y la gordita agasajándose como Dios manda. No paran de besarse. Los dedos de él se mueven con urgencia acariciando sus pechos por encima de la blusa y después por debajo. La gordita se levanta de la butaca y va y se sienta encima de él, de tal forma que sus pechos quedan a la altura de su cara. El besa su cuello con lentitud, después le desabotona la blusa, mientras ella jadea y sacude su cuerpo. Mete la mano por debajo de su falda; ella se queda inmóvil, temblando. ¡Qué buen faje!

De repente veo a la chaparrita. La tengo frente a mí. Sin decir palabra va y se sienta a mi lado. Abre su bolsa roja y saca una cajetilla de Raleigh. Enciende un cigarro.

-¡Tons, qué chiquillo! -me dice sonriente dejando salir el humo-, ¿cómo qué buscabas? Te hago el francés por trescientos. Ya si quieres más acción nos vamos al motel de aquí enfrente.

-No gracias.-le miento.

-¿Cuánto traes?

-No gracias…

-¿Cuánto traes…?

-Cincuenta baros. -acepto finalmente.

De pronto el semblante se le crispa a la chaparrita, la mandíbula comienza a temblarle. Se me queda mirando con fijeza.

-¡Sáquese a lavar las nalgas, pinche chamaco baboso! -me exclama- ¡Quiero hombres no chamacos! Quiero hombres con dinero. ¡Vienen al Gloria y no traen dinero! ¿A qué vienen?

Mientras la chaparrita se aleja de ahí maldiciendo, busco con la mirada al flaco y a la gordita. Ya no están, se han ido. Me levanto de la butaca. Salgo del cine, me arrimo a una caseta telefónica.

-¿Bueno? -la voz de la hermana de Beatriz, me responde del otro lado de la línea.

-Hola, Gaby. ¿Me pasas a Betty?

-No está. Se fue al cine.

-¿Al cine? ¿Con quién?

-¿Cómo con quién? ¡Contigo!

-¿Conmigo? ¿Y qué película se supone que íbamos a ver?

-Cuando el Destino nos Alcance. ¿Qué no estás tú con ella? Dijo que iba al Gloria…