/ jueves 20 de mayo de 2021

La Cultura Política y el destino de la democracia

La responsabilidad sobre el destino de la democracia, sobre su éxito o su ruina, reposa en primera línea sobre los órganos representativos de dirección, sobre los representantes parlamentarios elegidos y responsables, sobre el Gobierno y –en una democracia basada en el Estado de partidos- sobre los partidos políticos. Sobre todos ellos, está la voluntad general del conjunto de ciudadanos que se expresa materialmente en todos los organismos de representación política que conforman al Estado y en la obediencia de todos a la Constitución y a la ley, manifestación máxima de esa voluntad popular.

Entonces, tenemos que nosotros, los ciudadanos, desempeñamos un papel central en la configuración de la totalidad del Estado a través de esa voluntad colectivizada, llamada voluntad popular o voluntad general, por medio de los diferentes mecanismos que la democracia participativa dispone, siendo uno de estos, importantísimo, el que se expresa con el voto. De ahí que la responsabilidad última de la que hablábamos por el destino, el éxito o la ruina de la democracia, recaiga en nosotros los ciudadanos, y nuestra capacidad decisiva se potencie o disminuya de acuerdo al grado de la cultura política que colectivamente hayamos forjado, donde debe verse a la cultura política como aquel conjunto de conocimientos, actitudes y valores con respecto al sistema político que comparten los miembros de una sociedad.

Cierto grado de cultura política nos permite reconocer y no tolerar la normalización de las mentiras desde el poder, ni aceptar como algo inevitable la corrupción rampante y desfachatada que ahora se da en nuestro país, ni tampoco aprobar políticas públicas ruinosas y empobrecedoras para la economía del país, para la economía de cada uno de nosotros, ni mucho menos tener como demócratas a aquellos que firman acuerdos (contrarios a la Constitución) ante notario público con el compromiso de no reelegirse, o de “ampliar el período de permanencia” en un puesto público de la mayor relevancia. Como lo dice el gran jurista Jhering, el principio clásico –y moderno- de que ius publicum privatorum pactis mutari non potest (el derecho público no puede ser modificado por convenios entre particulares), también vale en el sentido inverso, es decir ius privatum pactis publicis mutari non potest (el derecho privado no puede ser cambiado por decisiones de órganos públicos).

En la antigüedad, Roma, en su fase republicana –nos dice el maestro Guillermo Floris Margadant*-, conquista todo lo que es ahora Italia y toda la región mediterránea, mas tiene el problema mayúsculo de cómo debe organizar el territorio sometido. En Italia, Roma somete a su poder inmediato lo que es la parte central de la península (el ager romanus), pero en las provincias de fuera de Italia, Roma estuvo representada por un administrador romano y unos cuantos colaboradores. Este procónsul o propretor fue siempre nombrado por un solo año y defendía los intereses de la metrópoli y administraba justicia entre ciudadanos romanos, pero por lo demás, no se interesaba mucho por lo que ocurriera en su provincia, no había una política que fomentara la economía o su integración económica con otras provincias. El cambio anual de los administradores de las provincias agravaba su corrupción. Un alto funcionario romano –según lo expresara en su momento el mismísimo Berthold Brecht- consideraba vergonzoso aceptar un salario por su prestigiado cargo y, “en vista de tan altos ideales, no le quedaba más remedio que robar”. Era la época en que se celebraban grandes procesos contra los administradores corruptos y los grandes juristas intervenían en ellos, como es épico el enfrentamiento ante los tribunales, entre Cicerón contra Verres, pero, como la defensa cuesta dinero, “los administradores añadían por adelantado, a lo que robaban, los gastos de los futuros procesos”. Recuerda y hace eco en la historia, la memorable frase de aquel alcalde de San Blas, Nayarit, Hilario Ramírez, que repitió: “Me han criticado porque me gusta mucho el dinero. ¿Y a quién no le gusta? [Y también dicen] que le robé a la presidencia. Pues sí le robé, sí le robé, sí le robé, pero poquito, porque estaba bien pobre; fue nomás una rasuradita”.

Un concepto fundamental para entender de mejor manera los problemas de la representación democrática y allegarse de una cultura política que nos permita escoger con menor grado de error a nuestros representantes, es el de la responsiveness o “receptividad”, concepto desarrollado y discutido en Estados Unidos desde los años sesenta, que significa una sensibilidad y una disposición por parte de los representantes a asumir los deseos e intereses de los representados, unidas ambas a la correspondiente capacidad de percibirlos. Esto no se traduce en una mera relación de dependencia y en que el representante se limite simplemente a la ejecución de tales intereses, sino que éste conserva iniciativa y capacidad para anticipar las necesidades e intereses, así como la disposición, en caso de intereses y exigencias divergentes o incompatibles, a llegar a decisiones objetivas que se orienten según la idea de un equilibrio justo o de un interés superior común a todos, y no a los intereses de un cierto grupo o un caudillo retropopulista.

Si en una democracia -nos dice el catedrático de Teoría del Estado y Filosofía del Derecho de la Universidad de Friburgo, Ernst Wolfgang Böckenförde**- faltan personas o grupos con el valor suficiente para estar a la altura del desafío de la acción representativa; si no las hay en el Parlamento, en el Gobierno y en los partidos políticos, entonces la democracia degenera rápidamente en formas de autoservicio político, o –en el supuesto de decisiones difíciles- entra en una situación agónica, y no habrá modo de detener o enderezar esto institucionalmente.

*El derecho privado romano, Ed. Esfinge, México, 1994.

**Estudios sobre el Estado de Derecho y la democracia, Ed. Trotta, Madrid, 2000.

La responsabilidad sobre el destino de la democracia, sobre su éxito o su ruina, reposa en primera línea sobre los órganos representativos de dirección, sobre los representantes parlamentarios elegidos y responsables, sobre el Gobierno y –en una democracia basada en el Estado de partidos- sobre los partidos políticos. Sobre todos ellos, está la voluntad general del conjunto de ciudadanos que se expresa materialmente en todos los organismos de representación política que conforman al Estado y en la obediencia de todos a la Constitución y a la ley, manifestación máxima de esa voluntad popular.

Entonces, tenemos que nosotros, los ciudadanos, desempeñamos un papel central en la configuración de la totalidad del Estado a través de esa voluntad colectivizada, llamada voluntad popular o voluntad general, por medio de los diferentes mecanismos que la democracia participativa dispone, siendo uno de estos, importantísimo, el que se expresa con el voto. De ahí que la responsabilidad última de la que hablábamos por el destino, el éxito o la ruina de la democracia, recaiga en nosotros los ciudadanos, y nuestra capacidad decisiva se potencie o disminuya de acuerdo al grado de la cultura política que colectivamente hayamos forjado, donde debe verse a la cultura política como aquel conjunto de conocimientos, actitudes y valores con respecto al sistema político que comparten los miembros de una sociedad.

Cierto grado de cultura política nos permite reconocer y no tolerar la normalización de las mentiras desde el poder, ni aceptar como algo inevitable la corrupción rampante y desfachatada que ahora se da en nuestro país, ni tampoco aprobar políticas públicas ruinosas y empobrecedoras para la economía del país, para la economía de cada uno de nosotros, ni mucho menos tener como demócratas a aquellos que firman acuerdos (contrarios a la Constitución) ante notario público con el compromiso de no reelegirse, o de “ampliar el período de permanencia” en un puesto público de la mayor relevancia. Como lo dice el gran jurista Jhering, el principio clásico –y moderno- de que ius publicum privatorum pactis mutari non potest (el derecho público no puede ser modificado por convenios entre particulares), también vale en el sentido inverso, es decir ius privatum pactis publicis mutari non potest (el derecho privado no puede ser cambiado por decisiones de órganos públicos).

En la antigüedad, Roma, en su fase republicana –nos dice el maestro Guillermo Floris Margadant*-, conquista todo lo que es ahora Italia y toda la región mediterránea, mas tiene el problema mayúsculo de cómo debe organizar el territorio sometido. En Italia, Roma somete a su poder inmediato lo que es la parte central de la península (el ager romanus), pero en las provincias de fuera de Italia, Roma estuvo representada por un administrador romano y unos cuantos colaboradores. Este procónsul o propretor fue siempre nombrado por un solo año y defendía los intereses de la metrópoli y administraba justicia entre ciudadanos romanos, pero por lo demás, no se interesaba mucho por lo que ocurriera en su provincia, no había una política que fomentara la economía o su integración económica con otras provincias. El cambio anual de los administradores de las provincias agravaba su corrupción. Un alto funcionario romano –según lo expresara en su momento el mismísimo Berthold Brecht- consideraba vergonzoso aceptar un salario por su prestigiado cargo y, “en vista de tan altos ideales, no le quedaba más remedio que robar”. Era la época en que se celebraban grandes procesos contra los administradores corruptos y los grandes juristas intervenían en ellos, como es épico el enfrentamiento ante los tribunales, entre Cicerón contra Verres, pero, como la defensa cuesta dinero, “los administradores añadían por adelantado, a lo que robaban, los gastos de los futuros procesos”. Recuerda y hace eco en la historia, la memorable frase de aquel alcalde de San Blas, Nayarit, Hilario Ramírez, que repitió: “Me han criticado porque me gusta mucho el dinero. ¿Y a quién no le gusta? [Y también dicen] que le robé a la presidencia. Pues sí le robé, sí le robé, sí le robé, pero poquito, porque estaba bien pobre; fue nomás una rasuradita”.

Un concepto fundamental para entender de mejor manera los problemas de la representación democrática y allegarse de una cultura política que nos permita escoger con menor grado de error a nuestros representantes, es el de la responsiveness o “receptividad”, concepto desarrollado y discutido en Estados Unidos desde los años sesenta, que significa una sensibilidad y una disposición por parte de los representantes a asumir los deseos e intereses de los representados, unidas ambas a la correspondiente capacidad de percibirlos. Esto no se traduce en una mera relación de dependencia y en que el representante se limite simplemente a la ejecución de tales intereses, sino que éste conserva iniciativa y capacidad para anticipar las necesidades e intereses, así como la disposición, en caso de intereses y exigencias divergentes o incompatibles, a llegar a decisiones objetivas que se orienten según la idea de un equilibrio justo o de un interés superior común a todos, y no a los intereses de un cierto grupo o un caudillo retropopulista.

Si en una democracia -nos dice el catedrático de Teoría del Estado y Filosofía del Derecho de la Universidad de Friburgo, Ernst Wolfgang Böckenförde**- faltan personas o grupos con el valor suficiente para estar a la altura del desafío de la acción representativa; si no las hay en el Parlamento, en el Gobierno y en los partidos políticos, entonces la democracia degenera rápidamente en formas de autoservicio político, o –en el supuesto de decisiones difíciles- entra en una situación agónica, y no habrá modo de detener o enderezar esto institucionalmente.

*El derecho privado romano, Ed. Esfinge, México, 1994.

**Estudios sobre el Estado de Derecho y la democracia, Ed. Trotta, Madrid, 2000.