/ jueves 16 de junio de 2022

Juego democrático y anti autoritarismo

El aparato político-electoral del régimen ya está en marcha para la sucesión presidencial. Pasando por encima de la Constitución y de las leyes electorales, las tres personas ungidas únicamente por el sumo patriarca populista que “encarna a la Nación, a la patria y al pueblo”, según sus incondicionales en el colmo del integrismo, ya están en plena campaña. Ebrard, Sheimbaum y Adán Augusto han sido escogidos por el dueño de Morena para ser los objetos –las pelotas o corcholatas, como él mismo las describió- de los malabares que el dueño del circo ejecuta en la pista para el entretenimiento y distracción de feligreses y antagonistas. En Morena, este juego sucesorio de malabarismo es peculiar porque hay un solo mago, tragasable, equilibrista, mimo, titiritero, tragafuego, trapecista, ventrílocuo, acróbata o contorsionista, que es el que juega en solitario con la parafernalia que le da nombre a todos los actos. Todos los demás –militantes, simpatizantes y candidatos presidenciales en Morena- son solamente, para el Gran Actor-Elector, la tramoya que mirará impasible y acatará sumisa. Sin la verdadera, real y efectiva participación de los integrantes del movimiento que encabeza López Obrador en la elección de sus dirigentes y candidatos, podrá llamársele de diversas maneras, pero éste no es un juego democrático. Por eso, entre otras características, nuestro país está clasificado recientemente como un “régimen híbrido”, un sistema político que mezcla características de democracia y autoritarismo, es decir, una democracia en transición al autoritarismo.

En lo que respecta a la oposición, algunos opinan que esta no tiene nada que hacer frente al candidato (a) presidencial que decida López Obrador, porque ya se le pasó el tiempo para nombrar y construir una candidatura que sea competitiva y entusiasme a los electores, sin tomar en cuenta que uno de los más graves problemas en torno a la legitimidad democrática de las candidaturas a puestos de elección tan importantes, es el que esas decisiones históricamente han sido tomadas cupularmente, sin la participación efectiva no solo de los militantes de los partidos, sino también de la sociedad política en general. Las circunstancias políticas que hoy se viven, exigen también nuevas formas democráticas de legitimación, particularmente si se quiere que la oposición tenga algún chance frente a la intención autoritaria.

Desde luego que la sociedad civil debe aportar y mucho con su participación activa en este proceso, entendiendo que los partidos políticos son los llamados constitucionalmente a contribuir a la formación de la voluntad política del pueblo. Como lo refiere el gran politólogo alemán de la Universidad de Bielefeld Claus Offe, esa voluntad popular se forja por los partidos, éstos crean y se encuentran obligados a crear la relación que liga entre sí a la sociedad y la política y de mantener una relación interna coherente entre la situación social y la fundamentación de la voluntad política.

Afirmaba en crítica el gran maestro italiano Norberto Bobbio, que todo aquel quien ha predicado durante años la lucha contra los partidos, en realidad ha desautorizado los partidos tradicionales únicamente para dar vida a un partido propio que sustituya a los anteriores. Y tenemos muchos ejemplos.

El fenómeno de la transición del voto por el partido al voto por la persona, merece por tanto una atención especial, ya que apoyada por la mediocracia, ha surgido la idea de la personalización de la política, que muestra más las caras que las ideas de los candidatos y que el programa de sus partidos o de las alianzas que formen estos, y, al exigir estos medios respuestas breves, prefieren la ocurrencia que el razonamiento, la acusación o la infamia que la explicación de su propuesta de gobierno a fin de hablar de los temas que en verdad le interesan y le preocupan a la gente, no de aquellos que generan su morbo.

En la lucha por la democracia y contra la restauración autoritaria, importan las ideas, el para qué se quiere gobernar y la manera en que se recogen y se toman en cuenta como compromisos y programa de gobierno lo que amplios grupos de la sociedad civil se han puesto de acuerdo como bienes democráticos deseables por alcanzar. Tal como lo sugiere en la sociología política Seymour Martin Lipset, la legitimidad de los sistemas políticos democráticos contemporáneos depende en gran parte de la manera en que se han resuelto los problemas claves que han dividido históricamente a la sociedad. La estabilidad de cualquier democracia no sólo depende del desarrollo económico, sino también, de la efectividad y legitimidad de su sistema político. La efectividad redunda en el funcionamiento real, significa la medida en la cual el sistema cumple las funciones básicas de gobierno. La legitimidad se refiere a la capacidad del sistema de generar y mantener la creencia de que las instituciones políticas vigentes son las más apropiadas para la sociedad. Entonces, la confianza en las instituciones y en los actores políticos se vuelve más un asunto de semántica, que un asunto de fe. El Diccionario de la Lengua Española de la Real Academia, define la confianza de esta manera: “Dícese de las cosas que poseen las cualidades recomendables para el fin a que se destinan”.

El sentido de las elecciones y de las decisiones democráticas se refiere más bien a la justificación y a la importancia que el sufragio universal reviste en nuestros días, marcados por el escepticismo en la democracia, en los partidos y en los políticos. Mientras no se conciban nuevas formas de lograr la participación popular y de integrar la toma de decisiones colectivas, no podremos prescindir de la existencia de una democracia constitucional de partidos que, si bien imperfecta y con graves defectos y malformaciones, es por el momento la única puerta de salida que tenemos los ciudadanos para ponernos a buen resguardo del autoritarismo.

Por ello es que para alcanzar un gobierno estable, siempre estará –detrás del candidato- un partido grande con vocación mayoritaria, o una coalición o alianza de estos que finalmente forme el gobierno, y avale el desempeño político de su candidato a la hora de gobernar, en base a sus estatutos, plataforma, principios y programa de gobierno, toda vez que ese conglomerado de ciudadanos que es el partido político o una alianza de estos –como lo define tan elocuentemente Bobbio- representa lo contrario al partido personal, al juego de intereses particulares y representa también, en suma, lo contrario al principio de la quintaesencia del estado totalitario, que se inspiraba en la proclama: “un jefe, un pueblo”.

El aparato político-electoral del régimen ya está en marcha para la sucesión presidencial. Pasando por encima de la Constitución y de las leyes electorales, las tres personas ungidas únicamente por el sumo patriarca populista que “encarna a la Nación, a la patria y al pueblo”, según sus incondicionales en el colmo del integrismo, ya están en plena campaña. Ebrard, Sheimbaum y Adán Augusto han sido escogidos por el dueño de Morena para ser los objetos –las pelotas o corcholatas, como él mismo las describió- de los malabares que el dueño del circo ejecuta en la pista para el entretenimiento y distracción de feligreses y antagonistas. En Morena, este juego sucesorio de malabarismo es peculiar porque hay un solo mago, tragasable, equilibrista, mimo, titiritero, tragafuego, trapecista, ventrílocuo, acróbata o contorsionista, que es el que juega en solitario con la parafernalia que le da nombre a todos los actos. Todos los demás –militantes, simpatizantes y candidatos presidenciales en Morena- son solamente, para el Gran Actor-Elector, la tramoya que mirará impasible y acatará sumisa. Sin la verdadera, real y efectiva participación de los integrantes del movimiento que encabeza López Obrador en la elección de sus dirigentes y candidatos, podrá llamársele de diversas maneras, pero éste no es un juego democrático. Por eso, entre otras características, nuestro país está clasificado recientemente como un “régimen híbrido”, un sistema político que mezcla características de democracia y autoritarismo, es decir, una democracia en transición al autoritarismo.

En lo que respecta a la oposición, algunos opinan que esta no tiene nada que hacer frente al candidato (a) presidencial que decida López Obrador, porque ya se le pasó el tiempo para nombrar y construir una candidatura que sea competitiva y entusiasme a los electores, sin tomar en cuenta que uno de los más graves problemas en torno a la legitimidad democrática de las candidaturas a puestos de elección tan importantes, es el que esas decisiones históricamente han sido tomadas cupularmente, sin la participación efectiva no solo de los militantes de los partidos, sino también de la sociedad política en general. Las circunstancias políticas que hoy se viven, exigen también nuevas formas democráticas de legitimación, particularmente si se quiere que la oposición tenga algún chance frente a la intención autoritaria.

Desde luego que la sociedad civil debe aportar y mucho con su participación activa en este proceso, entendiendo que los partidos políticos son los llamados constitucionalmente a contribuir a la formación de la voluntad política del pueblo. Como lo refiere el gran politólogo alemán de la Universidad de Bielefeld Claus Offe, esa voluntad popular se forja por los partidos, éstos crean y se encuentran obligados a crear la relación que liga entre sí a la sociedad y la política y de mantener una relación interna coherente entre la situación social y la fundamentación de la voluntad política.

Afirmaba en crítica el gran maestro italiano Norberto Bobbio, que todo aquel quien ha predicado durante años la lucha contra los partidos, en realidad ha desautorizado los partidos tradicionales únicamente para dar vida a un partido propio que sustituya a los anteriores. Y tenemos muchos ejemplos.

El fenómeno de la transición del voto por el partido al voto por la persona, merece por tanto una atención especial, ya que apoyada por la mediocracia, ha surgido la idea de la personalización de la política, que muestra más las caras que las ideas de los candidatos y que el programa de sus partidos o de las alianzas que formen estos, y, al exigir estos medios respuestas breves, prefieren la ocurrencia que el razonamiento, la acusación o la infamia que la explicación de su propuesta de gobierno a fin de hablar de los temas que en verdad le interesan y le preocupan a la gente, no de aquellos que generan su morbo.

En la lucha por la democracia y contra la restauración autoritaria, importan las ideas, el para qué se quiere gobernar y la manera en que se recogen y se toman en cuenta como compromisos y programa de gobierno lo que amplios grupos de la sociedad civil se han puesto de acuerdo como bienes democráticos deseables por alcanzar. Tal como lo sugiere en la sociología política Seymour Martin Lipset, la legitimidad de los sistemas políticos democráticos contemporáneos depende en gran parte de la manera en que se han resuelto los problemas claves que han dividido históricamente a la sociedad. La estabilidad de cualquier democracia no sólo depende del desarrollo económico, sino también, de la efectividad y legitimidad de su sistema político. La efectividad redunda en el funcionamiento real, significa la medida en la cual el sistema cumple las funciones básicas de gobierno. La legitimidad se refiere a la capacidad del sistema de generar y mantener la creencia de que las instituciones políticas vigentes son las más apropiadas para la sociedad. Entonces, la confianza en las instituciones y en los actores políticos se vuelve más un asunto de semántica, que un asunto de fe. El Diccionario de la Lengua Española de la Real Academia, define la confianza de esta manera: “Dícese de las cosas que poseen las cualidades recomendables para el fin a que se destinan”.

El sentido de las elecciones y de las decisiones democráticas se refiere más bien a la justificación y a la importancia que el sufragio universal reviste en nuestros días, marcados por el escepticismo en la democracia, en los partidos y en los políticos. Mientras no se conciban nuevas formas de lograr la participación popular y de integrar la toma de decisiones colectivas, no podremos prescindir de la existencia de una democracia constitucional de partidos que, si bien imperfecta y con graves defectos y malformaciones, es por el momento la única puerta de salida que tenemos los ciudadanos para ponernos a buen resguardo del autoritarismo.

Por ello es que para alcanzar un gobierno estable, siempre estará –detrás del candidato- un partido grande con vocación mayoritaria, o una coalición o alianza de estos que finalmente forme el gobierno, y avale el desempeño político de su candidato a la hora de gobernar, en base a sus estatutos, plataforma, principios y programa de gobierno, toda vez que ese conglomerado de ciudadanos que es el partido político o una alianza de estos –como lo define tan elocuentemente Bobbio- representa lo contrario al partido personal, al juego de intereses particulares y representa también, en suma, lo contrario al principio de la quintaesencia del estado totalitario, que se inspiraba en la proclama: “un jefe, un pueblo”.