/ viernes 4 de marzo de 2022

Historias de un Festival de Cine

Detrás del glamur y la faramalla de un festival de cine, se oculta una labor casi heroica. Son meses de trabajo sin descanso en los que se deja la vida entera. Esta es la crónica de un viaje escalofriante por carretera en compañía del chileno Rodrigo Díaz, director del Festival de Cine Latinoamericano de Trieste, en Italia. Ciertamente un viaje difícil de olvidar

Vamos a ciento setenta kilómetros por hora en una autopista cuyo límite de velocidad es de setenta. Es la autopista A4, que corre de Trieste a Venecia. ¡Puta madre! La vieja furgoneta cascabelea como matraca cada vez que Rodrigo pisa el acelerador hasta el fondo. Se oye como si el condenado motor fuese a explotar. La mirada de ojos claros de Rodrigo permanece fija en el camino; una mano amachinada al volante, la otra aferrada a la palanca de velocidades.

No le puedo pedir a Rodrigo que baje la velocidad. ¿Cómo? Si vamos retrasados veinte minutos. Rodrigo tenía que estar a las nueve de la mañana en Venecia, en una reunión con los patrocinadores del festival de cine. Yo no tengo prisa, yo puedo aparecerme en Venecia a la hora que me dé la gana. Sólo soy un turista más. Llegué hace cuatro días a Trieste invitado por el festival para presentar mi película. Desde ese día veo tres películas diarias, me emborracho en fiestas y duermo con Alessandra, una estudiante de cine de Padua, la cual trabaja en el festival como becaria. Por ahorrarme la ida en tren de Trieste a Venecia, tuve la peregrina idea de pedirle un aventón a Rodrigo. Y aquí vamos, a ciento sesenta kilómetros por hora, literalmente con los güevos en la garganta.

Me aferro al cinturón de seguridad mientras veo a través de la ventanilla de la furgoneta el paisaje que se abre en la lejanía. Es una llanura que se extiende y luego se convierte en un bosque cubierto de una bruma muy espesa. Los retazos de niebla parecieran fantasmas recortados contra el cielo lluvioso.

-Ahí hubo trincheras y se dieron con todo en la Primera Guerra Mundial… Hubo bombardeos y batallas… -me dice Rodrigo señalando el bosque. Luego vuelve a acelerar, el volante vibra con furia entre sus manos.

-¿Cuándo llegaste a Italia? -le pregunto a Rodrigo.

-De eso hace muchos años -dice él sonriendo- llegué exiliado de Chile. Perseguido por la dictadura militar. Fue muy duro. A mí me torturaron los milicos.

-¿Y lo del festival de cine latinoamericano de Trieste cómo surgió?

-No lo hice sólo. Fuimos varios los que echamos a andar el proyecto. Gente de la talla del director argentino Fernando Birri. Birri también fue uno de los fundadores de la Escuela Internacional de Cine de San Antonio de los Baños, Cuba.

-¿Y de veras a la gente de aquí le interesa el cine latinoamericano?

-Claro. Aquí hay mucho sudaca: argentinos, chilenos, colombianos… gente que rara vez tiene la oportunidad de ver cine de sus países. Esa gente anda buscando su cine, sus historias. No es fácil estar lejos del terruño.

-¿Un festival de cine deja dinero? -cuestiono.

-¿Dinero? -exclama Rodrigo incrédulo- ¡No, amigo! Deja deudas. Un festival de cine es algo muy complicado. Nuestro festival se hace con poco dinero. Todo mundo te dice que te va a apoyar, pero a la hora buena los patrocinadores se caen, o no cumplen con todo lo que te prometieron. Vives en la incertidumbre.

De repente un camión de cerveza que va delante invade nuestro carril. Rodrigo le avienta las luces largas, el camión se abre bruscamente al otro carril, pasamos como flecha ante la mirada furibunda del camionero, un tipo pelirrojo con barba, que saca la mano a través de la ventanilla y con el puño cerrado nos mienta la madre.

-¿Qué es lo más complicado de un festival? -vuelvo a preguntar.

-Son muchas cosas. Por ejemplo conseguir las películas. -responde Rodrigo- las películas son la materia prima de cualquier festival. Y en el caso del nuestro esas películas provienen de distintos países. Imagínate coordinar con cada productor la entrega de su película. Te vuelves loco.

Descendemos por una pendiente sobre el carril de alta velocidad, vamos a más de ciento setenta kilómetros. Más adelante, en el carril central, una docena de camiones ruedan en fila. A la velocidad que vamos, si Rodrigo duda y no mantiene la distancia respecto a los camiones, podríamos acabar chocando con alguno.

-Otra cosa complicada es el tema de los invitados al festival. -dice de pronto Rodrigo-. Recibirlos, trasladarlos, hospedarlos…

-Y emborracharlos. -agrego yo.

-Sí, eso requiere paciencia y dedicación… -exclama Rodrigo con su sonrisa torva.

Mientras pasamos junto a los camiones como un meteoro cierro los ojos. Total, si nos vamos a romper la madre, que al menos yo no vea con quién. Rodrigo acelera. El volante vuelve a vibrar en sus manos. La lluvia cae en el parabrisas. Ahora sí estoy seguro de que nos vamos a romper la madre. Por un instante se hace un silencio que me parece larguísimo, interminable. Entonces vuelvo a abrir los ojos para descubrir que los camiones han quedado atrás. Se ven tan pequeñitos e inofensivos en el espejo retrovisor.

-¿Y entonces por qué lo haces? -le pregunto a Rodrigo con el aliento entrecortado.

-¿Qué, lo del festival de cine? -me responde.

-Sí.

-¿Tú por qué haces películas?-me pregunta.

-Me gusta contar historias.

-Y a mí me gusta que me cuenten esas historias. Me entusiasman las historias de nuestros países. Siempre hay algo en las historias latinoamericanas que asombra. Este festival es una manera de acercar a la gente por medio de sus historias.

Nos detenemos no muy lejos de la estación de trenes de Venecia. Bajo de la furgoneta y quedo de ver a Rodrigo esa misma noche en la fiesta de clausura del festival. Me arrimo al embarcadero. Sobre las aguas verdosas las góndolas se deslizan sin prisa. En una puedo ver al barquero y a un tipo moreno con sombrero tejano y bota de armadillo. El moreno va muy cómodo, despatarrado sobre el asiento de la góndola; a su lado viaja una enorme bocina que retumba con la música de los Tigres del Norte a todo volumen. La gente voltea para mirar la góndola con incredulidad. “Dicen que venían del sur en un carro colorado…” Tiene razón Rodrigo: siempre hay algo en las historias latinoamericanas que asombra.

Detrás del glamur y la faramalla de un festival de cine, se oculta una labor casi heroica. Son meses de trabajo sin descanso en los que se deja la vida entera. Esta es la crónica de un viaje escalofriante por carretera en compañía del chileno Rodrigo Díaz, director del Festival de Cine Latinoamericano de Trieste, en Italia. Ciertamente un viaje difícil de olvidar

Vamos a ciento setenta kilómetros por hora en una autopista cuyo límite de velocidad es de setenta. Es la autopista A4, que corre de Trieste a Venecia. ¡Puta madre! La vieja furgoneta cascabelea como matraca cada vez que Rodrigo pisa el acelerador hasta el fondo. Se oye como si el condenado motor fuese a explotar. La mirada de ojos claros de Rodrigo permanece fija en el camino; una mano amachinada al volante, la otra aferrada a la palanca de velocidades.

No le puedo pedir a Rodrigo que baje la velocidad. ¿Cómo? Si vamos retrasados veinte minutos. Rodrigo tenía que estar a las nueve de la mañana en Venecia, en una reunión con los patrocinadores del festival de cine. Yo no tengo prisa, yo puedo aparecerme en Venecia a la hora que me dé la gana. Sólo soy un turista más. Llegué hace cuatro días a Trieste invitado por el festival para presentar mi película. Desde ese día veo tres películas diarias, me emborracho en fiestas y duermo con Alessandra, una estudiante de cine de Padua, la cual trabaja en el festival como becaria. Por ahorrarme la ida en tren de Trieste a Venecia, tuve la peregrina idea de pedirle un aventón a Rodrigo. Y aquí vamos, a ciento sesenta kilómetros por hora, literalmente con los güevos en la garganta.

Me aferro al cinturón de seguridad mientras veo a través de la ventanilla de la furgoneta el paisaje que se abre en la lejanía. Es una llanura que se extiende y luego se convierte en un bosque cubierto de una bruma muy espesa. Los retazos de niebla parecieran fantasmas recortados contra el cielo lluvioso.

-Ahí hubo trincheras y se dieron con todo en la Primera Guerra Mundial… Hubo bombardeos y batallas… -me dice Rodrigo señalando el bosque. Luego vuelve a acelerar, el volante vibra con furia entre sus manos.

-¿Cuándo llegaste a Italia? -le pregunto a Rodrigo.

-De eso hace muchos años -dice él sonriendo- llegué exiliado de Chile. Perseguido por la dictadura militar. Fue muy duro. A mí me torturaron los milicos.

-¿Y lo del festival de cine latinoamericano de Trieste cómo surgió?

-No lo hice sólo. Fuimos varios los que echamos a andar el proyecto. Gente de la talla del director argentino Fernando Birri. Birri también fue uno de los fundadores de la Escuela Internacional de Cine de San Antonio de los Baños, Cuba.

-¿Y de veras a la gente de aquí le interesa el cine latinoamericano?

-Claro. Aquí hay mucho sudaca: argentinos, chilenos, colombianos… gente que rara vez tiene la oportunidad de ver cine de sus países. Esa gente anda buscando su cine, sus historias. No es fácil estar lejos del terruño.

-¿Un festival de cine deja dinero? -cuestiono.

-¿Dinero? -exclama Rodrigo incrédulo- ¡No, amigo! Deja deudas. Un festival de cine es algo muy complicado. Nuestro festival se hace con poco dinero. Todo mundo te dice que te va a apoyar, pero a la hora buena los patrocinadores se caen, o no cumplen con todo lo que te prometieron. Vives en la incertidumbre.

De repente un camión de cerveza que va delante invade nuestro carril. Rodrigo le avienta las luces largas, el camión se abre bruscamente al otro carril, pasamos como flecha ante la mirada furibunda del camionero, un tipo pelirrojo con barba, que saca la mano a través de la ventanilla y con el puño cerrado nos mienta la madre.

-¿Qué es lo más complicado de un festival? -vuelvo a preguntar.

-Son muchas cosas. Por ejemplo conseguir las películas. -responde Rodrigo- las películas son la materia prima de cualquier festival. Y en el caso del nuestro esas películas provienen de distintos países. Imagínate coordinar con cada productor la entrega de su película. Te vuelves loco.

Descendemos por una pendiente sobre el carril de alta velocidad, vamos a más de ciento setenta kilómetros. Más adelante, en el carril central, una docena de camiones ruedan en fila. A la velocidad que vamos, si Rodrigo duda y no mantiene la distancia respecto a los camiones, podríamos acabar chocando con alguno.

-Otra cosa complicada es el tema de los invitados al festival. -dice de pronto Rodrigo-. Recibirlos, trasladarlos, hospedarlos…

-Y emborracharlos. -agrego yo.

-Sí, eso requiere paciencia y dedicación… -exclama Rodrigo con su sonrisa torva.

Mientras pasamos junto a los camiones como un meteoro cierro los ojos. Total, si nos vamos a romper la madre, que al menos yo no vea con quién. Rodrigo acelera. El volante vuelve a vibrar en sus manos. La lluvia cae en el parabrisas. Ahora sí estoy seguro de que nos vamos a romper la madre. Por un instante se hace un silencio que me parece larguísimo, interminable. Entonces vuelvo a abrir los ojos para descubrir que los camiones han quedado atrás. Se ven tan pequeñitos e inofensivos en el espejo retrovisor.

-¿Y entonces por qué lo haces? -le pregunto a Rodrigo con el aliento entrecortado.

-¿Qué, lo del festival de cine? -me responde.

-Sí.

-¿Tú por qué haces películas?-me pregunta.

-Me gusta contar historias.

-Y a mí me gusta que me cuenten esas historias. Me entusiasman las historias de nuestros países. Siempre hay algo en las historias latinoamericanas que asombra. Este festival es una manera de acercar a la gente por medio de sus historias.

Nos detenemos no muy lejos de la estación de trenes de Venecia. Bajo de la furgoneta y quedo de ver a Rodrigo esa misma noche en la fiesta de clausura del festival. Me arrimo al embarcadero. Sobre las aguas verdosas las góndolas se deslizan sin prisa. En una puedo ver al barquero y a un tipo moreno con sombrero tejano y bota de armadillo. El moreno va muy cómodo, despatarrado sobre el asiento de la góndola; a su lado viaja una enorme bocina que retumba con la música de los Tigres del Norte a todo volumen. La gente voltea para mirar la góndola con incredulidad. “Dicen que venían del sur en un carro colorado…” Tiene razón Rodrigo: siempre hay algo en las historias latinoamericanas que asombra.