/ martes 19 de enero de 2021

Hibris, sofrosine y cohesión social

Usamos a menudo el concepto de vida en común o vida en sociedad para transmitir la idea de la importancia que la convivencia pacífica, cooperativa y tolerante tiene para muchos de nosotros. La realidad se encarga de mostrar que también hay muchos que simplemente no quieren ni pueden adaptarse a los convencionalismos básicos y a las normas que las sociedades se han impuesto a sí mismas. Los primeros, pocas veces profundizamos para encontrar y definir los elementos en que pueda basarse ese tipo de “identidad social” que nos permita reconocer los valores de cohesión social que debemos practicar cotidianamente. Es relativamente sencillo encontrar los valores fundamentales, esenciales; no lo es tanto encontrar los específicos y concretos. Quizás reconociendo a los enemigos comunes o a las realidades indeseadas y dañinas, se pueda empezar a ver más claro.

Los antiguos griegos se defendían de los demás agrupándose en la polis, en la ciudad. Creían que cada griego poseía la hibris, la violencia y la insolencia, por lo que para defenderse de la hibris establecieron el ideal de la sofrosine, la sabiduría o temperancia, el arte de limitar todo ánimo de violencia. La imposibilidad de dominar la hibris del carácter del hombre griego hacía pues necesaria la polis. Sobre los individuos estaba la polis, a sus leyes debían someterse todos.

En Autoridad e individuo, Bertrand Russell encuentra que es propio del desarrollo de la civilización el paso de una lealtad basada únicamente en una afinidad territorial, a otra basada en la afinidad de credo. Contrasta Russell en que: “instintivamente dividimos la humanidad en amigos y enemigos: los amigos, respecto a quienes tenemos una ética de cooperación; los enemigos, respecto a quienes tenemos una ética de competencia. Pero esta división cambia constantemente; en un momento determinado un hombre odia a su competidor en los negocios; en otro, cuando ambos se ven amenazados por el socialismo o por un enemigo exterior, empieza a considerarlo de pronto como a un hermano... Por lo general, la gente no siente ningún afecto por la persona que se encuentra sentada a su lado en el autobús, pero sí lo ha sentido durante la Blitzkrieg” ("guerra relámpago" para tener una campaña –de invasión- militar corta, que hicieron los alemanes durante la II Guerra Mundial).

Ortega y Gasset, afirmaba que el Estado es, en definitiva, el estado de la opinión pública, y que “una sociedad dividida en grupos discrepantes, cuya fuerza de opinión queda recíprocamente anulada, no da lugar a que se constituya un mando. Y como a la naturaleza le horripila el vacío, ese hueco que deja la fuerza ausente de opinión pública, se llena con la fuerza bruta”.

Hace más de cien años, un brillante pensador y jurista judío-alemán, que hizo brillar a la Universidad de Heidelberg, uno de los padres de la Teoría del Estado, Georg Jellinek, hijo de un rabino culto (aludo la estirpe judía de Jellinek para resaltar, admirándola, como decía mi maestro Pablo Lucas Verdú, la dimensión cultural "no simplemente erudita" que informa al Derecho constitucional inspirado en la tradición judeo-cristiana secularizada), decía que: "los tiempos en que la tribuna parlamentaria era el único lugar para influir en el Gobierno efectivamente pasaron hace mucho. El desarrollo de la prensa en las últimas décadas ha sido tan enorme, que su fuerte crítica de los abusos públicos ha logrado, a menudo, más éxitos que la crítica parlamentaria, de suerte que, tal vez, sea capaz de determinar, con mayor eficacia, el curso legislativo que los partidos parlamentarios dominantes. Claramente se advierte, si bien como es natural no en forma jurídica ordenada, cómo se ha configurado un nuevo modo de responsabilidad de los gobiernos ante el pueblo, cuya opinión multívoca se expresa a través de la prensa".

La tarea de alcanzar una mayor cohesión social pasa, entonces, por identificar las amenazas, sobre todo las que vienen de los abusos públicos; evitar la polarización; darse cuenta del poder de influencia que cada uno como ciudadano de la polis tenemos, más allá de nuestros representantes políticos y de sus centros de poder.

Usamos a menudo el concepto de vida en común o vida en sociedad para transmitir la idea de la importancia que la convivencia pacífica, cooperativa y tolerante tiene para muchos de nosotros. La realidad se encarga de mostrar que también hay muchos que simplemente no quieren ni pueden adaptarse a los convencionalismos básicos y a las normas que las sociedades se han impuesto a sí mismas. Los primeros, pocas veces profundizamos para encontrar y definir los elementos en que pueda basarse ese tipo de “identidad social” que nos permita reconocer los valores de cohesión social que debemos practicar cotidianamente. Es relativamente sencillo encontrar los valores fundamentales, esenciales; no lo es tanto encontrar los específicos y concretos. Quizás reconociendo a los enemigos comunes o a las realidades indeseadas y dañinas, se pueda empezar a ver más claro.

Los antiguos griegos se defendían de los demás agrupándose en la polis, en la ciudad. Creían que cada griego poseía la hibris, la violencia y la insolencia, por lo que para defenderse de la hibris establecieron el ideal de la sofrosine, la sabiduría o temperancia, el arte de limitar todo ánimo de violencia. La imposibilidad de dominar la hibris del carácter del hombre griego hacía pues necesaria la polis. Sobre los individuos estaba la polis, a sus leyes debían someterse todos.

En Autoridad e individuo, Bertrand Russell encuentra que es propio del desarrollo de la civilización el paso de una lealtad basada únicamente en una afinidad territorial, a otra basada en la afinidad de credo. Contrasta Russell en que: “instintivamente dividimos la humanidad en amigos y enemigos: los amigos, respecto a quienes tenemos una ética de cooperación; los enemigos, respecto a quienes tenemos una ética de competencia. Pero esta división cambia constantemente; en un momento determinado un hombre odia a su competidor en los negocios; en otro, cuando ambos se ven amenazados por el socialismo o por un enemigo exterior, empieza a considerarlo de pronto como a un hermano... Por lo general, la gente no siente ningún afecto por la persona que se encuentra sentada a su lado en el autobús, pero sí lo ha sentido durante la Blitzkrieg” ("guerra relámpago" para tener una campaña –de invasión- militar corta, que hicieron los alemanes durante la II Guerra Mundial).

Ortega y Gasset, afirmaba que el Estado es, en definitiva, el estado de la opinión pública, y que “una sociedad dividida en grupos discrepantes, cuya fuerza de opinión queda recíprocamente anulada, no da lugar a que se constituya un mando. Y como a la naturaleza le horripila el vacío, ese hueco que deja la fuerza ausente de opinión pública, se llena con la fuerza bruta”.

Hace más de cien años, un brillante pensador y jurista judío-alemán, que hizo brillar a la Universidad de Heidelberg, uno de los padres de la Teoría del Estado, Georg Jellinek, hijo de un rabino culto (aludo la estirpe judía de Jellinek para resaltar, admirándola, como decía mi maestro Pablo Lucas Verdú, la dimensión cultural "no simplemente erudita" que informa al Derecho constitucional inspirado en la tradición judeo-cristiana secularizada), decía que: "los tiempos en que la tribuna parlamentaria era el único lugar para influir en el Gobierno efectivamente pasaron hace mucho. El desarrollo de la prensa en las últimas décadas ha sido tan enorme, que su fuerte crítica de los abusos públicos ha logrado, a menudo, más éxitos que la crítica parlamentaria, de suerte que, tal vez, sea capaz de determinar, con mayor eficacia, el curso legislativo que los partidos parlamentarios dominantes. Claramente se advierte, si bien como es natural no en forma jurídica ordenada, cómo se ha configurado un nuevo modo de responsabilidad de los gobiernos ante el pueblo, cuya opinión multívoca se expresa a través de la prensa".

La tarea de alcanzar una mayor cohesión social pasa, entonces, por identificar las amenazas, sobre todo las que vienen de los abusos públicos; evitar la polarización; darse cuenta del poder de influencia que cada uno como ciudadano de la polis tenemos, más allá de nuestros representantes políticos y de sus centros de poder.