/ lunes 25 de abril de 2022

El (mediocre) crecimiento económico de Sinaloa

No nos vayamos por las ramas, México no ofrecerá mejores oportunidades a sus jóvenes ni verá un cambio espectacular en la vida de sus ciudadanos si no comienza por lograr al menos dos cosas: un crecimiento económico verdaderamente notable y un sistema educativo de excelencia.

No es posible combatir la pobreza sin crecimiento económico. Y, sin embargo, sí, hay que reconocerlo, existe una infinidad de casos en que el crecimiento económico, si bien, en efecto, reduce la pobreza, por otro lado, puede generar también mayores desigualdades. Ese es un crecimiento excluyente y así ha ocurrido casi siempre, por ejemplo, en México. El crecimiento económico incluyente solo es posible mediante el mejoramiento de servicios públicos –como la educación y la salud de calidad– los cuales, a su vez, solo son financiables a través del cobro de impuestos, en especial a quienes más tienen en beneficio de los más desfavorecidos. En eso consiste la acción del Estado para reducir brechas y desigualdades. No obstante, de pobreza, desigualdad y educación hablaremos en otra oportunidad. En esta ocasión, abordaremos únicamente un –triste pero ineludible– prerrequisito del desarrollo en las sociedades modernas: el crecimiento económico.

Observo en mis estudiantes sus dudas sobre México, sus comparaciones con otras naciones, sus legítimos anhelos, sus preocupaciones por la falta de oportunidades en nuestro país, las diferencias abismales de los salarios (dentro y fuera de México), la calidad de vida, la vivienda, entre otras cosas. Si bien no es responsabilidad directa del gobierno generar la riqueza y el crecimiento económico, sí es su tarea crear los entornos que promuevan su florecimiento y que den a los jóvenes, en consecuencia, mayores posibilidades de salir adelante.

Basta con ver, por ejemplo, nuestras ciudades. El caso más emblemático de las inequidades de nuestro país es su capital: la Ciudad de México. Una ciudad rica y bellísima, pero únicamente en la medida en que es igualmente horrorosa. Sus desigualdades son más profundas e hirientes. Tan solo las calles de Mazatlán son el paraíso comparado con las calles de la capital mexicana, pero son una pesadilla comparadas con Durango. Ni qué decir de ciudades mucho más prósperas y cuidadas como Guanajuato o Querétaro. Estas palabras no son un desdén por la pobreza. Quien así lo crea no entiende que las calles, banquetas, museos, alumbrado, viviendas, bibliotecas, transporte público y jardines son espacios comunes en los que confluyen los ciudadanos. Deben atenderse y cuidarse en tanto que construyen ciudadanía. En México, hemos renunciado a los espacios comunes y –en un contexto de violencia e inseguridad– hemos optado por zonas residenciales amuralladas denominadas “cotos”. Exceptuando algunos rincones muy bonitos –con el Jardín Botánico más bello del país–, Culiacán es una ciudad fea. Mazatlán es más hermosa, pero si nos alejamos de las zonas turísticas se ven rápidamente las desigualdades.

Nuestras urbes son –para bien y para mal– un termómetro y un reflejo de la prosperidad, la actividad empresarial, los salarios y los servicios públicos. De acuerdo con el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) de la ONU, si la alcaldía Benito Juárez de la Ciudad de México fuese un país, por sí sola tendría un índice de desarrollo humano equiparable a Suiza. Y otra alcaldía, la Miguel Hidalgo, posee, por su parte, un índice de desarrollo humano comparable al de Reino Unido.

No hay modo, pues, de sustraernos de este mundo moderno y competitivo en el que ya nos encontramos. Los mexicanos –como dijo Octavio Paz alguna ocasión– somos contemporáneos de todos los hombres, ahora sí, agregaríamos, por primera vez, aunque con desgarradoras desigualdades.

Según datos del INEGI, desde 2004 hasta 2018, el Producto Interno Bruto (PIB) de México ha crecido a un ritmo promedio del 2.3% anual aproximadamente. He decidido excluir de este análisis los años 2019, 2020 y 2021 en la medida en que son particularmente un fracaso en términos económicos del actual gobierno federal y constituyen una excepción en la tendencia que aquí argumentaré.

Aquel crecimiento económico de 2004 al 2018 del 2.3% es una cifra sin duda mediocre del desdeñosamente denominado periodo “neoliberal” (que deberíamos llamar más bien simplemente periodo de la “transición democrática”). En el actual gobierno, un crecimiento promedio del 2.3% del sexenio sería ahora un anhelo, un gran éxito y no una mediocridad.

En cuanto a Sinaloa, su crecimiento anual del PIB, en ese mismo periodo (2004-2018), fue en promedio de 2.5%. Es un insuficiente crecimiento económico que se encuentra en el rango de la media nacional. Las entidades federativas que más han aportado en dicho periodo al total del PIB nacional en términos porcentuales son, como es de esperarse, la Ciudad de México, el Estado de México, Nuevo León y Jalisco, en ese orden. Es decir, la Ciudad de México es la entidad que más contribuye al PIB de nuestro país, con una aportación del 17.7% respecto del total nacional, y el resto de entidades señaladas con 8.5%, 7.1%, 6.5%, respectivamente. En cambio, la aportación de Sinaloa al PIB nacional ha sido en promedio del 2.1%.

Mientras que en algunos estados se observan variaciones con una tendencia a un incremento constante de su PIB (como Aguascalientes, Baja California Sur y Querétaro), llama mucho la atención que a través de los años en Sinaloa hay un estancamiento del PIB estatal en torno a la cifra ya señalada. Esto es, no hay una tendencia al crecimiento, sino al estancamiento de la economía sinaloense (en promedio, como se dijo, un crecimiento anual del 2.5%).

Más importante aún es que Aguascalientes, Baja California Sur, Querétaro y Quintana Roo son los únicos estados que han logrado, en ese mismo lapso de cerca de 15 años, un PIB promedio por encima del 4%. Y se entiende: tan solo pensemos en el caso de Querétaro y la industria aeronáutica que ha desarrollado, la cual ofrece trabajos y excelentes salarios a jóvenes universitarios de varios ramos, en particular, a los ingenieros.

México atraviesa actualmente una situación de recesión económica e inflación que se resiente en los bolsillos de las familias. Nuestro país requiere, como se ha indicado, de gobiernos que promuevan el crecimiento económico. El actual gobierno federal prometió un crecimiento del PIB del 6%, posteriormente del 5%, después del 4%, del 2% y así sucesivamente reduciendo sus expectativas y sus resultados reales. Pero no solo no ha logrado lo prometido, sino que al final de cuentas su desempeño ha sido muy inferior al promedio del periodo de la transición democrática de 2.3%.

Quien crea que la actual situación económica deriva sencillamente de la contingencia por el covid-19, se equivoca. El mal desempeño económico de este gobierno empezó antes de 2020. En 2019, es decir, antes de la pandemia, el PIB nacional no solo no creció, sino que tuvo un decrecimiento del -0.2% anual. Luego, con la pandemia de 2020, el PIB anual fue de -7.9%. Basta decir que otros países, inclusive latinoamericanos, lograron amortiguar socialmente el impacto económico del covid de mejor manera gracias a medidas contra cíclicas que en México no se tomaron. Salvo un limitado –y fracasado– programa de apoyo a las empresas, se dijo que no habría mayores ayudas económicas y que los programas sociales vigentes serían suficientes. Dicho con otras palabras, se decidió que cada mexicano se rascase con sus propias uñas. Ahí están los resultados de tales decisiones. Los buenos gobiernos se miden por sus éxitos y también por la forma en cómo enfrentan las crisis.

Los ciudadanos debemos ser muy escépticos ante cualquier alarde del gobierno federal respecto del crecimiento económico. En 2021, el PIB anual creció 5%. Parece mucho, pero en realidad se trata de un crecimiento solo respecto del año anterior (el boquete de -7.9% de 2020). Si consideramos ambas cifras, el balance es aún muy negativo para la economía mexicana.

En cuanto a nuestro estado, los ciudadanos sinaloenses requerimos de gobernantes que favorezcan el crecimiento económico. Nuestra entidad necesita, en especial, una profunda industrialización que aún no se ha tenido, acompañada de una transformación educativa de calidad, para que industria y educación se retroalimenten mutuamente. Aún está por verse si el nuevo gobernador impulsará la salida de Sinaloa de la mediocridad económica. Ese criterio debe ser parte de la vara con la que debemos evaluar sus resultados.

No nos vayamos por las ramas, México no ofrecerá mejores oportunidades a sus jóvenes ni verá un cambio espectacular en la vida de sus ciudadanos si no comienza por lograr al menos dos cosas: un crecimiento económico verdaderamente notable y un sistema educativo de excelencia.

No es posible combatir la pobreza sin crecimiento económico. Y, sin embargo, sí, hay que reconocerlo, existe una infinidad de casos en que el crecimiento económico, si bien, en efecto, reduce la pobreza, por otro lado, puede generar también mayores desigualdades. Ese es un crecimiento excluyente y así ha ocurrido casi siempre, por ejemplo, en México. El crecimiento económico incluyente solo es posible mediante el mejoramiento de servicios públicos –como la educación y la salud de calidad– los cuales, a su vez, solo son financiables a través del cobro de impuestos, en especial a quienes más tienen en beneficio de los más desfavorecidos. En eso consiste la acción del Estado para reducir brechas y desigualdades. No obstante, de pobreza, desigualdad y educación hablaremos en otra oportunidad. En esta ocasión, abordaremos únicamente un –triste pero ineludible– prerrequisito del desarrollo en las sociedades modernas: el crecimiento económico.

Observo en mis estudiantes sus dudas sobre México, sus comparaciones con otras naciones, sus legítimos anhelos, sus preocupaciones por la falta de oportunidades en nuestro país, las diferencias abismales de los salarios (dentro y fuera de México), la calidad de vida, la vivienda, entre otras cosas. Si bien no es responsabilidad directa del gobierno generar la riqueza y el crecimiento económico, sí es su tarea crear los entornos que promuevan su florecimiento y que den a los jóvenes, en consecuencia, mayores posibilidades de salir adelante.

Basta con ver, por ejemplo, nuestras ciudades. El caso más emblemático de las inequidades de nuestro país es su capital: la Ciudad de México. Una ciudad rica y bellísima, pero únicamente en la medida en que es igualmente horrorosa. Sus desigualdades son más profundas e hirientes. Tan solo las calles de Mazatlán son el paraíso comparado con las calles de la capital mexicana, pero son una pesadilla comparadas con Durango. Ni qué decir de ciudades mucho más prósperas y cuidadas como Guanajuato o Querétaro. Estas palabras no son un desdén por la pobreza. Quien así lo crea no entiende que las calles, banquetas, museos, alumbrado, viviendas, bibliotecas, transporte público y jardines son espacios comunes en los que confluyen los ciudadanos. Deben atenderse y cuidarse en tanto que construyen ciudadanía. En México, hemos renunciado a los espacios comunes y –en un contexto de violencia e inseguridad– hemos optado por zonas residenciales amuralladas denominadas “cotos”. Exceptuando algunos rincones muy bonitos –con el Jardín Botánico más bello del país–, Culiacán es una ciudad fea. Mazatlán es más hermosa, pero si nos alejamos de las zonas turísticas se ven rápidamente las desigualdades.

Nuestras urbes son –para bien y para mal– un termómetro y un reflejo de la prosperidad, la actividad empresarial, los salarios y los servicios públicos. De acuerdo con el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) de la ONU, si la alcaldía Benito Juárez de la Ciudad de México fuese un país, por sí sola tendría un índice de desarrollo humano equiparable a Suiza. Y otra alcaldía, la Miguel Hidalgo, posee, por su parte, un índice de desarrollo humano comparable al de Reino Unido.

No hay modo, pues, de sustraernos de este mundo moderno y competitivo en el que ya nos encontramos. Los mexicanos –como dijo Octavio Paz alguna ocasión– somos contemporáneos de todos los hombres, ahora sí, agregaríamos, por primera vez, aunque con desgarradoras desigualdades.

Según datos del INEGI, desde 2004 hasta 2018, el Producto Interno Bruto (PIB) de México ha crecido a un ritmo promedio del 2.3% anual aproximadamente. He decidido excluir de este análisis los años 2019, 2020 y 2021 en la medida en que son particularmente un fracaso en términos económicos del actual gobierno federal y constituyen una excepción en la tendencia que aquí argumentaré.

Aquel crecimiento económico de 2004 al 2018 del 2.3% es una cifra sin duda mediocre del desdeñosamente denominado periodo “neoliberal” (que deberíamos llamar más bien simplemente periodo de la “transición democrática”). En el actual gobierno, un crecimiento promedio del 2.3% del sexenio sería ahora un anhelo, un gran éxito y no una mediocridad.

En cuanto a Sinaloa, su crecimiento anual del PIB, en ese mismo periodo (2004-2018), fue en promedio de 2.5%. Es un insuficiente crecimiento económico que se encuentra en el rango de la media nacional. Las entidades federativas que más han aportado en dicho periodo al total del PIB nacional en términos porcentuales son, como es de esperarse, la Ciudad de México, el Estado de México, Nuevo León y Jalisco, en ese orden. Es decir, la Ciudad de México es la entidad que más contribuye al PIB de nuestro país, con una aportación del 17.7% respecto del total nacional, y el resto de entidades señaladas con 8.5%, 7.1%, 6.5%, respectivamente. En cambio, la aportación de Sinaloa al PIB nacional ha sido en promedio del 2.1%.

Mientras que en algunos estados se observan variaciones con una tendencia a un incremento constante de su PIB (como Aguascalientes, Baja California Sur y Querétaro), llama mucho la atención que a través de los años en Sinaloa hay un estancamiento del PIB estatal en torno a la cifra ya señalada. Esto es, no hay una tendencia al crecimiento, sino al estancamiento de la economía sinaloense (en promedio, como se dijo, un crecimiento anual del 2.5%).

Más importante aún es que Aguascalientes, Baja California Sur, Querétaro y Quintana Roo son los únicos estados que han logrado, en ese mismo lapso de cerca de 15 años, un PIB promedio por encima del 4%. Y se entiende: tan solo pensemos en el caso de Querétaro y la industria aeronáutica que ha desarrollado, la cual ofrece trabajos y excelentes salarios a jóvenes universitarios de varios ramos, en particular, a los ingenieros.

México atraviesa actualmente una situación de recesión económica e inflación que se resiente en los bolsillos de las familias. Nuestro país requiere, como se ha indicado, de gobiernos que promuevan el crecimiento económico. El actual gobierno federal prometió un crecimiento del PIB del 6%, posteriormente del 5%, después del 4%, del 2% y así sucesivamente reduciendo sus expectativas y sus resultados reales. Pero no solo no ha logrado lo prometido, sino que al final de cuentas su desempeño ha sido muy inferior al promedio del periodo de la transición democrática de 2.3%.

Quien crea que la actual situación económica deriva sencillamente de la contingencia por el covid-19, se equivoca. El mal desempeño económico de este gobierno empezó antes de 2020. En 2019, es decir, antes de la pandemia, el PIB nacional no solo no creció, sino que tuvo un decrecimiento del -0.2% anual. Luego, con la pandemia de 2020, el PIB anual fue de -7.9%. Basta decir que otros países, inclusive latinoamericanos, lograron amortiguar socialmente el impacto económico del covid de mejor manera gracias a medidas contra cíclicas que en México no se tomaron. Salvo un limitado –y fracasado– programa de apoyo a las empresas, se dijo que no habría mayores ayudas económicas y que los programas sociales vigentes serían suficientes. Dicho con otras palabras, se decidió que cada mexicano se rascase con sus propias uñas. Ahí están los resultados de tales decisiones. Los buenos gobiernos se miden por sus éxitos y también por la forma en cómo enfrentan las crisis.

Los ciudadanos debemos ser muy escépticos ante cualquier alarde del gobierno federal respecto del crecimiento económico. En 2021, el PIB anual creció 5%. Parece mucho, pero en realidad se trata de un crecimiento solo respecto del año anterior (el boquete de -7.9% de 2020). Si consideramos ambas cifras, el balance es aún muy negativo para la economía mexicana.

En cuanto a nuestro estado, los ciudadanos sinaloenses requerimos de gobernantes que favorezcan el crecimiento económico. Nuestra entidad necesita, en especial, una profunda industrialización que aún no se ha tenido, acompañada de una transformación educativa de calidad, para que industria y educación se retroalimenten mutuamente. Aún está por verse si el nuevo gobernador impulsará la salida de Sinaloa de la mediocridad económica. Ese criterio debe ser parte de la vara con la que debemos evaluar sus resultados.