/ viernes 5 de noviembre de 2021

El Diablo no Quiso Salir en la Película

En el argot cinematográfico el término “hacer casting” se usa para referirse al proceso de seleccionar a los actores que participarán en una película. ¿Qué pasa cuando entre esos actores se encuentra el mismo diablo?

Mi compa Luisito, el productor, llevaba meses buscando un actor para el personaje protagónico de su película. Finalmente alguien le había dicho que en las playas de Maruata, Michoacán, había un lanchero -al que apodaban “El Diablo”- que daba todo el tipo. Se necesitaba que el lanchero, además de estar viejo y traqueteado por la vida, supiera actuar, y que de paso fuera bueno para conducir una lancha. ¿Para qué quería Luisito a alguien así? Para filmar un guión basado en la novela de Ernest Heminway: “El Viejo y el mar”.

Luisito me pidió que lo acompañara a Maruata y nos dedicáramos a buscar al mentado “Diablo” para hacerle fotografías y video. La persona que le dio el contacto a Luisito lo ponderaba mucho. Decía que el viejillo cantaba y se echaba sus versos, y que hasta había actuado en videohomes de narcos allá en la sierra de Apatzingán. Todo eso, además de que era un “chingonazo con la lancha”. ¿Qué más le podíamos pedir?

Se supone que mandarían fotos del tipo, pero nunca llegaron. Luisito se desesperó y cogimos carretera una madrugada. Llegamos a Maruata a esa hora de la tarde en la que el sol ha dejado de quemar con furia y sus rayos se tornan suaves. Comimos algo y preguntamos por “El Diablo”. Nicanor, el dueño de la enramada donde montamos la tienda de campaña, nos dijo que tenía tres días sin verlo. “Ese viejo cabrón se escapa y vuelve cuando se le hinchan los tompiates -nos decía Nicanor-, todo el domingo anduvo pisteando con unos compas. Ya luego se subieron arriba de las lanchas y jalaron para el mar. Cuando hace eso nunca se sabe qué día va a regresar. A veces agarra el pedo dos o tres semanas”.

Su satánica Majestad

Llevamos tres días en Maruata. Ya hicimos fotos y videos de algunos lancheros, pero el “Diablo” nomás no aparece. Estamos tirados en un cojín inflable flotando en las aguas mansas de la bahía. De pronto se nos acerca una lancha, es vieja, el motor fuera de borda traquetea haciendo un escándalo que se funde con rumor de las olas.

Por la proa de la lancha se asoma de repente un viejillo flaco como un fideo. Está tan borracho que apenas se puede sostener en pie. Su cara pellejuda y morena tiene los ojos sumidos y vidriosos. Se nos queda mirando circunspecto. “¡Quihubo, primos! -nos dice con su vocecilla de borrachín-, ¿ustedes son los que andan buscando a `El Diablo´? Anda pescando por allá atrás, en las piedras. Súbanse a la lanchita, los llevo para que lo conozcan”.

Yo me niego, pero a Luisito le parece buena idea. Nos trepamos a la lancha. El viejo acelera el motor. En un instante nos alejamos de la bahía. Vamos muy rápido, esquivando los farallones y promontorios rocosos que emergen de las aguas cubiertas de espuma. Lusito va mudo, sus manos permanecen aferradas a la borda de la lancha. El viejo lleva la mirada fija, va sonriendo. Debe conocer bien aquellas aguas, de no ser así, ya nos habríamos despedazado.

Me inquieta la sonrisa en la cara del viejo. A Luisito también, será por eso que nomás me mira de reojo con gravedad. No podemos hacer mucho, más que aguantar vara y esperar que el viejo sepa lo que está haciendo. A lo lejos, en medio de las aguas, se alza de repente un islote de piedra muy alto y escarpado. En el centro del islote se asoma la garganta de un túnel. Las olas furiosas penetran por el túnel y se estrellan en sus paredes de piedra, para luego salir por el otro lado del islote produciendo un bramido que resulta escalofriante.

Más sabe “El Diablo”

De repente el viejo deja de acelerar el motor. La lancha queda quieta, meciéndose de un lado a otro sobre las aguas encrespadas. Algo me dice que estamos en problemas. “¿Querían conocer al `Diablo´, no?- exclama el viejo de pronto- ¡Pos yo soy el pinche `Diablo´!” ¿Quieren ver cómo manejo la lanchita? ¡Agárrense, culeros!”. Su mano pesca el acelerador y lo gira de un chicotazo. En un segundo la lancha sale disparada hacia adelante. Los promontorios, cubiertos de cangrejos y erizos, comienzan a pasar vertiginosos frente a nuestros ojos como si corrieran sobre las aguas.

Es una locura. Lusito está pálido de espanto. La quijada de “El Diablo” tiembla, sus ojos desorbitados miran sin parpadear. La garganta del túnel se abre ante nosotros. La corriente embravecida revienta por todos lados lanzando toneladas de agua. Entramos al túnel como una flecha. Vamos directo hacia las piedras afiladas, nos vamos a matar. “El Diablo” gira el acelerador, la lancha cruza rozando las piedras. Seguimos de largo como un relámpago, una marejada nos embiste por un costado. El agua salada me hiere los ojos, apenas puedo ver a Luisito y a “El Diablo”. Siento cómo la lancha se levanta; volamos por los aires, es un instante que me parece interminable. Aterrizamos sobre un remolino. Giramos de un lado a otro dando tumbos. Y cuando parece que el remolino nos va a tragar entre sus aguas furiosas, el canijo “Diablo” acelera el motor y nos saca del túnel para seguir de filo hacia la bahía.

A mitad del camino vuelve a detener la lancha. Se queda jadeante, extático, lívido, mientras el agua escurre por su viejo cuerpo. Señala hacia la playa y nos ruge con su sonrisa torva: “Yo no voy para allá, yo ando en la fiesta. ¿Saben nadar? ¡Pos en chinga, porque `El Diablo´ ya se va”. Nos lanzamos al agua y comenzamos a nadar. Cuando alcanzamos la playa nos quedamos desfallecientes sobre la arena. Entre la confusión que ronda mi cabeza, sólo una cosa tengo clara: ese pinche diablo no quería estar en la película de Luisito. ¿Qué le costaba decirnos?

En el argot cinematográfico el término “hacer casting” se usa para referirse al proceso de seleccionar a los actores que participarán en una película. ¿Qué pasa cuando entre esos actores se encuentra el mismo diablo?

Mi compa Luisito, el productor, llevaba meses buscando un actor para el personaje protagónico de su película. Finalmente alguien le había dicho que en las playas de Maruata, Michoacán, había un lanchero -al que apodaban “El Diablo”- que daba todo el tipo. Se necesitaba que el lanchero, además de estar viejo y traqueteado por la vida, supiera actuar, y que de paso fuera bueno para conducir una lancha. ¿Para qué quería Luisito a alguien así? Para filmar un guión basado en la novela de Ernest Heminway: “El Viejo y el mar”.

Luisito me pidió que lo acompañara a Maruata y nos dedicáramos a buscar al mentado “Diablo” para hacerle fotografías y video. La persona que le dio el contacto a Luisito lo ponderaba mucho. Decía que el viejillo cantaba y se echaba sus versos, y que hasta había actuado en videohomes de narcos allá en la sierra de Apatzingán. Todo eso, además de que era un “chingonazo con la lancha”. ¿Qué más le podíamos pedir?

Se supone que mandarían fotos del tipo, pero nunca llegaron. Luisito se desesperó y cogimos carretera una madrugada. Llegamos a Maruata a esa hora de la tarde en la que el sol ha dejado de quemar con furia y sus rayos se tornan suaves. Comimos algo y preguntamos por “El Diablo”. Nicanor, el dueño de la enramada donde montamos la tienda de campaña, nos dijo que tenía tres días sin verlo. “Ese viejo cabrón se escapa y vuelve cuando se le hinchan los tompiates -nos decía Nicanor-, todo el domingo anduvo pisteando con unos compas. Ya luego se subieron arriba de las lanchas y jalaron para el mar. Cuando hace eso nunca se sabe qué día va a regresar. A veces agarra el pedo dos o tres semanas”.

Su satánica Majestad

Llevamos tres días en Maruata. Ya hicimos fotos y videos de algunos lancheros, pero el “Diablo” nomás no aparece. Estamos tirados en un cojín inflable flotando en las aguas mansas de la bahía. De pronto se nos acerca una lancha, es vieja, el motor fuera de borda traquetea haciendo un escándalo que se funde con rumor de las olas.

Por la proa de la lancha se asoma de repente un viejillo flaco como un fideo. Está tan borracho que apenas se puede sostener en pie. Su cara pellejuda y morena tiene los ojos sumidos y vidriosos. Se nos queda mirando circunspecto. “¡Quihubo, primos! -nos dice con su vocecilla de borrachín-, ¿ustedes son los que andan buscando a `El Diablo´? Anda pescando por allá atrás, en las piedras. Súbanse a la lanchita, los llevo para que lo conozcan”.

Yo me niego, pero a Luisito le parece buena idea. Nos trepamos a la lancha. El viejo acelera el motor. En un instante nos alejamos de la bahía. Vamos muy rápido, esquivando los farallones y promontorios rocosos que emergen de las aguas cubiertas de espuma. Lusito va mudo, sus manos permanecen aferradas a la borda de la lancha. El viejo lleva la mirada fija, va sonriendo. Debe conocer bien aquellas aguas, de no ser así, ya nos habríamos despedazado.

Me inquieta la sonrisa en la cara del viejo. A Luisito también, será por eso que nomás me mira de reojo con gravedad. No podemos hacer mucho, más que aguantar vara y esperar que el viejo sepa lo que está haciendo. A lo lejos, en medio de las aguas, se alza de repente un islote de piedra muy alto y escarpado. En el centro del islote se asoma la garganta de un túnel. Las olas furiosas penetran por el túnel y se estrellan en sus paredes de piedra, para luego salir por el otro lado del islote produciendo un bramido que resulta escalofriante.

Más sabe “El Diablo”

De repente el viejo deja de acelerar el motor. La lancha queda quieta, meciéndose de un lado a otro sobre las aguas encrespadas. Algo me dice que estamos en problemas. “¿Querían conocer al `Diablo´, no?- exclama el viejo de pronto- ¡Pos yo soy el pinche `Diablo´!” ¿Quieren ver cómo manejo la lanchita? ¡Agárrense, culeros!”. Su mano pesca el acelerador y lo gira de un chicotazo. En un segundo la lancha sale disparada hacia adelante. Los promontorios, cubiertos de cangrejos y erizos, comienzan a pasar vertiginosos frente a nuestros ojos como si corrieran sobre las aguas.

Es una locura. Lusito está pálido de espanto. La quijada de “El Diablo” tiembla, sus ojos desorbitados miran sin parpadear. La garganta del túnel se abre ante nosotros. La corriente embravecida revienta por todos lados lanzando toneladas de agua. Entramos al túnel como una flecha. Vamos directo hacia las piedras afiladas, nos vamos a matar. “El Diablo” gira el acelerador, la lancha cruza rozando las piedras. Seguimos de largo como un relámpago, una marejada nos embiste por un costado. El agua salada me hiere los ojos, apenas puedo ver a Luisito y a “El Diablo”. Siento cómo la lancha se levanta; volamos por los aires, es un instante que me parece interminable. Aterrizamos sobre un remolino. Giramos de un lado a otro dando tumbos. Y cuando parece que el remolino nos va a tragar entre sus aguas furiosas, el canijo “Diablo” acelera el motor y nos saca del túnel para seguir de filo hacia la bahía.

A mitad del camino vuelve a detener la lancha. Se queda jadeante, extático, lívido, mientras el agua escurre por su viejo cuerpo. Señala hacia la playa y nos ruge con su sonrisa torva: “Yo no voy para allá, yo ando en la fiesta. ¿Saben nadar? ¡Pos en chinga, porque `El Diablo´ ya se va”. Nos lanzamos al agua y comenzamos a nadar. Cuando alcanzamos la playa nos quedamos desfallecientes sobre la arena. Entre la confusión que ronda mi cabeza, sólo una cosa tengo clara: ese pinche diablo no quería estar en la película de Luisito. ¿Qué le costaba decirnos?