/ miércoles 13 de octubre de 2021

El Congreso estatal de Sinaloa necesita reformarse

¿Por qué debería importarnos una institución como el Congreso estatal si de cualquier modo resulta tan lejano a los ciudadanos? Porque cuesta muchísimos millones de pesos, porque los resultados de su trabajo son pobrísimos y porque esos millones salen de tu bolsillo, del mío y del de todos los ciudadanos a través de los impuestos.

Debería importarnos porque una de las funciones esenciales del poder legislativo es crear y reformar leyes que rediseñen servicios, programas e instituciones en beneficio de la sociedad. Imagina que queremos reformar nuestro sistema educativo para poner, por encima de todas las cosas, la calidad de la enseñanza. Soñar, proyectar y forjar en 10 años a una generación de profesionistas que constituya el recurso humano para la industrialización de Sinaloa, como ocurrió en Querétaro y su industria aeronáutica, o bien, otros estados más ricos e industrializados como Guanajuato y Aguascalientes.

Los legisladores pueden, a través del rediseño de las instituciones, desincentivar las malas prácticas e incentivar la calidad. Lo mismo puede decirse del rediseño de instituciones como las fiscalías (que persiguen delitos), los poderes judiciales (que imparten justicia) o marcos regulatorios que propicien la inversión económica y la competitividad.

Pero, quizás más importante aún, el Congreso estatal debe interesarnos porque, más allá de su rol en la creación de leyes, tiene una segunda función que es crucial: es una entidad de control, un contrapeso del poder porque tiene la potestad de revisar y aprobar o no las cuentas públicas, es decir, fiscalizar el gasto de todos los recursos públicos estatales.

Para ese fin, dentro del Congreso estatal existe un órgano fiscalizador denominado Auditoría Superior del Estado. Sin embargo, necesitamos una Auditoría que no solo tenga dientes, sino que también muerda. Ese es un asunto central en el combate a la corrupción y, a excepción de la Auditoria Superior de la Federación, las auditorías estatales –lamentablemente– no muerden. De acuerdo con el Instituto Mexicano para la Competitividad, se les ha reducido su presupuesto a algunas auditorías estatales y, en otras, incluso diversos auditores han renunciado por presiones políticas. De ahí que la existencia de auditorías estatales autónomas sea algo tan importante.

Frente a este panorama, el lector no se sorprenderá al saber que en Sinaloa siempre se aprueba la cuenta pública. Tenemos un Congreso que no hace lo que debe (pues no fiscaliza) y, en cambio, hace cosas que no debería. Imagina esto: posees un bien que no usas para lo que está hecho, lo empleas para lo que no, además no te da réditos y, peor aún, te cuesta mucho mantenerlo.

De acuerdo con el presupuesto para el 2021, el Congreso estatal cuesta a los sinaloenses 305 millones de pesos (y si sumamos el costo de la auditoría, de 137 millones, arroja un total de 442 millones de pesos). Tamaulipas y Yucatán tienen una población similar a la de Sinaloa, y el presupuesto de sus congresos es de 194 millones y 135 millones, respectivamente. Si dividimos los 305 millones que cuesta el congreso sinaloense entre el número de legisladores locales (que son 40), significa que cada ilustre diputado nos cuesta 7 millones 650 mil pesos anualmente.

Cada legislador recibe un salario, llamado dieta, que de acuerdo con Integralia, en 2013 era de 56 mil pesos por cada diputado local sinaloense. Habría que ver la suma actualizada, pero apuesto que es mayor. La cuestión es que, en nuestro país, a los diputados se les proporcionan adicionalmente recursos económicos para módulos de atención y ayudas sociales, así como asignaciones a los grupos parlamentarios.

Luis Carlos Ugalde, director de Integralia, ha documentado una serie de prácticas en México que aceitan la maquinaria legislativa: no solo los famosos “moches”, sino también los “pagos por evento” (cuando un legislador es sobornado para votar una ley o una cuenta pública), lo cual es absurdo, pues hace algo ilegal (al recibir un dinero indebido), por algo que de por sí es su deber (votar), de tal manera que evita hacer lo que debe (fiscalizar). En México, además, aún existen, por un lado, partidas no fiscalizables y, por otro lado, algo que también entra en la categoría de cosas que hacen los legisladores en los hechos (aunque no deberían): repartir ayudas y programas sociales –casi siempre con efectos clientelares–.

Claro, los legisladores deben gestionar ante las autoridades la canalización de recursos para las necesidades de sus representados. Pero cuando veas a un legislador ofrecer programas sociales, llévate la mano a la frente y di: “madre del amor hermoso, este individuo no entendió la división de poderes”. Habla con él y hazle entender que su papel es legislar y fiscalizar el gasto público –y no ofrecer programas sociales, pues la ejecución de programas le corresponde precisamente al poder ejecutivo–. Dile que si su ayuda social es legal, debería cumplir su papel proponiendo una reforma que la prohíba; y si es ilegal, que la señale en su labor de fiscalización; además, que vote por reequilibrar el presupuesto del congreso para trasladarlo a la profesionalización de una auditoría que tenga dientes y muerda.

Pero ¿qué político mexicano querría a un órgano técnico que fiscalice a los políticos mexicanos? Quizás suene imposible o ingenuo, pero cabe recordar que las democracias del mundo –incluida la mexicana– están hechas a base de renuncias, concesiones, limitaciones al poder y contrapesos. Ahí tenemos la Auditoría Superior de la Federación que hace un trabajo ejemplar de fiscalización. Y hay otros más: alguna vez el gobierno renunció, por sus malos resultados, a manejar la política monetaria y la confió a un órgano profesional como el Banco de México; el gobierno también renunció a organizar las elecciones y se creó, para ello, el INE.

Concluyo con unas preguntas: ¿en qué sentido cree el lector que se mueve México? ¿Hacia la modernización y profesionalización de la que aquí hablo? ¿O hacia la inmovilidad, y por no decir, al retroceso? ¿Cree que hay actualmente incentivos para mejorar la fiscalización de las cuentas públicas si el ejecutivo y el legislativo pertenecen al mismo partido? ¿Urge la rendición de cuentas en México?

¿Por qué debería importarnos una institución como el Congreso estatal si de cualquier modo resulta tan lejano a los ciudadanos? Porque cuesta muchísimos millones de pesos, porque los resultados de su trabajo son pobrísimos y porque esos millones salen de tu bolsillo, del mío y del de todos los ciudadanos a través de los impuestos.

Debería importarnos porque una de las funciones esenciales del poder legislativo es crear y reformar leyes que rediseñen servicios, programas e instituciones en beneficio de la sociedad. Imagina que queremos reformar nuestro sistema educativo para poner, por encima de todas las cosas, la calidad de la enseñanza. Soñar, proyectar y forjar en 10 años a una generación de profesionistas que constituya el recurso humano para la industrialización de Sinaloa, como ocurrió en Querétaro y su industria aeronáutica, o bien, otros estados más ricos e industrializados como Guanajuato y Aguascalientes.

Los legisladores pueden, a través del rediseño de las instituciones, desincentivar las malas prácticas e incentivar la calidad. Lo mismo puede decirse del rediseño de instituciones como las fiscalías (que persiguen delitos), los poderes judiciales (que imparten justicia) o marcos regulatorios que propicien la inversión económica y la competitividad.

Pero, quizás más importante aún, el Congreso estatal debe interesarnos porque, más allá de su rol en la creación de leyes, tiene una segunda función que es crucial: es una entidad de control, un contrapeso del poder porque tiene la potestad de revisar y aprobar o no las cuentas públicas, es decir, fiscalizar el gasto de todos los recursos públicos estatales.

Para ese fin, dentro del Congreso estatal existe un órgano fiscalizador denominado Auditoría Superior del Estado. Sin embargo, necesitamos una Auditoría que no solo tenga dientes, sino que también muerda. Ese es un asunto central en el combate a la corrupción y, a excepción de la Auditoria Superior de la Federación, las auditorías estatales –lamentablemente– no muerden. De acuerdo con el Instituto Mexicano para la Competitividad, se les ha reducido su presupuesto a algunas auditorías estatales y, en otras, incluso diversos auditores han renunciado por presiones políticas. De ahí que la existencia de auditorías estatales autónomas sea algo tan importante.

Frente a este panorama, el lector no se sorprenderá al saber que en Sinaloa siempre se aprueba la cuenta pública. Tenemos un Congreso que no hace lo que debe (pues no fiscaliza) y, en cambio, hace cosas que no debería. Imagina esto: posees un bien que no usas para lo que está hecho, lo empleas para lo que no, además no te da réditos y, peor aún, te cuesta mucho mantenerlo.

De acuerdo con el presupuesto para el 2021, el Congreso estatal cuesta a los sinaloenses 305 millones de pesos (y si sumamos el costo de la auditoría, de 137 millones, arroja un total de 442 millones de pesos). Tamaulipas y Yucatán tienen una población similar a la de Sinaloa, y el presupuesto de sus congresos es de 194 millones y 135 millones, respectivamente. Si dividimos los 305 millones que cuesta el congreso sinaloense entre el número de legisladores locales (que son 40), significa que cada ilustre diputado nos cuesta 7 millones 650 mil pesos anualmente.

Cada legislador recibe un salario, llamado dieta, que de acuerdo con Integralia, en 2013 era de 56 mil pesos por cada diputado local sinaloense. Habría que ver la suma actualizada, pero apuesto que es mayor. La cuestión es que, en nuestro país, a los diputados se les proporcionan adicionalmente recursos económicos para módulos de atención y ayudas sociales, así como asignaciones a los grupos parlamentarios.

Luis Carlos Ugalde, director de Integralia, ha documentado una serie de prácticas en México que aceitan la maquinaria legislativa: no solo los famosos “moches”, sino también los “pagos por evento” (cuando un legislador es sobornado para votar una ley o una cuenta pública), lo cual es absurdo, pues hace algo ilegal (al recibir un dinero indebido), por algo que de por sí es su deber (votar), de tal manera que evita hacer lo que debe (fiscalizar). En México, además, aún existen, por un lado, partidas no fiscalizables y, por otro lado, algo que también entra en la categoría de cosas que hacen los legisladores en los hechos (aunque no deberían): repartir ayudas y programas sociales –casi siempre con efectos clientelares–.

Claro, los legisladores deben gestionar ante las autoridades la canalización de recursos para las necesidades de sus representados. Pero cuando veas a un legislador ofrecer programas sociales, llévate la mano a la frente y di: “madre del amor hermoso, este individuo no entendió la división de poderes”. Habla con él y hazle entender que su papel es legislar y fiscalizar el gasto público –y no ofrecer programas sociales, pues la ejecución de programas le corresponde precisamente al poder ejecutivo–. Dile que si su ayuda social es legal, debería cumplir su papel proponiendo una reforma que la prohíba; y si es ilegal, que la señale en su labor de fiscalización; además, que vote por reequilibrar el presupuesto del congreso para trasladarlo a la profesionalización de una auditoría que tenga dientes y muerda.

Pero ¿qué político mexicano querría a un órgano técnico que fiscalice a los políticos mexicanos? Quizás suene imposible o ingenuo, pero cabe recordar que las democracias del mundo –incluida la mexicana– están hechas a base de renuncias, concesiones, limitaciones al poder y contrapesos. Ahí tenemos la Auditoría Superior de la Federación que hace un trabajo ejemplar de fiscalización. Y hay otros más: alguna vez el gobierno renunció, por sus malos resultados, a manejar la política monetaria y la confió a un órgano profesional como el Banco de México; el gobierno también renunció a organizar las elecciones y se creó, para ello, el INE.

Concluyo con unas preguntas: ¿en qué sentido cree el lector que se mueve México? ¿Hacia la modernización y profesionalización de la que aquí hablo? ¿O hacia la inmovilidad, y por no decir, al retroceso? ¿Cree que hay actualmente incentivos para mejorar la fiscalización de las cuentas públicas si el ejecutivo y el legislativo pertenecen al mismo partido? ¿Urge la rendición de cuentas en México?