/ jueves 2 de diciembre de 2021

Cuídanos de los coletazos del populismo

Tres años se han cumplido ya del gobierno de López Obrador. Es la mitad de lo que el mandato constitucional estipula más, sin embargo, en términos políticos, en México marca el declive paulatino del poder presidencial, que busca consolidar su obra de gobierno y asegurar en la sucesión a alguien de confianza que no solo cuide el legado sino también last but not least, las espaldas.

Es notoria la exacerbación que López Obrador le ha dado a los poderes presidenciales, llevándolos muchas veces no solo más allá de lo que la Constitución impone, a la manera del pre-democrático presidencialismo puro autoritario (poderes metaconstitucionales), es decir, de antes de la democratización, iniciada me parece cuando el PRI en 1997 perdió la mayoría en la Cámara de Diputados y la en esas fechas ciudadanización del antiguo IFE (hoy INE), sino también –y de manera más preocupante- ha ejercido esos poderes contra legem o contra constitutionem, contra las leyes o contra lo que dispone la propia Constitución, como hay ejemplos desde antes que asumiera el cargo y en lo que lleva del mismo, que sobra describir aquí.

El famoso “decretazo”, la intención de ocultar a toda indagación pública los pormenores de las obras de infraestructura del gobierno, conculcando diversos derechos fundamentales, es el último ejemplo de la forma de gobernar en los últimos tres años. Ya nos lo advertía Fernando Savater*: “El populismo es el sueño de una democracia sin trabas ni remilgos, un sistema instantáneo en el que la voluntad generosa y solidaria del pueblo se realizase sin interferencias. Pero lo malo es que precisamente son las trabas (es decir, los procedimientos, garantías y contrapoderes) las que constituyen la democracia, mientras que la pretensión de que hay una sola voluntad popular (y que por tanto lo que piense cada ciudadano es irrelevante o nocivo salvo que coincida con ella) es la negación misma del sistema democrático... el populismo es la democracia de los ignorantes: añadamos, para ser justos, que es también la democracia de los decepcionados...".

En la práctica, para el presidente, el fin del poder político es la acumulación de más poder en su persona. A juzgar por los resultados de su administración, los poderes presidenciales relativos a la legítima orientación política, no han sido orientados a establecer acuerdos y diálogos, negociaciones con los grupos y organizaciones políticas y sociales actuantes en la sociedad o superar condiciones desfavorables e históricas del país, con políticas públicas idóneas y racionales que lleven a toda su población a estratos relativos de mejora medibles, insertándolo en la sociedad del conocimiento y la globalización, que son los dos ejes estratégicos que explican el crecimiento económico y el bienestar. Si las políticas fiscales castigan la actividad económica del sector privado, y el Presupuesto de Egresos destina multimillonarios recursos a proyectos de baja rentabilidad social, como los faraónicos Dos Bocas, Tren Maya y la quebrada PEMEX, sin hablar del desmesurado presupuesto entregado a las Fuerzas Armadas ¿así, cómo es posible que la inversión pública acelere el crecimiento?

En vez de esto último, domina la visión parroquiana, en la que los héroes patrios del pasado modulan toda la acción política de López Obrador. Dentro de los países occidentales industrializados que han dado un bienestar o buen nivel de vida relativo a la mayoría de su población, incluida China, Corea del Sur, Singapur o Japón, no se escucha a ningún funcionario decir que su gobierno estaba adoptando tal o cual política porque así lo había propuesto algún prócer siglos atrás. Aquí sí. La imagen de los próceres predilectos del gobierno, los han hecho emblema de utilería del mismo, incluso sin importar si en su época se odiaban entre ellos, propugnaban ideas contrapuestas o de plano maquinaban maneras de exterminarse entre ellos.

La demolición institucional emprendida estos tres años por el gobierno de López Obrador, altera y ataca los procesos de consolidación de nuestra incipiente democracia y deseado Estado de Derecho. No se deben dar por hecho, requieren nuestra atención y nuestro cuidado. “Solo de la conexión entre ambos principios, democracia y Estado de Derecho, existe un vector común –dice Ernst Wolfgang Böckenförde**, eminente profesor de la Universidad de Friburgo y en su momento juez del Tribunal Constitucional Federal de Alemania- surge el Estado de derecho democrático. Porque no toda democracia es ya por sí misma una democracia con Estado de Derecho, una democracia constitucional. La medida en que una democracia pueda serlo es algo que depende del tipo y de la cantidad de obligaciones y limitaciones propias del Estado de Derecho que se incorporen en ella”.

La democracia –sigue Böckenförde- responde a la pregunta de quién es el portador y el titular del poder que ejerce el dominio estatal, no a la de cuál es su contenido; y, por lo tanto, se refiere a la formación, a la legitimación y al control de los órganos que ejercen el poder organizado del Estado y que llevan a cabo las tareas encomendadas a este, y, el Estado de Derecho, por el contrario, responde a la cuestión del contenido, del ámbito y del modo de proceder de la actividad estatal. Tiende a la limitación y vinculación del poder del Estado, con el fin de garantizar la libertad individual y social –particularmente mediante el reconocimiento a los derechos fundamentales, la legalidad de la Administración y la protección jurídica a través de tribunales independientes-, y en esa medida es un principio configurador de naturaleza material y procedimental.

Existe un campo, apunta Böckenförde, en el que la democracia y el Estado de Derecho se solapan y cubren el mismo contenido: es el grado en el que ambos se refieren a la libertad de los ciudadanos –aunque lo hagan con fines diferentes-. En la democracia esto se pone de manifiesto en lo que atañe a los derechos de libertad democrática (libertad de opinión, prensa, información, reunión y asociación), que constituyen un soporte imprescindible de la libertad de participación democrática. Estos derechos de libertad son también fin y contenido del Estado de Derecho, aunque no lo sean desde luego como referidos específicamente a la formación democrática de la voluntad política, sino desde el punto de vista general del status de libertad de los ciudadanos.

Proteger los derechos fundamentales es luchar por la democracia y por el Estado de Derecho.

*Fernando Savater, ¡No te prives! Defensa de la ciudadanía, ed. Ariel, México, 2014.

**Ernst Wolfgang Böckenförde, Estudios sobre el Estado de Derecho y la democracia, ed. Trotta, Madrid, 2000.

Tres años se han cumplido ya del gobierno de López Obrador. Es la mitad de lo que el mandato constitucional estipula más, sin embargo, en términos políticos, en México marca el declive paulatino del poder presidencial, que busca consolidar su obra de gobierno y asegurar en la sucesión a alguien de confianza que no solo cuide el legado sino también last but not least, las espaldas.

Es notoria la exacerbación que López Obrador le ha dado a los poderes presidenciales, llevándolos muchas veces no solo más allá de lo que la Constitución impone, a la manera del pre-democrático presidencialismo puro autoritario (poderes metaconstitucionales), es decir, de antes de la democratización, iniciada me parece cuando el PRI en 1997 perdió la mayoría en la Cámara de Diputados y la en esas fechas ciudadanización del antiguo IFE (hoy INE), sino también –y de manera más preocupante- ha ejercido esos poderes contra legem o contra constitutionem, contra las leyes o contra lo que dispone la propia Constitución, como hay ejemplos desde antes que asumiera el cargo y en lo que lleva del mismo, que sobra describir aquí.

El famoso “decretazo”, la intención de ocultar a toda indagación pública los pormenores de las obras de infraestructura del gobierno, conculcando diversos derechos fundamentales, es el último ejemplo de la forma de gobernar en los últimos tres años. Ya nos lo advertía Fernando Savater*: “El populismo es el sueño de una democracia sin trabas ni remilgos, un sistema instantáneo en el que la voluntad generosa y solidaria del pueblo se realizase sin interferencias. Pero lo malo es que precisamente son las trabas (es decir, los procedimientos, garantías y contrapoderes) las que constituyen la democracia, mientras que la pretensión de que hay una sola voluntad popular (y que por tanto lo que piense cada ciudadano es irrelevante o nocivo salvo que coincida con ella) es la negación misma del sistema democrático... el populismo es la democracia de los ignorantes: añadamos, para ser justos, que es también la democracia de los decepcionados...".

En la práctica, para el presidente, el fin del poder político es la acumulación de más poder en su persona. A juzgar por los resultados de su administración, los poderes presidenciales relativos a la legítima orientación política, no han sido orientados a establecer acuerdos y diálogos, negociaciones con los grupos y organizaciones políticas y sociales actuantes en la sociedad o superar condiciones desfavorables e históricas del país, con políticas públicas idóneas y racionales que lleven a toda su población a estratos relativos de mejora medibles, insertándolo en la sociedad del conocimiento y la globalización, que son los dos ejes estratégicos que explican el crecimiento económico y el bienestar. Si las políticas fiscales castigan la actividad económica del sector privado, y el Presupuesto de Egresos destina multimillonarios recursos a proyectos de baja rentabilidad social, como los faraónicos Dos Bocas, Tren Maya y la quebrada PEMEX, sin hablar del desmesurado presupuesto entregado a las Fuerzas Armadas ¿así, cómo es posible que la inversión pública acelere el crecimiento?

En vez de esto último, domina la visión parroquiana, en la que los héroes patrios del pasado modulan toda la acción política de López Obrador. Dentro de los países occidentales industrializados que han dado un bienestar o buen nivel de vida relativo a la mayoría de su población, incluida China, Corea del Sur, Singapur o Japón, no se escucha a ningún funcionario decir que su gobierno estaba adoptando tal o cual política porque así lo había propuesto algún prócer siglos atrás. Aquí sí. La imagen de los próceres predilectos del gobierno, los han hecho emblema de utilería del mismo, incluso sin importar si en su época se odiaban entre ellos, propugnaban ideas contrapuestas o de plano maquinaban maneras de exterminarse entre ellos.

La demolición institucional emprendida estos tres años por el gobierno de López Obrador, altera y ataca los procesos de consolidación de nuestra incipiente democracia y deseado Estado de Derecho. No se deben dar por hecho, requieren nuestra atención y nuestro cuidado. “Solo de la conexión entre ambos principios, democracia y Estado de Derecho, existe un vector común –dice Ernst Wolfgang Böckenförde**, eminente profesor de la Universidad de Friburgo y en su momento juez del Tribunal Constitucional Federal de Alemania- surge el Estado de derecho democrático. Porque no toda democracia es ya por sí misma una democracia con Estado de Derecho, una democracia constitucional. La medida en que una democracia pueda serlo es algo que depende del tipo y de la cantidad de obligaciones y limitaciones propias del Estado de Derecho que se incorporen en ella”.

La democracia –sigue Böckenförde- responde a la pregunta de quién es el portador y el titular del poder que ejerce el dominio estatal, no a la de cuál es su contenido; y, por lo tanto, se refiere a la formación, a la legitimación y al control de los órganos que ejercen el poder organizado del Estado y que llevan a cabo las tareas encomendadas a este, y, el Estado de Derecho, por el contrario, responde a la cuestión del contenido, del ámbito y del modo de proceder de la actividad estatal. Tiende a la limitación y vinculación del poder del Estado, con el fin de garantizar la libertad individual y social –particularmente mediante el reconocimiento a los derechos fundamentales, la legalidad de la Administración y la protección jurídica a través de tribunales independientes-, y en esa medida es un principio configurador de naturaleza material y procedimental.

Existe un campo, apunta Böckenförde, en el que la democracia y el Estado de Derecho se solapan y cubren el mismo contenido: es el grado en el que ambos se refieren a la libertad de los ciudadanos –aunque lo hagan con fines diferentes-. En la democracia esto se pone de manifiesto en lo que atañe a los derechos de libertad democrática (libertad de opinión, prensa, información, reunión y asociación), que constituyen un soporte imprescindible de la libertad de participación democrática. Estos derechos de libertad son también fin y contenido del Estado de Derecho, aunque no lo sean desde luego como referidos específicamente a la formación democrática de la voluntad política, sino desde el punto de vista general del status de libertad de los ciudadanos.

Proteger los derechos fundamentales es luchar por la democracia y por el Estado de Derecho.

*Fernando Savater, ¡No te prives! Defensa de la ciudadanía, ed. Ariel, México, 2014.

**Ernst Wolfgang Böckenförde, Estudios sobre el Estado de Derecho y la democracia, ed. Trotta, Madrid, 2000.