/ viernes 10 de enero de 2020

Cacahuates, pistaches y garapiñados 

El mundo está lleno de pequeñas alegrías; el arte consiste en saber distinguirlas. Li Po.

Dos borrachos calzonudos y apergaminados sestean bajo la fresca sombra de un “ficcus benjamina” en una de las calles del Centro Histórico de Puerto Viejo. Dos barrigones y tipludos maestros universitarios se los brincan con asco y prisa, cubriendo sus narices, para después zigzaguear por entre las cacas de los perros sobre las banquetas desiguales que obstruyen su paso, como preguntas de crucigrama, que ya resueltas serán el premio de la esfinge que abrirá las puertas de la Vieja Cantina –pero de cerveza nueva y barata- que bosteza moho con orines y pedazos de hielo que se derriten y empequeñecen bajo la fuerte mirada de un sol desalmado y tropical.

De la boca del antro sale una voz gritona y desvelada, que acompañando el canto de un órgano de plástico de notas elevadas, entona las estrofas del himno predilecto de los que nada tienen -y cuando tienen lo presumen a los ojos de todos, hasta que se lo acaban- pero agradecen al Señor y al Papa cuando reciben las migajas y los sobrantes de los tiburones del comercio y del tráfico local: “...con dinero y sin dinero, yo hago siempre lo que quiero, y mi palabra es la leeeeeyyyy...”

De repente, la boca del antro exhala un vaho de gritos y golpes, madrazos y patadas, sillazos y chillidos y, fantasmagóricos y aullantes, por debajo de la puerta-bandera derrapan cuatro perros, dos de ellos pegados por sus sexos hinchados y jugosos, como arañas peludas y trastabillantes, flacos y roñosos, que van a dar de hocico contra las piernas y las botas de cuero de culebra y de tortuga de los profes sedientos y sudorosos, las camisas pegadas a las panzas, botones tirantes, mangas arremangadas y sobacos nadando en su propio jugo, rostros brillosos y ojos entrecerrados, como sabia defensa biológica del cuerpo humano contra las inclemencias de los tristes trópicos que bordean el infiernillo de las marismas; los bigotes ralos y parados sobre los gruesos labios de los cejijuntos se abren al unísono para gritar un destemplado “quiúbole cabrooón”, y después bailotear por entre los cuatro canes que reculan y ladran sus quejidos en desacuerdo al inexplicable chubasco de patadas y golpes que acaban de recibir.

Tras los perros en fuga sale un panzón chaparro y peludo cual vasco sinaloense, agarrado con el brazo en candado de un canasto enorme y folclorista lleno de bolsitas de celofán con cacahuates, pistaches, pepitas, garapiñados, chicles y cigarros que se desparraman como confeti sobre la humanidad de los catedráticos, que bailotean como tortillas casi quemadas tratando de despegarse de la banqueta-comal, y que terminan por ser apachurrados por el vasco sinaloense que los pisa sin querer, cayendo sobre los lentes de uno de los profes y que llevaba en el bolsillo de la camisa a cuadros.

Afortunadamente –o gracias a San Malverde- por la calleja angosta y encharcada de aguas pestilentes nadie transita, todos duermen la siesta de cerveza o fuman “mota” a la sombra de un portal interior, o descansan entre cuatro paredes y un techo sobre toscas camas de madera torneada, en habitaciones acondicionadas con aire artificial, que sustituye al cálido vientecillo que endurece los sexos burlándose del Viagra, y multiplicando los apareamientos prematuros y prolongados por el suave erotismo fumado a hurtadillas; porque aunque todos lo hacen o lo saben, todavía está prohibido, sinó, se nos acaba el negocio.

El vasco se levanta apresurado, los profes se levantan enojados y sedientos, los perros huyen confundidos y pegados mientras escuchan al que grita que no tiene “trono ni reina, ni nadie que lo entretenga, pero sigue siendo el rey”, y las bolsas de celofán brillante dejan entrever que servían de capas protectoras de la verdadera mercancía del vasco cabeza de hormiga, “Ah, conque vasco de Colombia”, dice un profe mientras apaña un sobrecito de plástico que contiene un polvillo blanco y brillante, “esto no es polvo de gis, ni Mejorál molido mi querido cacahuatero, como habéis roto mis lentes, lo más justo es que me quede con uno d’estos despistiadores, pero pensándolo bien y siendo nosotros dos testigos, tomaremos un par, y además no diremos nada, que os vaya bien, y apresuraos, no vaya a ser que algún tunante os de baje y no tengáis lo suficiente para dar cuentas claras a vuestro gentil amo”.

Los catedráticos ríen, se sacuden las nalgas, se limpian las bototas, se guardan las bolsitas y se introducen abrazados machamente al húmedo tugurio que bosteza un frescor cervecero y prometedor de grandes aventuras vespertinas, incluso nocturnas y madrugadoras, todo depende del tamaño del cheque y de la cantidad de horas que imparten, si son de tiempo completo ya la hicieron.

El vasco sinaloense recoge la primera capa de bolsitas de plástico selladas al fuego, luego sobrepone una capa de bolsitas de celofán con pepitas de calabaza tostadas, después coloca sabiamente cacahuates japoneses, garapiñados, salados, pistaches, chicles y cigarrillos y; haciendo mutis sin engolar la voz, continúa su recorrido por los bares del Puerto gritando con su voz de tenor: “...una piedra en el camino, me contó que mi destino, era rodar y roodaaarruido de uña calientitoooooo.” Mi vida real es como un sueño testarudo.” JoIs.

El mundo está lleno de pequeñas alegrías; el arte consiste en saber distinguirlas. Li Po.

Dos borrachos calzonudos y apergaminados sestean bajo la fresca sombra de un “ficcus benjamina” en una de las calles del Centro Histórico de Puerto Viejo. Dos barrigones y tipludos maestros universitarios se los brincan con asco y prisa, cubriendo sus narices, para después zigzaguear por entre las cacas de los perros sobre las banquetas desiguales que obstruyen su paso, como preguntas de crucigrama, que ya resueltas serán el premio de la esfinge que abrirá las puertas de la Vieja Cantina –pero de cerveza nueva y barata- que bosteza moho con orines y pedazos de hielo que se derriten y empequeñecen bajo la fuerte mirada de un sol desalmado y tropical.

De la boca del antro sale una voz gritona y desvelada, que acompañando el canto de un órgano de plástico de notas elevadas, entona las estrofas del himno predilecto de los que nada tienen -y cuando tienen lo presumen a los ojos de todos, hasta que se lo acaban- pero agradecen al Señor y al Papa cuando reciben las migajas y los sobrantes de los tiburones del comercio y del tráfico local: “...con dinero y sin dinero, yo hago siempre lo que quiero, y mi palabra es la leeeeeyyyy...”

De repente, la boca del antro exhala un vaho de gritos y golpes, madrazos y patadas, sillazos y chillidos y, fantasmagóricos y aullantes, por debajo de la puerta-bandera derrapan cuatro perros, dos de ellos pegados por sus sexos hinchados y jugosos, como arañas peludas y trastabillantes, flacos y roñosos, que van a dar de hocico contra las piernas y las botas de cuero de culebra y de tortuga de los profes sedientos y sudorosos, las camisas pegadas a las panzas, botones tirantes, mangas arremangadas y sobacos nadando en su propio jugo, rostros brillosos y ojos entrecerrados, como sabia defensa biológica del cuerpo humano contra las inclemencias de los tristes trópicos que bordean el infiernillo de las marismas; los bigotes ralos y parados sobre los gruesos labios de los cejijuntos se abren al unísono para gritar un destemplado “quiúbole cabrooón”, y después bailotear por entre los cuatro canes que reculan y ladran sus quejidos en desacuerdo al inexplicable chubasco de patadas y golpes que acaban de recibir.

Tras los perros en fuga sale un panzón chaparro y peludo cual vasco sinaloense, agarrado con el brazo en candado de un canasto enorme y folclorista lleno de bolsitas de celofán con cacahuates, pistaches, pepitas, garapiñados, chicles y cigarros que se desparraman como confeti sobre la humanidad de los catedráticos, que bailotean como tortillas casi quemadas tratando de despegarse de la banqueta-comal, y que terminan por ser apachurrados por el vasco sinaloense que los pisa sin querer, cayendo sobre los lentes de uno de los profes y que llevaba en el bolsillo de la camisa a cuadros.

Afortunadamente –o gracias a San Malverde- por la calleja angosta y encharcada de aguas pestilentes nadie transita, todos duermen la siesta de cerveza o fuman “mota” a la sombra de un portal interior, o descansan entre cuatro paredes y un techo sobre toscas camas de madera torneada, en habitaciones acondicionadas con aire artificial, que sustituye al cálido vientecillo que endurece los sexos burlándose del Viagra, y multiplicando los apareamientos prematuros y prolongados por el suave erotismo fumado a hurtadillas; porque aunque todos lo hacen o lo saben, todavía está prohibido, sinó, se nos acaba el negocio.

El vasco se levanta apresurado, los profes se levantan enojados y sedientos, los perros huyen confundidos y pegados mientras escuchan al que grita que no tiene “trono ni reina, ni nadie que lo entretenga, pero sigue siendo el rey”, y las bolsas de celofán brillante dejan entrever que servían de capas protectoras de la verdadera mercancía del vasco cabeza de hormiga, “Ah, conque vasco de Colombia”, dice un profe mientras apaña un sobrecito de plástico que contiene un polvillo blanco y brillante, “esto no es polvo de gis, ni Mejorál molido mi querido cacahuatero, como habéis roto mis lentes, lo más justo es que me quede con uno d’estos despistiadores, pero pensándolo bien y siendo nosotros dos testigos, tomaremos un par, y además no diremos nada, que os vaya bien, y apresuraos, no vaya a ser que algún tunante os de baje y no tengáis lo suficiente para dar cuentas claras a vuestro gentil amo”.

Los catedráticos ríen, se sacuden las nalgas, se limpian las bototas, se guardan las bolsitas y se introducen abrazados machamente al húmedo tugurio que bosteza un frescor cervecero y prometedor de grandes aventuras vespertinas, incluso nocturnas y madrugadoras, todo depende del tamaño del cheque y de la cantidad de horas que imparten, si son de tiempo completo ya la hicieron.

El vasco sinaloense recoge la primera capa de bolsitas de plástico selladas al fuego, luego sobrepone una capa de bolsitas de celofán con pepitas de calabaza tostadas, después coloca sabiamente cacahuates japoneses, garapiñados, salados, pistaches, chicles y cigarrillos y; haciendo mutis sin engolar la voz, continúa su recorrido por los bares del Puerto gritando con su voz de tenor: “...una piedra en el camino, me contó que mi destino, era rodar y roodaaarruido de uña calientitoooooo.” Mi vida real es como un sueño testarudo.” JoIs.

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