/ viernes 6 de noviembre de 2020

Bye Trump

El 8 de noviembre de 2016, contra los pronósticos de todas las encuestas, Donald Trump ganó las elecciones presidenciales en los Estados Unidos, generado un gran terremoto político y encendiendo las alarmas de riesgo para la democracia, no solo en ese país sino en el mundo entero.

Trump, un magnate inmobiliario y ex conductor de un popular reality show, era prácticamente un desconocido en la política y no tenía ninguna experiencia previa en el servicio público. Su triunfo, impensable para muchos, se explica por el hecho de que como candidato supo interpretar y movilizar la inconformidad, el desencanto, el enojo, las frustraciones, la sensación de exclusión y de falta de oportunidades y, finalmente, el deseo de cambio de segmentos importantes de la sociedad norteamericana.

Según David Runciman, el triunfo sorpresivo de Donald Trump en los comicios de 2016 tiene su origen también en el creciente descrédito de la clase política tradicional, tanto del partido demócrata como del republicano.

En su primer campaña electoral Trump irrumpió como un “outsider”, con un discurso radical y estridente, de corte demagógico y populista, contrario a las élites económicas y políticas. Fue una retórica nacionalista, racista y antiinmigrante, que explotó el malestar, la irritación, la ansiedad, el miedo, el resentimiento y la ira de los votantes estadounidenses menos favorecidos con la globalización.

Como presidente, Donald Trump abrió una grave crisis en la república norteamericana, al convertirse en el más genuino representante del llamado populismo de extrema derecha. Su discurso violento e intolerante, basado en descalificaciones e insultos a sus adversarios, alentó el encono, la hostilidad y la polarización política.

Trump desempolvó la vieja idea de la supremacía blanca, promovió el odio racial y la xenofobia. Con ello, infringió un duro golpe a la cultura política democrática de un país que es fruto de la inmigración y el multiculturalismo.

En ningún momento, Donald Trump manifestó un compromiso con los principios y valores de la democracia estadounidense, la más antigua y sólida de América. Por el contrario, desdeñó a sus principales instituciones; las asedió y busco colonizarlas.

Trump no respetó los derechos constitucionales de los norteamericanos. Fue un presidente autoritario, que descalificó e insultó a partidos y líderes políticos opositores, a jueces, medios de comunicación y periodistas.

Joseph Nye, el reconocido teórico del poder blando, afirmó que con Donald Trump Estados Unidos perdió respeto y liderazgo en el mundo. Pero sobre todo, no cabe la menor duda que en estos cuatro años Norteamérica experimentó una verdadera involución democrática. Estados Unidos dejó de ser el faro de la democracia a nivel mundial. De acuerdo con un informe de The economist, con Trump este país se convirtió en una “democracia defectuosa”.

El pasado martes 4 de noviembre, los estadounidenses acudieron de nuevo a las urnas para elegir presidente de la república. Los resultados han sido otra vez sorpresivos. Las encuestas preveían un triunfo holgado de Joe Biden, pero erraron en sus pronósticos.

Las elecciones han sido muy participativas y cerradas. Al momento de redactar estas líneas, continúa el cómputo de los votos y el resultado final de la contienda sigue en el aire. Sin embargo, todo parece indicar que Trump no tendrá un segundo mandato. Las tendencias apuntan a que Biden ganará el Colegio Electoral y también el sufragio popular.

De confirmarse la victoria del Partido Demócrata y de su candidato a la presidencia, faltaría que Donald Trump acepte pacíficamente los resultados y no aliente un conflicto postelectoral violento, que dañe aún más a la democracia norteamericana y genere inestabilidad y un riesgo político global.

Sin presentar pruebas, Trump alega que fue víctima de un fraude y anuncia que impugnará y judicializará el proceso, solicitando el recuento de votos en algunos estados. Esta será una dura prueba para la democracia estadounidense y ojalá que sus instituciones puedan atender y resolver adecuadamente el litigio postelectoral, aplicando escrupulosamente la ley.

Si finalmente se consuma la derrota de Donald Trump, terminará la pesadilla americana; se pondrá fin a un gobierno encabezado por el que muchos han calificado ya como el peor presidente en la historia de los Estados Unidos.

Sin embargo, el daño a la democracia norteamericana ha sido enorme. Trump deja un país profundamente dividido y polarizado. Los prejuicios y odios que se sembraron durante estos cuatro años, lamentablemente seguirán vivos por algún tiempo en Estados Unidos y en diversas partes del mundo, donde se ha expandido el mal ejemplo del estilo populista de gobernar.

El arribo de un personaje como Donald Trump a la presidencia de los Estados Unidos, demostró que ni siquiera una democracia tan sólida es inmune a las pulsiones populistas. Esperemos que la democracia norteamericana tenga suficiente capacidad de resiliencia, para reconstruir sus instituciones y retomar sus mejores valores.

El 8 de noviembre de 2016, contra los pronósticos de todas las encuestas, Donald Trump ganó las elecciones presidenciales en los Estados Unidos, generado un gran terremoto político y encendiendo las alarmas de riesgo para la democracia, no solo en ese país sino en el mundo entero.

Trump, un magnate inmobiliario y ex conductor de un popular reality show, era prácticamente un desconocido en la política y no tenía ninguna experiencia previa en el servicio público. Su triunfo, impensable para muchos, se explica por el hecho de que como candidato supo interpretar y movilizar la inconformidad, el desencanto, el enojo, las frustraciones, la sensación de exclusión y de falta de oportunidades y, finalmente, el deseo de cambio de segmentos importantes de la sociedad norteamericana.

Según David Runciman, el triunfo sorpresivo de Donald Trump en los comicios de 2016 tiene su origen también en el creciente descrédito de la clase política tradicional, tanto del partido demócrata como del republicano.

En su primer campaña electoral Trump irrumpió como un “outsider”, con un discurso radical y estridente, de corte demagógico y populista, contrario a las élites económicas y políticas. Fue una retórica nacionalista, racista y antiinmigrante, que explotó el malestar, la irritación, la ansiedad, el miedo, el resentimiento y la ira de los votantes estadounidenses menos favorecidos con la globalización.

Como presidente, Donald Trump abrió una grave crisis en la república norteamericana, al convertirse en el más genuino representante del llamado populismo de extrema derecha. Su discurso violento e intolerante, basado en descalificaciones e insultos a sus adversarios, alentó el encono, la hostilidad y la polarización política.

Trump desempolvó la vieja idea de la supremacía blanca, promovió el odio racial y la xenofobia. Con ello, infringió un duro golpe a la cultura política democrática de un país que es fruto de la inmigración y el multiculturalismo.

En ningún momento, Donald Trump manifestó un compromiso con los principios y valores de la democracia estadounidense, la más antigua y sólida de América. Por el contrario, desdeñó a sus principales instituciones; las asedió y busco colonizarlas.

Trump no respetó los derechos constitucionales de los norteamericanos. Fue un presidente autoritario, que descalificó e insultó a partidos y líderes políticos opositores, a jueces, medios de comunicación y periodistas.

Joseph Nye, el reconocido teórico del poder blando, afirmó que con Donald Trump Estados Unidos perdió respeto y liderazgo en el mundo. Pero sobre todo, no cabe la menor duda que en estos cuatro años Norteamérica experimentó una verdadera involución democrática. Estados Unidos dejó de ser el faro de la democracia a nivel mundial. De acuerdo con un informe de The economist, con Trump este país se convirtió en una “democracia defectuosa”.

El pasado martes 4 de noviembre, los estadounidenses acudieron de nuevo a las urnas para elegir presidente de la república. Los resultados han sido otra vez sorpresivos. Las encuestas preveían un triunfo holgado de Joe Biden, pero erraron en sus pronósticos.

Las elecciones han sido muy participativas y cerradas. Al momento de redactar estas líneas, continúa el cómputo de los votos y el resultado final de la contienda sigue en el aire. Sin embargo, todo parece indicar que Trump no tendrá un segundo mandato. Las tendencias apuntan a que Biden ganará el Colegio Electoral y también el sufragio popular.

De confirmarse la victoria del Partido Demócrata y de su candidato a la presidencia, faltaría que Donald Trump acepte pacíficamente los resultados y no aliente un conflicto postelectoral violento, que dañe aún más a la democracia norteamericana y genere inestabilidad y un riesgo político global.

Sin presentar pruebas, Trump alega que fue víctima de un fraude y anuncia que impugnará y judicializará el proceso, solicitando el recuento de votos en algunos estados. Esta será una dura prueba para la democracia estadounidense y ojalá que sus instituciones puedan atender y resolver adecuadamente el litigio postelectoral, aplicando escrupulosamente la ley.

Si finalmente se consuma la derrota de Donald Trump, terminará la pesadilla americana; se pondrá fin a un gobierno encabezado por el que muchos han calificado ya como el peor presidente en la historia de los Estados Unidos.

Sin embargo, el daño a la democracia norteamericana ha sido enorme. Trump deja un país profundamente dividido y polarizado. Los prejuicios y odios que se sembraron durante estos cuatro años, lamentablemente seguirán vivos por algún tiempo en Estados Unidos y en diversas partes del mundo, donde se ha expandido el mal ejemplo del estilo populista de gobernar.

El arribo de un personaje como Donald Trump a la presidencia de los Estados Unidos, demostró que ni siquiera una democracia tan sólida es inmune a las pulsiones populistas. Esperemos que la democracia norteamericana tenga suficiente capacidad de resiliencia, para reconstruir sus instituciones y retomar sus mejores valores.