/ sábado 26 de mayo de 2018

A mí me gusta mucho estar en la frontera

 

Porque la gente es más sencilla y más sincera…Juan Gabriel

One

 

 

Cuca Cruz conoció a Perico Blanco en el puente de Santa Fe, entre El Paso y Juárez. Cuca regresaba de su trabajo en el Hotel Camino Real, en donde hacía el aseo y las camas. Cuca vivía con su madre, Rosa, en Juárez, a pesar de que tenía su “green card” y podía vivir al otro lado.

Perico nació y creció en El Paso. Había trabajado de mozo de cuadra en las pistas de carreras de los dos lados, pero deste lado se había enganchado con una pandilla que controlaba el Club Las Mulas. Se volvió vendedor y usuario de crack. Perico era un apuesto joven de 22 años cuando se encontró con la “Cookie”, galletita un año más joven. Se cruzaron juntos para México. Esa fue la última vez que alguien en El Paso la volvió a ver.

Perico Blanco llevó a Cuca Cruz hasta su cuarto en la parte alta del Bar Buena Suerte, en la esquina de las calles Ruperto Paliza y Rafael Buelna. Estaba cansada de trabajar todo el día y no tenía ganas de cocinar para su madre, así que aceptó un “toque” cuando Perico le volvió a insistir. En algún momento se quedó noqueada y despertó cuando Perico la estaba violando.

Cuca gritó tanto que Perico la golpeó en la boca con el puño derecho y luego le pegó duro en la nariz con la mano izquierda. Cuca lloraba y sangraba cuando Perico le dio la vuelta y la quiso sodomizar. Cuca se arrastró lo más que pudo, cogió una lámpara de mesa sin pantalla y la estrelló en el rostro contraído del violador drogado, rompiendo la bombilla. Perico la soltó. Ella intentó levantarse. La droga no la dejaba ponerse en pie. Cuca cayó en el piso y se quedó mirando a Perico. Estaba tirado sobre su lado izquierdo con algunos trozos de vidrio del foco saliéndole del ojo derecho.

Cuca no se podía mover en la esquina en la que había caído. Su rostro, lleno de lágrimas y sangre. Deseaba cerrar los ojos pero los sentía tiesos, como congelados. Perico se puso de rodillas y se sacó algunos pedazos de vidrio de la cara. Estirando el brazo levantó una pistola que apuntó hacia Cuca Cruz. Ella pensó en Rosa, su madre, que la esperaba en la casita amarilla de la calle Obregón. La casa que su madre se negaba a dejar. Cuca siempre se hacía ilusiones – desde que tenía quince años – de que alguna vez en Nueva York se sentaría de cara al sol en el pretil de la fuente frente al Plaza, que había visto fotografiados en una revista. Cuca se imaginó sentada, desnuda, en la fuente del Hotel Plaza bajo el tibio sol, y sonrió con los ojos cerrados, mientras Perico jalaba del gatillo.

“Entonces se detuvo. Respiró fuerte y temblorosamente.”

 

Two

Chuy Tirado y Esperanza Peña corren por el desierto de Arizona. Chuy lleva en brazos un niño. La noche ha caído de golpe y los envuelve en el oscuro frío a pesar de que sudan copiosamente. Cansado de llorar, el niño solo gime. “Mamaaá” se oye como un chirrido. Esperanza hace alto y se deja caer en el suelo.

“Ándale”, dice Chuy, “levántate, ¿qué no ves que no puedo cargar a los dos?”, y sigue caminando. Esperanza se levanta de a poquito, renuente. Puede escuchar el llanto del niño que sube de volumen y se aleja. Esperanza sigue caminando cansada. Chuy y Omar, el niño, ya no se ven. Solo la noche fría y casi oscura. Se oyen los gritos de Chuy, luego un golpe fuerte, alguien que se derrumba. Omar gritando. Esperanza corre en la oscuridad hacia el lugar que da vida al ruido. Cae sobre un arbusto espinoso, se corta las manos con las piedras filosas del suelo. El niño sigue gritando, incontrolable. Se escuchan varios golpes secos, sordos, embotados. Uno tras otro, luego el silencio.

“¿Chuuuy?” Grita Esperanza. “¿Chuy que pasa?” Se levanta y se abre camino en la hebra de luz de una luna flaca y tímida hasta vislumbrar a Chuy parado en medio de aquel yermo, con los brazos colgando, con las manos vacías. Ahora le pregunta con voz temblorosa. “Chuy, donde está Omar?” Chuy patea una cosa oscura, la mueve con el pie hacia Esperanza. “Aquí está,” contesta. “Creo que está muerto.”

“No, Chuy, nooo,” grita Esperanza. Se arrodilla y da la vuelta al pequeño bulto roto para poder ver su rostro. “¿Por qué hiciste esto?” le pregunta quebrada en llanto.

“Pesaba mucho,” responde Chuy, “y el pinche plebe no quería callarse.” “¿Y ahora que tenemos?” Dice la voz ahogada de Esperanza. “No tenemos nada.” “Siempre podremos tener otro. Ándale. Ayúdame a enterrarlo.”

Chuy empieza a golpear la tierra con el tacón vaquero de su bota derecha.

“Después de tantas horas de caminar sin encontrar ni una sombra de árbol, ni una semilla de árbol, ni una raíz de nada, se oye el ladrar de los perros.” Juan Rulfo.

                                                         *Antropólogo, Investigador y traductor.

                                                                               malecon@live.com.mx

 

 

Porque la gente es más sencilla y más sincera…Juan Gabriel

One

 

 

Cuca Cruz conoció a Perico Blanco en el puente de Santa Fe, entre El Paso y Juárez. Cuca regresaba de su trabajo en el Hotel Camino Real, en donde hacía el aseo y las camas. Cuca vivía con su madre, Rosa, en Juárez, a pesar de que tenía su “green card” y podía vivir al otro lado.

Perico nació y creció en El Paso. Había trabajado de mozo de cuadra en las pistas de carreras de los dos lados, pero deste lado se había enganchado con una pandilla que controlaba el Club Las Mulas. Se volvió vendedor y usuario de crack. Perico era un apuesto joven de 22 años cuando se encontró con la “Cookie”, galletita un año más joven. Se cruzaron juntos para México. Esa fue la última vez que alguien en El Paso la volvió a ver.

Perico Blanco llevó a Cuca Cruz hasta su cuarto en la parte alta del Bar Buena Suerte, en la esquina de las calles Ruperto Paliza y Rafael Buelna. Estaba cansada de trabajar todo el día y no tenía ganas de cocinar para su madre, así que aceptó un “toque” cuando Perico le volvió a insistir. En algún momento se quedó noqueada y despertó cuando Perico la estaba violando.

Cuca gritó tanto que Perico la golpeó en la boca con el puño derecho y luego le pegó duro en la nariz con la mano izquierda. Cuca lloraba y sangraba cuando Perico le dio la vuelta y la quiso sodomizar. Cuca se arrastró lo más que pudo, cogió una lámpara de mesa sin pantalla y la estrelló en el rostro contraído del violador drogado, rompiendo la bombilla. Perico la soltó. Ella intentó levantarse. La droga no la dejaba ponerse en pie. Cuca cayó en el piso y se quedó mirando a Perico. Estaba tirado sobre su lado izquierdo con algunos trozos de vidrio del foco saliéndole del ojo derecho.

Cuca no se podía mover en la esquina en la que había caído. Su rostro, lleno de lágrimas y sangre. Deseaba cerrar los ojos pero los sentía tiesos, como congelados. Perico se puso de rodillas y se sacó algunos pedazos de vidrio de la cara. Estirando el brazo levantó una pistola que apuntó hacia Cuca Cruz. Ella pensó en Rosa, su madre, que la esperaba en la casita amarilla de la calle Obregón. La casa que su madre se negaba a dejar. Cuca siempre se hacía ilusiones – desde que tenía quince años – de que alguna vez en Nueva York se sentaría de cara al sol en el pretil de la fuente frente al Plaza, que había visto fotografiados en una revista. Cuca se imaginó sentada, desnuda, en la fuente del Hotel Plaza bajo el tibio sol, y sonrió con los ojos cerrados, mientras Perico jalaba del gatillo.

“Entonces se detuvo. Respiró fuerte y temblorosamente.”

 

Two

Chuy Tirado y Esperanza Peña corren por el desierto de Arizona. Chuy lleva en brazos un niño. La noche ha caído de golpe y los envuelve en el oscuro frío a pesar de que sudan copiosamente. Cansado de llorar, el niño solo gime. “Mamaaá” se oye como un chirrido. Esperanza hace alto y se deja caer en el suelo.

“Ándale”, dice Chuy, “levántate, ¿qué no ves que no puedo cargar a los dos?”, y sigue caminando. Esperanza se levanta de a poquito, renuente. Puede escuchar el llanto del niño que sube de volumen y se aleja. Esperanza sigue caminando cansada. Chuy y Omar, el niño, ya no se ven. Solo la noche fría y casi oscura. Se oyen los gritos de Chuy, luego un golpe fuerte, alguien que se derrumba. Omar gritando. Esperanza corre en la oscuridad hacia el lugar que da vida al ruido. Cae sobre un arbusto espinoso, se corta las manos con las piedras filosas del suelo. El niño sigue gritando, incontrolable. Se escuchan varios golpes secos, sordos, embotados. Uno tras otro, luego el silencio.

“¿Chuuuy?” Grita Esperanza. “¿Chuy que pasa?” Se levanta y se abre camino en la hebra de luz de una luna flaca y tímida hasta vislumbrar a Chuy parado en medio de aquel yermo, con los brazos colgando, con las manos vacías. Ahora le pregunta con voz temblorosa. “Chuy, donde está Omar?” Chuy patea una cosa oscura, la mueve con el pie hacia Esperanza. “Aquí está,” contesta. “Creo que está muerto.”

“No, Chuy, nooo,” grita Esperanza. Se arrodilla y da la vuelta al pequeño bulto roto para poder ver su rostro. “¿Por qué hiciste esto?” le pregunta quebrada en llanto.

“Pesaba mucho,” responde Chuy, “y el pinche plebe no quería callarse.” “¿Y ahora que tenemos?” Dice la voz ahogada de Esperanza. “No tenemos nada.” “Siempre podremos tener otro. Ándale. Ayúdame a enterrarlo.”

Chuy empieza a golpear la tierra con el tacón vaquero de su bota derecha.

“Después de tantas horas de caminar sin encontrar ni una sombra de árbol, ni una semilla de árbol, ni una raíz de nada, se oye el ladrar de los perros.” Juan Rulfo.

                                                         *Antropólogo, Investigador y traductor.

                                                                               malecon@live.com.mx

 

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